Rosa Montero: “Me sigo enamorando, pero estoy intentando quitarme la pasión”
Los traumas, el dolor, las dudas, la ansiedad. Y, del otro lado, la imaginación y la creatividad como forma de escapar de las negruras interiores. ‘El peligro de estar cuerda’ “es el libro de mi vida”, dice la madrileña. Una autopsia de su propia salud mental. Y un relato sobre los dilemas emocionales de los escritores.
Si el cerebro, el órgano más complejo del cuerpo humano, puede tardar más de 30 años en madurar, imaginemos lo que ocurre en las cabezas de las personas más creativas o de los enfermos mentales, donde ese proceso acaso no llega nunca a culminar. La vida en esa olla exprés que puede ser la mente de un escritor es la trama de El peligro de estar cuerda (Seix Barral), el nuevo libro de Rosa Montero, un documentado repaso de los trastornos, psicosis y dislates que sufre una parte importante de la población y que ha padecido toda esa colección de autores a los que ha estudiado durante décadas. La autora hace un desnudo integral de su propia salud mental. “Es el libro de mi vida”, sentencia ella. Y no sabemos si su cerebro ha terminado de madurar o no, pero su pluma, sin duda.
Montero, a la que le cuesta reconocer sus 71 años, habla en estos meses con un brillo en la mirada, el de quien sabe que tiene entre manos algo importante, diferente, uno de estos libros por los que el público penetrará en el ámbito más íntimo que puede tener un autor: el de sus dudas, sus propias crisis de ansiedad y la corriente que fluye entre las chispas de una idea y esa realización subyugante y absorbente que la saca de su propia vida para conectarla con otra más intangible, pero aún más vibrante, que es la de su imaginación. Charlamos en su piso en Madrid, donde su perrilla, Petra, sigue nerviosa el trasiego de la mañana, como el de toda su vida.
—¿Escribe para salvarse?
—Escribo para poder vivir, y lo que me sorprende es que los demás puedan vivir sin hacerlo —responde—. Yo necesito escribir para levantarme cada día, para no tener miedo por las noches cuando vienen los fantasmas, para perder el miedo a la muerte. La escritura es como un esqueleto exógeno que me mantiene en pie y creo que a todos los escritores nos pasa: la escritura nos cose y sin ella nos descoseríamos.
Esta entrevista no surgió a partir del libro. O no exactamente. Sino de un encuentro con el francés Emmanuel Carrère en el que abordamos cómo la vida propia se cuela en la literatura, que es la especialidad del autor de las inmensas Limónov o El adversario. La última novela del francés, Yoga, trata de su propia depresión, su internamiento y los electrochoques que le han aplicado para salir del agujero, y Rosa Montero hablaba de él y de todo esto con mayor seguridad que el propio Carrère. Se lo había estudiado tanto que lo llevaba al día.
“Es que acabo de terminar mi nuevo libro, que es puro Carrère”, me dijo al terminar. “Es el libro de mi vida”, musitó entonces con ese brillo en la mirada. La escritora y columnista, premio Nacional de las Letras 2017, ha tocado múltiples géneros en su andadura, desde la narrativa de La loca de la casa, La buena suerte o La carne hasta la ciencia ficción, con su serie de Bruna Husky, o sus libros de entrevistas. Pero también ha practicado la autoficción en La ridícula idea de no volver a verte, en la que ya se abrió en canal para entretejer los diarios de Marie Curie y su padecimiento por la muerte accidental de su marido, Pierre, con el que ella misma sufrió por la pérdida del suyo, el periodista Pablo Lizcano.
Y El peligro de estar cuerda se enmarca en este género tan complicado en lo narrativo como expuesto en lo personal. “Este libro tiene dos temas esenciales para mí: la locura, la salud mental, que es esencial desde que tuve crisis de pánico a los 16 años, y la creatividad. Es un libro para iluminar mis sombras, para poner luz en mis oscuridades, mis abismos, y tengo la sensación de que lo he conseguido más que nunca”, confiesa, exaltada, mientras la perrilla se agita exactamente igual que su dueña. Siempre supo, cuenta, que algo no andaba bien en su cabeza. “He crecido y vivido con ello, he intentado buscar por qué la realidad es tan temblorosa para mí, por qué tengo una cabeza que me parece rara desde que era pequeña y cómo engarza eso con la creatividad y la imaginación torrencial con la que convivo”. Para ello ha hablado con psicólogos y psiquiatras como los que sostienen la primera frase de este reportaje, ha leído estudios e informes y, sobre todo, lleva una vida devorando biografías de escritores que en este libro va resumiendo para explorar esa oscuridad común.
