K-pop, K-beauty, K-loquesea... Viaje al origen del furor por todo lo coreano
Los cuatro oscars de ‘Parásitos’, ‘El juego del calamar’ entre las series más vistas de Netflix y las divas de Blackpink, artistas del año según la revista ‘Time’. Tras dos décadas creciendo, la llamada “ola coreana” ha reventado la cultura pop global. Retratamos a los fans españoles y viajamos a Seúl para explorar el origen de este fervor cultural que conquista el mundo desde Corea del Sur
Frente a la sede de YG Entertainment en Seúl, una sinuosa mole de hormigón y vidrio a orillas del río Han, la discográfica tiene un café de tres plantas para que los fans vean, de lejos, cómo sus ídolos cruzan los tornos. Apenas hay seis adolescentes y una pantalla con videoclips en bucle. La política de covid cero en China y las restricciones viajeras en el sudeste asiático han desangelado muchos hitos turísticos de la capital surcoreana. Este café lo es. En los años previos a la pandemia la cultura pop duplicó las visitas al país. Entre cientos de objetos, venden un Monopoly de Blackpink, el grupo estrella de la casa. En vez de calles, hay ciudades de su gira: Bangkok, Taipéi, Los Ángeles, Sídney… Llegando a meta, te puedes comprar Barcelona.
A 9.500 kilómetros, una ola de luces rosas estremece el Palau Sant Jordi para que las Blackpink vuelvan a salir al escenario. Son los lightsticks del grupo, cada banda de pop coreano, K-pop, tiene el suyo, varitas luminosas para agitar en los directos, estas con forma de martillo de corazones. “75 euros, más dos de pilas”, dice el del tenderete. Súmese a la entrada: de 150 a 900 euros (con sala vip, pase a la prueba de sonido). Aun así, el aforo está completo hace días. 18.000 personas, el doble de las que vieron aquí a las divas coreanas en 2019, pero tampoco tantas: en Londres han llenado dos días un recinto para 30.000.
Al día siguiente, 6 de diciembre, Time las nombra artistas del año. El titular: “Blackpink, superestrellas globales”.
Es el último golpe de efecto de la hallyu, la ola coreana, un término inaugurado por la prensa china a finales de los noventa cuando las primeras telenovelas y boy bands coreanas llegaron al país. Veinticinco años después, Parásitos (2020) tiene cuatro oscars, incluido el de mejor película; El juego del calamar (2021) es de las series más vistas de la historia de Netflix y el grupo de chicos BTS ha roto todos los récords de Spotify y Billboard, antes de anunciar este verano que se toman un descanso. El mayor de sus siete miembros —han hablado ante la ONU— tiene que hacer el servicio militar. “Es como si para ti se separan los Beatles”, dice María, de 16 años, una de los 69 millones de seguidores del grupo en Instagram. Por si alguien no se ha enterado de que esto lleva dos décadas ocurriendo, el Museo Victoria & Albert de Londres inauguró en septiembre una exposición sobre el tema. La traducción económica: en 2020 el valor de las exportaciones culturales surcoreanas alcanzó 11.920 millones de euros según el Ministerio de Cultura del país. El doble de lo que exportaron en 2015, y casi seis veces más de lo que vende España.
La conquista cultural de un país de 51 millones de habitantes y el tamaño de Castilla y León es ya planetaria. K-pop, K-dramas, K-beauty, K-fashion… K-todo. Una marca tan ubicua que hay quien la considera superada. “Sería bonito que el contenido coreano fuese reconocido simplemente como un buen producto más que por la etiqueta K-loquesea, mi objetivo es darle normalidad”, dice el productor Kyu C. Lee. Sabe de lo que habla, fue el responsable hace 10 años, cuando la hallyu ya había arrasado en Asia, de su salto a América y Europa gracias a Gangnam Style, del rapero PSY. “La K es una etiqueta de mercado, no tiene que ver con el sonido”, opina la periodista musical Kang Hae-ryun. “Y aunque es una herramienta de marketing autoimpuesta, tiene un punto orientalista”. El exotismo del otro para vender fuera.
