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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Esto no es un problema técnico’. Una reflexión sobre los retos de la cumbre del clima

Ante la inminente Cop27, la cumbre del clima que se celebra a partir del 6 de noviembre en Egipto, Marta Peirano, autora de ‘Contra el futuro’, reflexiona sobre el verdadero reto: la crisis climática no es un problema técnico que se pueda resolver cambiando de combustible sin cambiar de sociedad.

COP27
Juan Díaz-Faes
Marta Peirano

Lo dice hasta el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). En la tercera entrega de su último informe, dedicado a las estrategias de mitigación, el IPCC asegura que tenemos la información necesaria, el dinero suficiente y las tecnologías adecuadas para reducir con éxito el uso global de carbón, petróleo y gas un 95%, 60% y 45%, respectivamente, antes de 2050. Es la red para mantener el planeta dentro del círculo de la supervivencia que acordamos hace seis años en la cumbre de París. Sin embargo, las emisiones de gases de efecto invernadero siguen aumentando.

Estamos en 1,2 ºC por encima de la era preindustrial, y las olas de calor y los desastres climáticos son cada vez más devastadores. Todo indica que, en lugar de quedarnos en el famoso umbral del 1,5 ºC, en 2050 lo vamos a duplicar. En la presentación, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, fue directo al señalar la causa: “Algunos gobiernos y líderes empresariales están diciendo una cosa, pero haciendo otra. En otras palabras, están mintiendo”.

La decisión de incluir el gas en la clasificación de actividades económicas verdes o clasificar la biomasa como fuente de energía renovable refleja la normalización de esas mentiras. Por un lado, ni los Estados más poderosos parecen capaces de desincentivar la inversión o abandonar la subvenciones a los combustibles fósiles. El poder de una industria muy consolidada y el miedo a una subida temporal pero muy impopular en los precios del combustible debilitan mucho la voluntad política. Aramco vuelve a encabezar la lista de empresas más grandes de la Bolsa; Egipto recibirá en su casa la COP27; Emiratos Árabes, la siguiente, y está la imagen de Joe Biden, el presidente más poderoso del mundo, estrechando la mano que mandó descuartizar a un periodista de The Washington Post.

En Europa, la guerra de Ucrania ha agravado el estado del paciente, pero no es la causa de su enfermedad. Por otra parte, las promesas de la industria tecnológica y la lógica del mercado de offsets han ido sustituyendo los compromisos de los primeros discursos en París y el green new deal, donde la descarbonización estaba basada en principios de reparación histórica, soberanía sobre los recursos y justicia energética. En las cumbres climáticas ya sólo se habla de mercados de compensación de huella de carbono, tecnologías de captura, almacenamiento y utilización de CO₂ y energías renovables.

Fue en la COP26 en Glasgow donde se aprobó el artícu­lo 6 (i) del reglamento del Acuerdo de París, que rige los mercados mundiales de carbono, la bolsa donde los países se deshacen de sus emisiones comprando créditos de carbono equivalentes generados por una reducción o eliminación de las emisiones en otro lugar. Permite a los gobiernos construir nuevos gasoductos y escalar su infraestructura mientras prometen “zero emisiones” para 2050. En la misma agua se limpian las petroleras, grandes almacenes, aerolíneas y gigantes tecnológicos. Así es como Cheniere Energy INC, la principal productora de gas natural licuado de Estados Unidos, le vende cargamentos carbon-neutral a la Royal Dutch Shell. Así es como Google se convirtió en una empresa carbon-neutral en 2007, como Microsoft será carbon negative en 2030 y como Amazon alcanzará el net-zero en 2025, mientras las nubes de AWS, Google Cloud y Azure expanden un mercado que ya produce entre el 2% y el 4% del total de emisiones a escala planetaria, superando a la aviación.

En el lado de la venta, el negocio crece y crece sin la exigencia de garantías ni la posibilidad de estar sujeto a una fiscalización o verificación apropiadas. Con esos incentivos, prospera un mundo de cálculos oportunistas, cifras sobredimensionadas y campañas de reforestación irresponsable que acaban en incendios como el del pasado julio en Ateca (Aragón). En lugar de consumir y almacenar el CO₂, al arder lo produce y lo libera, sin alterar las cifras del negocio original. Los créditos vendidos siguen siendo válidos, tanto si el CO₂ ha “desaparecido” como si no.

Sus defensores argumentan que el mercado de carbono puede ayudar a conservar reservas naturales con el mecenazgo indirecto de grandes contaminadores. Otras estrategias “naturales” de reducción de emisiones tienen que ver con el cultivo de microalgas o el volcado de nutrientes como el hierro o la urea en zonas del océano para estimular el crecimiento de fitoplancton. Son el primer eslabón de la cadena alimenticia de los sistemas acuáticos y consumen una gran cantidad de CO₂, pero son estrategias hipotéticas y experimentales.