Así podemos saber que el novelista estadounidense Nathaniel Hawthorne, por ejemplo, se encerró en casa de su madre y estuvo allí sin salir durante 12 años. “Me he convertido en prisionero de mí mismo, me he encerrado en una mazmorra y ahora no encuentro la llave para ponerme en libertad”, escribió. Emily Dickinson vivió como una ermitaña y publicó solo 10 poemas en vida. A su muerte, su hermana encontró bajo llave otros 700. Y algo más tarde, 1.028 más. Y el novelista francés Marcel Proust se metió un día en la cama y no volvió a salir, como hizo Juan Carlos Onetti. Las historias son infinitas y suelen tener un punto común: una infancia rota por algún suceso o cambio traumático, desde el incesto o violaciones (Dickinson, Virginia Woolf) hasta la muerte o la ruina familiar.
Montero habla de la importancia que adquirió para personas como Hawthorne escribir, pero también y, sobre todo, publicar. El autor de La letra escarlata logró salir de casa de su madre cuando vio la luz su primer libro, y Rosa Montero dejó atrás sus ataques de ansiedad cuando publicó su primera novela. Es decir, no basta escribir para reconectar con el mundo, sino que han necesitado publicar. ¿Por qué? “Yo publicaba artículos, periodismo, desde los 18 años, pero eso no me solucionaba la cabeza agujereada que tengo. Porque la ficción es un delirio controlado, una defensa del cerebro frente al vacío de la comprensión del mundo, un intento de poner un sentido al mundo”. Y si esa imaginación no conecta con los lectores, dice, “se convierte en el delirio de un loco”. Mientras que, si logras sacarlo, publicarlo y “la gente de ahí fuera te dice que lo entiende, que le emociona, que lo comparte, que están contigo, que vibran contigo, eso te llega y te vuelve a coser al mundo”.
—Describe la vida plena de imaginaciones y el acceso constante de las fantasías a su mente. ¿Qué tal convive con todo ello?
—A los escritores todo el rato se nos están ocurriendo cosas, igual que a los niños, y tengo la sensación de que es a través de esas historias como podemos sentir las emociones. Necesitamos esa ideación imaginaria para relacionarnos con ellas. Dice Pessoa en unos famosos versos: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de verdad siente”. Es decir, para afrontar el dolor tiene que fingirlo en un poema o en un personaje o en una imaginación. Tenemos una disociación…, por eso este libro es una especie de autopsia.
—¿Un desnudo integral?
—Sí.
Esa disociación es la mejor receta para los que han tenido “una experiencia temprana de decadencia antes de la pubertad, para quienes han perdido de una manera catastrófica el mundo de su infancia”. “Se trata de crear un yo que no siente nada y que lo sabe todo y que protege al niño que sufre y que está traumatizado”, asegura. “De ahí esa disociación con las emociones”.
A veces esa catástrofe es dramática, mensurable, y otras veces es interna. En su caso hubo una pérdida aciaga de su mundo feliz cuando su padre, banderillero y vendimiador según la temporada, dejó el toreo para montar una fábrica de ladrillos en la que trabajó “como un salvaje”. Y que resultó un desastre. Montero recuerda cómo su padre se iba temprano de casa, a las cinco de la madrugada, en mobylette, el pecho tapado con el Abc para protegerse del frío, hasta llegar al entonces pueblo de Fuencarral, donde intentaba levantar su negocio con créditos prohibitivos. Y regresaba a las doce de la noche hasta arriba de polvo tras intentar convertir una tierra yerma en ladrillos. Cree que su madre sufrió entonces una depresión. Ella, tuberculosis.
“Hasta entonces no había vivido en una casa rica, pero sí en una casa feliz. Y de pronto cambió totalmente la atmósfera que me rodeaba y lo que era un hogar feliz se convirtió en tremendamente infeliz. Punto. Había una casa feliz hasta los cinco años y a partir de ahí desapareció. Creo que la escritura y la tuberculosis vienen del mismo sitio. De esa pérdida de la infancia a los cinco años”.
Los años felices transcurrieron en la calle del General Ibáñez de Ibero y, los siguientes, en Reina Victoria, hoy una bella avenida urbana que en su infancia era cañada en la que veía desfilar las ovejas cada día. “Entonces era el final del mundo, la ciudad terminaba ahí”. ¿Tal vez de ahí vienen algunas historias, de esa sensación de destierro? “Más bien del hecho de ser otro, de salir de tu vida”, dice. Su obra está llena de gemelas, de hermanas, de dobles, de otros yoes y todos esos personajes que a ella le han permitido la disociación.
—¿Alguna ventaja de la edad?