Detrás de la Gran Vía madrileña se celebra el cumpleaños de Hong Joong y Woo Young. Hay que sacar el diccionario para entender el concepto: una treintena de atinys, fans del grupo de chicos Ateez al que pertenecen estos dos idols, se reúnen en un bubble tea (bar de té con bolas de tapioca) tras ser convocadas por redes. Las organizadoras (@atinyevent) han decorado con globos y pósteres el bajo del local. Con cada consumición regalan photocards (fotos impresas en alta calidad) de sus bias (favoritos) y venden top-loaders (sobres de plástico para guardarlas) decorados con brillantina. Las asistentes vuelcan sobre las mesas los binders, pequeños álbumes donde guardan las fotos. Las más valiosas son las que vienen en los cedés, a veces compran varias copias de un mismo disco para que les toquen cromos distintos. Todas llevan uno en la trasera del móvil, varias tienen tatuadas motivadoras letras del grupo: Just keep it up (simplemente continúa), We shine like eternal sunshine (brillamos como el sol eterno).
Esta devoción nace en una industria muy particular. En Seongsu-dong, antiguo barrio industrial, “el Brooklyn de Seúl”, está Cube Entertainment, uno de los cientos de agencias musicales surcoreanas. Las seis componentes de Lightsum, su último grupo —de 18 a 20 años, aunque aparentan menos—, explican cómo funciona el sistema junto a varios representantes de la empresa: las agencias son sellos discográficos, estudios de grabación, gestores de eventos y cazatalentos. En audiciones multitudinarias eligen a sus futuros artistas y los entrenan. Lightsum debutó en 2021, tiene nueve temas y ha salido por la tele (hay cadenas enteras dedicadas a ello), pero aún no ha dado un concierto. Viven juntas desde hace dos años en una residencia de Cube. Juhjun, la más desenvuelta en inglés, lleva en la agencia desde los 10. Tienen clases diarias de canto, baile, idiomas, interpretación, manejo de redes sociales… “Lo que buscamos es potencial, el resto se puede enseñar”, dice Jae Heo, relaciones públicas. La formación no se cobra, pero si el/la aprendiz abandona el sello, “paga una compensación por la inversión”. “Trabajamos duro, pero el esfuerzo vale la pena”, dice Sang Ah, la rubia del grupo. “Cumplir tus sueños te llena de energía positiva”.
“Como madre, yo también tenía prejuicios”, admite Lee Chong-ae, cuya hija de 17 años se prepara para entrar en una agencia. “Las entrenan para lo que necesita su negocio, sí, pero también las forman como profesionales”, dice, “y las nuevas generaciones ya no admiten ser marionetas”. Porque con el éxito también llegó el escrutinio del sistema. Titulares sobre el lado oscuro tras la fachada del K-pop: contratos leoninos, brechas salariales, acoso laboral, sexual y en redes… Suicidios por la exigencia de perfección (Corea del Sur tiene una de las tasas más altas del mundo) y pleitos entre artistas y sellos. La respuesta de la industria (sobre todo de las cuatro grandes: SM, Hybe, YG y JYP) es el hermetismo. “El acceso es complicado, quieren controlar el mensaje, les incomoda cómo pueden ser representadas, pero se están empezando a abrir, con los medios internacionales el juego tiene otras reglas”, dice la periodista Kang Hae-ryun, que consiguió esta primavera una excepcional entrevista en profundidad con las Blackpink para la revista Rolling Stone.
Para buscar jóvenes en Seúl el sitio es Hongdae, el barrio universitario, donde hay tantos bares como self studios, locales con fotomatones y accesorios para hacerse retratos grupales. En los centros comerciales, las tiendas de manhua, el manga coreano (aunque la mayoría lo lee como webtoons en el móvil), están más llenas que las de K-pop. Las pintas fantasiosas y sexis de los grupos no tienen gran reflejo en la calle, donde priman los tonos apagados y el minimalismo de Uniqlo o Muji. Cuesta encontrar ejemplos de esa nueva masculinidad andrógina y dulce que ha enamorado a fans de medio mundo. El K-pop aparece en los hilos musicales y en la cartelería del metro y los autobuses desde la que se felicita a los idols.