Las tecnologías de captura, almacenamiento y aprovechamiento de carbono no son exactamente un fraude, pero tampoco son exactamente lo contrario. Son las que prometen aspirar el CO₂ que produce la fábrica o el que está en la atmósfera para almacenarlo de forma segura y/o reutilizarlo como fuente de energía. El problema es que son espectacularmente caras y espectacularmente ineficientes. Hoy en día, toda la tecnología de captura directa del planeta —la que aspira el CO₂ de la atmósfera— recoge no más de 10.000 toneladas al año. Estamos produciendo 40 gigatones anuales y tenemos que sacar 10 gigatones cada año de la atmósfera antes de llegar a 2050. En cuanto a su variante industrial, la instalación de Shell en una planta de producción de hidrógeno en las arenas bituminosas de Alberta era el ejemplo más prometedor, justificando la inversión de 654 millones de dólares [unos 668 millones de euros] que hizo el Gobierno canadiense. Capturó cinco millones de toneladas de dióxido de carbono entre 2015 y 2019, pero emitió 7,5 millones de toneladas de gases de efecto invernadero en el proceso.

El IPCC las considera imprescindibles para alcanzar los objetivos propuestos, aunque en su último informe advierte que no son escalables y, por lo tanto, no servirán para revertir el daño causado hasta ahora y mantener la economía actual. Sólo nos ayudarán a contrarrestar las emisiones de aquellas industrias imprescindibles pero sucias, como el cemento o el acero, hasta que puedan depender completamente de energías renovables, que son el objetivo principal.

El informe asegura que una fuerte inversión en fuentes renovables es el paso urgente y necesario para satisfacer nuestras necesidades globales en los próximos años sin terminar de quemar el planeta. Por suerte, el coste de la energía solar y eólica ha bajado un 85% y un 55%, respectivamente, en la última década, y las baterías de litio son un 85% más baratas que en 2010. Pero la crisis climática no es un problema técnico que se pueda resolver cambiando de combustible sin cambiar de sociedad. Sin un proyecto para reducir drásticamente el consumo eléctrico y una redistribución de los recursos energéticos, sólo estaremos cambiando un oligopolio por otro. Si usamos nuestro dinero público para privatizar recursos fundamentales para el bienestar de la ciudadanía, habremos cambiado la economía de los combustibles fósiles por otra basada en la extracción de cobre, zinc, plomo, wolframio, vanadio, cobalto, litio y coltán.

El litio es el ingrediente principal de las baterías que nos permiten almacenar energía solar y eólica. Es un elemento muy abundante, pero, para usarlo, hay que extraerlo y transformarlo en carbonato de litio o en hidróxido de litio. Es la parte más difícil y peor remunerada de la cadena de suministro. Las minas de litio degradan el suelo, contaminan el aire y consumen grandes cantidades de agua. La extracción de una sola tonelada de litio libera al menos 15 toneladas de CO₂. Los estanques de evaporación que se usan para extraerlo necesitan unos 21 millones de litros al día. Hasta ahora, la lenta, sucia y penosa extracción tenía lugar en territorios áridos habitados por comunidades indígenas en Australia, China o la zona de salmueras entre Argentina, Bolivia y Chile a la que llaman el Triángulo del Litio. Son lugares donde la saturación del metal es alta, la mano de obra es barata y la protección del suelo y de sus habitantes es o ha sido ligera, en el mejor de los casos. En los últimos años, el acceso al litio se ha vuelto demasiado importante para tenerlo lejos.

China domina el 80% del mercado, desde que el PCCh subvencionó una fuerte inversión de sus empresas en 2015. Para garantizar la posibilidad de una transición a energías renovables, las principales economías han empezado un proceso de descentralización y acercamiento de las minas. Europa aspira a ser el segundo mayor consumidor de derivados de litio, para impulsar el despliegue del coche eléctrico. Algunos de los yacimientos más golosos están localizados en Galicia, Castilla y León y Extremadura. Otros se encuentran en Portugal.

El primer proyecto estratégico para la recuperación y transformación económica, aprobado en julio de 2021, está dedicado al coche eléctrico y conectado. Su objetivo: “Convertir España en el hub europeo de electromovilidad”. Si la transición energética depende del coche eléctrico y un Tesla tiene una media de 7.100 baterías de litio, que deben ser reemplazadas cada 15 años, ¿cuánto va a costarnos esta transición energética? Una pregunta importante para la próxima cumbre del clima, a partir del 6 de noviembre en Sharm el Sheij.

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