—¡Ninguna! ¡Nada! —corta en seco la pregunta—. Algunas cosas te pueden consolar: es maravilloso crecer con los amigos e ir tejiendo ese pasado de testigos mutuos. Tener 40 años detrás en los que mirarte con alguien es precioso. Pero también se van muriendo. Y luego está el conocimiento, momentáneos destellos de sabiduría, pero solo si te lo trabajas, porque la vejez no te da sabiduría per se, no viene de fábrica, te lo tienes que trabajar mucho. Conozco algunos viejos que son unos imbéciles completos. Tener más de 70 no tiene ninguna gracia.
Porque, como dice en el libro, “no consigo incorporarme a mi verdadera edad”.
Esta no le ha quitado, sin embargo, la buena o mala costumbre de enamorarse, un deporte que ha practicado toda la vida con un apasionamiento que suele resultar nocivo. “Sí me sigo enamorando, pero estoy intentando quitarme la pasión”, admite. “Soy superapasionada, una apasionada de libro, de esos que, como decía San Agustín, lo que aman es el amor, y no al otro. Estoy intentando no enamorarme de esa manera”.
Porque esa manera, sostiene, es nociva, completamente repetitiva y centrífuga. “Y desgraciado aquel que no se haya enamorado apasionadamente nunca, porque la pasión es uno de los sueños más grandes del ser humano, hay que vivirlo al menos una vez en la vida”. El problema surge cuando se convierte en adicción, cuando te inventas al otro, lo rellenas con tus imaginaciones, le pones el foco encima y la realidad se tuerce al convivir con él. “Entonces le puedes tener cariño, pero ya no estás enamorada, y si no estás en el pelotazo, te vas a montar el mismo teatro con otro en un espejismo constante, repetitivo. En ese momento, cuando apagamos el reflector que hemos encendido sobre él, ya no quieres ni que te toque. Solo te dan ganas de darle un bofetón”, ríe Montero.
Ella logró dar el paso con Pablo Lizcano, lo que le costó una terapia para conseguir saltar a lo que llama “el amor heroico, que es ver al otro como es y a pesar de todo amarlo”. “Entonces sí conseguí pasar a otra emoción que puede ser mucho más grande, no como una inyección, como el pico de heroína que es la pasión, sino a la unión de verdad, que adquiere una profundidad que no tiene parangón con esa otra versión más yonqui”.
—¿Y lo ha vuelto a conseguir?
—Sí. He tenido y tengo historias bonitas de esas que te pasas el día sonriendo, eso sí —dice. Sonriendo.
Y tanto para amar como para bailar como para crear hay que apagar el yo controlador, hay que borrarse, asegura. “Julio Ramón Ribeyro decía que una novela madura exige la muerte del autor, una muerte metafórica, la muerte del yo. Y hay que borrarse hasta extremos totales”. De joven aspiras a escribir la mejor novela jamás escrita y esa aspiración ayuda al autor en sus inseguridades. “Pero llega un momento en que debes decirte: ya no escribo para eso, sino para dejarme atravesar por esa emoción, por esa historia que está dentro de ti y que te cuenta tu inconsciente. Borrarte. Cuando la historia empieza a dar vueltas en tu cabeza no tiene tu aportación consciente, funciona con una galaxia con sus colores, sus luces, su música hermosísima, su ritmo, y eso es autónomo. Solo para pasarla de ahí a la página, a la pantalla, ahí sí usas la conciencia”.
Es entonces el momento de tomar las riendas, pero solamente para la carpintería. “Escribir, poner palabra tras palabra es un oficio. A escribir se aprende como el carpintero aprende a hacer patas torneadas después de hacerlo mil veces. Es artesanía, y ahí sí estás. Pero en la creación hay que borrarse. Son registros diferentes”.
Ella recuerda unos versos de Ursula K. Le Guin, una de sus grandes maestras, para describir lo laborioso de esa artesanía que es escribir: “Hay algo / del tamaño de un guisante seco / que no he escrito. / Que no he escrito bien. / No puedo dormir”. La obsesión del perfeccionamiento, de rumiar y esculpir el texto con “paciencia de estalactita”, la ha llevado a labrar hoy este libro que toma el título de otro poema, este de Dickinson, para subrayar otra certeza que se ha abierto paso en su investigación: quienes sufren la desconexión de la realidad que genera la locura, como por ejemplo John Nash, ese extraordinario matemático que superó su esquizofrenia después de 30 años de ingresos psiquiátricos y choques insulínicos, añoran después la parte buena, aquella huida pletórica de la racionalidad. Porque disfrutan del privilegio de ser, remata Rosa Montero, “yonquis de la intensidad”.
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