“Los clubes de fans, la mayoría extranjeros, pagan los anuncios, ¡decenas de miles de euros!”, dice Cecilia Soojeong Ji, promotora de música independiente. Al tiempo que en las agencias nacía la primera generación de grupos (vamos por la quinta), en los garitos de este barrio se forjaba un movimiento “de música no tan prefabricada”. Unos y otros se beneficiaron de una ley que desde 1997 inyecta recursos a las artes (el último presupuesto de Cultura y Deportes es de 3.900 millones, casi el doble que el español). “Al principio sonaba todo tipo de música en radios y teles, pero cuando el K-pop empezó a triunfar en Asia, acabó monopolizando los espacios”, dice la promotora. “Mucha gente ya está saturada”. Según las guías de viaje, es fácil encontrar en Hongdae a K-poppers bailando en la calle. Pero durante una semana, no hay forma de dar con ellos.
En Madrid, decenas de ellos se juntan en Azca, la trasera del distrito financiero, para practicar las coreografías que han aprendido en YouTube usando los escaparates y las fachadas de las oficinas como espejos. Ana Domínguez, del grupo Wonder Magnet, que ha ganado el concurso de baile organizado por el Centro Cultural Coreano, tiene 25 años y se considera “una veterana”: “Cuando empecé éramos cuatro frikis, ahora esto está lleno de críos a los que no he visto nunca y cada vez hay más eventos”. Un mismo fin de semana cuesta decidirse: se celebran en Madrid dos fiestas nocturnas de temática asiática, un festival en un centro social con debate sobre K-dramas y juegos coreanos (incluido el “del chipirón”) y dos fiestas de cumpleaños de idols.
Tras conversar con decenas de fans españolas (muchas creadoras de contenidos en redes y podcasts) aparecen algunas claves de su fascinación. Seduce la música pegadiza, el mensaje positivo (“conectan con esa parte de ti que cree que la vida merece la pena y las dificultades se pueden superar”), la cuidada estética y la búsqueda de la perfección a través del esfuerzo (“se lo curran mucho”). También cierta blancura en el discurso (“no va de tetas, culos y dinero como el reguetón”) y el romanticismo (“en las series las relaciones evolucionan muy despacito”). Gracias a las redes, se sienten cerca de sus ídolos (las agencias promueven el contacto constante con los fans). Hay cierta rebeldía contracultural (“esto es de putas y maricones, gente liberal, rara, abierta de mente, capaz de que nos guste algo en un idioma que no entendemos”). Las fans no son ajenas a la comercialidad ni a la voracidad de la industria (“aquí, a muchas agencias se les echarían encima los sindicatos, y con razón, es capitalismo salvaje”). Y son tremendas cuando se unen: en Estados Unidos trolearon una app contraria al movimiento Black Lives Matter y reventaron un acto de Trump; en España han inundado cuentas de ultraderecha con vídeos de sus cantantes favoritos.
“Esto no va solo de música o de series”, resume Edurne Salgado, una de las asistentes a la fiesta de los de Ateez, “es un submundo cultural y proporciona un sentido de comunidad, de pertenencia”.
“Ningún otro género despierta tanto amor incondicional, ni genera artistas tan multiproducto”, dice Luis Zósimo, de SOK Entertainment, productora y promotora musical con sede en Madrid que organiza festivales (recientemente con Los 40 Principales) y lleva a la coreana Hyemin, “la primera cantante de K-pop de España”. “Aquí aún es un mercado nicho, pero se está abriendo”, dice. Por esa grieta se cuelan otras pequeñas empresas. Las hermanas Teresa y Marta Moreno, de 21 y 23 años, abrieron en enero Mad Kpop, una tienda de discos y merchan. Sus clientes van “de niñas que han roto la hucha a turistas que se dejan cientos de euros de golpe”. “El negocio es complicado”, admite Marta: caras aduanas, mucha burocracia, una enorme diferencia horaria y el inglés “especial” de los proveedores. Las academias de baile también están monetizando el interés. En Studio 11, Andrea del Pozo da clase como ella aprendió en Seúl: “Se lo toman muy en serio, entrenan miles de horas, pero también el que quiere ser médico o profesor se mata a estudiar”.
“Los coreanos son exagerados para todo”, dice Sunny Cho, socia de Koss, que empezó como una tienda online de cosmética coreana hace cuatro años y tras un local en Barcelona abre sucursal en Madrid, donde todo está preparado “para que lleguen las influencers”. “Su canon de belleza también está marcado por la perfección inalcanzable de una piel impoluta, pero nosotras queremos salir de ahí, cada una es bella a su manera, lo que importa es disfrutar de cuidarse”, dice Cho, que nació en Madrid, hija de la primera hornada de inmigrantes, casi todos dedicados al taekwondo o la acupuntura como su padre. “Están un poco obsesionados”, opina, citando que es común regalar a las chicas la operación de doble párpado para agrandar los ojos cuando acaban el bachillerato.
La variada y asequible cosmética coreana (en Koss los precios oscilan entre los 3 euros de una mascarilla y los 40 de un sérum con ginseng) ha multiplicado en una década sus ventas al exterior por ocho, convirtiéndose en la tercera exportadora mundial, por detrás de Francia y Estados Unidos.
Liderando el sector están las marcas de Amore Pacific (de la lujosa Sulwhasoo a Innisfree, que se vende en Sephora), cuya sede en Seúl se aloja en un impresionante edificio blanco, proyectado por el arquitecto británico David Chipperfield, inspirado en los tradicionales jarrones de la luna. “Simboliza la belleza limpia y simple a la que aspira la cultura coreana”, dice una portavoz de la empresa en la espectacular azotea donde una lámina de agua inunda de luz el interior. Para conseguir una piel luminosa y natural (maquillada, sin que se note), la marca se centra en la innovación. Su superventas es un “cojín de control de color compacto que ofrece una cobertura impecable”. Un sistema informático analiza la piel de las clientas para ofrecer la base de maquillaje exacta. Hay 150 tonos: una piel considerada clara en España está por la mitad del espectro. El maquillaje más claro es blanco porcelana.
Parte del éxito de la ola coreana es la retroalimentación de sus sectores: cantantes y actores promocionan los cosméticos (BTS tiene una gama de mascarillas labiales con Amore Pacific) y, cada vez más, la moda coreana. “El interés del público nos afecta positivamente”, dice Kim A-Young, diseñadora de Cahiers que ha vestido a varias famosas con sus vaporosos modelos. Sin embargo, explica, la moda coreana está formada por diseñadores con pequeñas compañías y canales de distribución limitados. “Aun así, sabemos leer muy rápido las tendencias y tenemos la habilidad de reinterpretarlas con originalidad, la K-fashion tiene potencial”.
Exterior día. Casitas con tejados orientales, un campo de coles chinas y un invernadero con pepinos listos para hacer kimchi, el ubicuo encurtido de la gastronomía local. Como en todos los pueblos del mundo, un perro ladra. “Action!”, dice en inglés la directora. Una atractiva pareja entra en una ambulancia: “¿Estás bien? ¡Despierta!”, le increpan en coreano a alguien fuera de plano. “Cut!”, grita la directora, bajito para cualquiera que haya estado en un rodaje en España. El resto es prácticamente igual: gente de negro con pantalones cargo, maquilladoras con pinceles, ayudantes de cámara con rollos de cinta aislante. Estamos en Paju, a una hora de Seúl y a tan solo 15 kilómetros de Corea del Norte, pero podríamos estar en California.
Es el rodaje de la segunda temporada de Missing, una serie sobre personas desaparecidas y fenómenos paranormales de Studio Dragon, productora de El amor es como el chachachá o la idiosincrática Crash Landing on You, en la que una rica heredera surcoreana se estrella con un parapente en Corea del Norte y acaba enamorada de un militar comunista. Ambas están en Netflix en España, donde los K-dramas que mejor han funcionado este año son Estamos muertos (brote zombi en un instituto) y Woo, una abogada extraordinaria (una letrada autista). No siempre son las mismas que en Corea —El juego del calamar triunfó antes y más fuera que dentro—, ahora la que más se ve allí es la histórica Bajo el paraguas de la reina.
Este año Netflix estrenó en España sus primeras películas coreanas: dos de acción, Carter y Seúl a toda pastilla, y la comedia romántica con tintes sadomasoquistas Amarrados al amor, basada en un webtoon y protagonizada por Seohyun, cantante de Girls’ Generation. Ninguno de los títulos encaja en el estereotipo de filmoteca y festival que se tiene del cine surcoreano, cuyo éxito y prestigio global preexistía a Netflix y a Parásitos. Aun así, las plataformas han “hecho el mundo mucho más pequeño” y los Oscar “han aumentado las oportunidades de mostrar el talento coreano en los mercados internacionales”, admite Kyu C. Lee, que produce Hunt. Caza al espía (estreno en España el 4 de enero), un thriller sobre la tensión entre las dos Coreas en los ochenta y ópera prima como director de Lee Jung-jae, protagonista de El juego del calamar.
A los fans del audiovisual coreano hay que sumar a muchos que ni siquiera saben que lo son. En el estudio de animación Pinkfong, un trofeo personalizado de YouTube celebra 50 millones de suscriptores: es un bloque azul translúcido y ondulado, sobre el que asoma una aleta amarilla… Baby Shark, una versión pop de una canción de campamento, reventó viralmente en 2017. “La fiebre empezó cuando los usuarios indonesios subieron sus vídeos bailándola”, cuenta Gemma Joo, directiva de la empresa que al día siguiente de ver las métricas voló a Indonesia con un disfraz de la mascota corporativa para aparecer en las televisiones locales. “En el contenido digital la ventana de atención es cada vez más corta, necesitas ser ágil y basar tus decisiones en los datos para pillar la ola”. Ni siquiera necesitaron la etiqueta K-loquesea, les bastó el pegadizo du-du-du-du: Pinkfong empezó con tres personas en 2010 creando contenidos educativos; hoy son 350, tienen series y licencias para juguetes, cereales y espectáculos teatrales en medio mundo. Y en 2023 el tiburón amarillo estrena película. No es el único icono infantil patrio. En Seúl, hay varios flamantes museos sobre la hallyu, pero ninguno está tan lleno como el discreto centro de la animación, donde se puede abrazar a los gusanos de Larva, los aviones de Super Wings o al pingüino Pororo.
Los videojuegos coreanos no consiguen tantas portadas como el K-pop, pero los números son abrumadores: el sector exportó productos por valor de 8.200 millones de dólares en 2020, superando con creces la combinación de lo que vendieron las series, la música y el cine.
En el estadio IVEX, a las afueras de Seúl, se nota la afición. Unas 300 personas echan la tarde viendo a ocho chavales jugar a KartRider (es un evento menor, la liga coreana de League of Legends convocó este verano a 10.000 asistentes en el parque olímpico de Gangneung). En una pantalla de 30 metros, ocho cochecitos de colores aceleran mientras cuatro cámaras enfocan a los contrincantes, una grúa hace planos del público que jalea con entusiasmo y tres locutores narran el asunto como si fuese la final de la Champions.
Los aficionados que quieren jugar en vez de mirar van a uno de los ubicuos pc bangs de la ciudad, evolución de los desaparecidos cibercafés europeos. En el del LoL Park no queda un hueco para Yu Min y los dos amigos con los que venía a jugar al FIFA. “Aquí es donde te relacionas cuando eres joven”, explica este estudiante de 21 años. Para hacer tiempo, se pasa por la exposición anexa, donde la gente se toma fotos con retratos de jugadores famosos. Wolf, Madlife, Mata…, campeones que miran desafiantes tras sus gafas y su pinta de buenos chicos. El favorito de Choi Hye-jin, una estudiante de pelo morado, es Faker. “Le sigo igual que seguiría a una estrella del pop o a un futbolista”, responde sorprendida por la pregunta de qué hace aquí.
La federación de deportes electrónicos coreana, Kespa, tiene 86 equipos (414 personas) y su función es dar “estabilidad a los jugadores y asegurar su salario”, según Kim Ji-hoom, portavoz del organismo. “Rinden mejor al poder concentrarse en su carrera y son tan jóvenes que necesitan ser representados”, añade.
“Corea es la cuna de los e-sports y lo tienen mucho mejor montado”, explica Alesander Alxshow Robleño, de 32 años, que se jubiló como jugador profesional a los 23 y quiere volver al sector “pero de traje”. Con Fokus, una “agencia especializada en talento e-sports”, busca conseguir contratos dignos para los jugadores españoles y una segunda oportunidad para los coreanos. “Muchos se retiran tras el servicio militar; pero aquí podrían trabajar más años, como cuando Xavi salió del Barça para ir a Qatar”. El furor de los e-sports en Corea “es un cóctel”, dice: son líderes tecnológicos, la educación es muy competitiva, el juego está normalizado y “el Gobierno invirtió antes que nadie”.
La próxima frontera de la ola coreana es el metaverso. El Ministerio de Ciencia y Tecnología anunció este año un ambicioso new deal digital para ponerse en cabeza de la carrera. En el futurista entorno de la parada de metro Digital Media City, donde se grabaron escenas de Los Vengadores, el ministerio tiene un estudio de realidad virtual (KoVac) con enormes fondos verdes para que las empresas dispongan de ellos gratis. La joya de la corona es la sala de captura volumétrica. Los responsables muestran un avatar del rapero Song Min-ho meneándose con un peludo abrigo rosa. “Esto no es una animación 3D, es una captura real del artista, que estuvo aquí, tiene otro valor, como un NFT”, dice el portavoz del organismo, Lee Jin-seo, que también muestra los usos educativos de la herramienta (como una pierna en la que aprender a clavar agujas de acupuntura). “Piensa lo que se puede hacer en el campo del entretenimiento: estadios virtuales, idols con los que relacionarte directamente…”, explica. Y no es difícil imaginar cómo la industria sacará provecho de un universo creado para consumir al que están llegando antes que nadie.
“La cultura coreana se ha globalizado y diversificado de una forma inimaginable”, concluye Ramón Pacheco Pardo, autor de Shrimp to Whale (Hurst, 2022), la crónica de cómo el país pasó “de gamba a ballena” —de rural y pobre a boyante y sofisticado— en unas pocas décadas, cuando a otros les lleva siglos. A sus clases de geopolítica en el King’s College de Londres llegan alumnos cuyo interés despertó el K-pop. En Estados Unidos los estudiantes de hangul aumentaron un 78% entre 2009 y 2016 y en el Centro Cultural Coreano de Madrid, uno de los 33 que hay por el mundo, los cursos se llenan para entender las canciones y las series. “Cuando llegan, lo único que saben decir es salang: amor”, bromea la profesora.
Corea es la chica del póster del soft power, el poder blando que consigue influencia sin amenazas bélicas o económicas. Una hazaña en la que influye la apertura para integrar lo extranjero, según el experto. El talento para aprender, innovar, perfeccionar. Y el deseo de afirmarse y prosperar como nación, tras décadas de guerra, ocupación y dictadura. “El rédito de la hallyu es evidente, económicamente y sobre todo de imagen”, dice Pacheco Pardo. “Antes, la gente pensaba en Corea del Norte o en M.A.S.H.; hoy, en un país avanzado, cool… Los chavales no saben qué fue la guerra de Corea, pero pueden enumerar los miembros de BTS o Blackpink”.
Jennie, Lisa, Rosé y Jisoo vuelven al escenario del Palau Sant Jordi como han pedido sus fans, los blinks. Minifaldas, maquillaje natural, muslos delgadísimos y gestos infantiles: corazón, victoria, guiño, mohín. Bailan con mucho brazo, para que sea fácil replicar sus pasos. Rodeadas de láseres y llamaradas, rapean y cantan, con oficio, sin alardes, ritmos que se adhieren al córtex, mientras 18.000 personas lo dan todo coreando en coreano.
Desfile de fans de las Blackpink en Barcelona
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