Pablo Lizcano, gentil y singular
Nunca habría podido (mucho menos querido) imaginar, maldita sea, que una canción de amor, la primera que escribí, sirviera para despedir tan prematuramente a un amigo tan insustituible y tan querido. Gentil y singular son adjetivos que no suele usar uno. Puede que los guardara para él.
Pablo Lizcano tenía el atrevido encanto de los tímidos incurables, esos tipos convencidos de que enseñar los sentimientos es como enseñar el culo. Y sin embargo, tengo para mí, y sé lo que digo, que era un gran sentimental, imperdonable achaque que se esforzaba en maquillar, sin conseguirlo, con un dandismo tierno, cínico y coqueto. Nada le gustaba más que disparar apasionadamente contra esto y aquello en una sobremesa con cabales. "Habría que eliminar al noventa y nueve por ciento de la humanidad", dijo cuando lo conocí. "Quedaríamos muy pocos", contesté. "¿Y tú por qué te incluyes?", remató.
Contó Alejandro Gándara anteayer, con cara de palo, en su conmovedoramente laico funeral, que, entre todos los paisajes, Pablo prefería las cumbres de las montañas y los polos porque a más altura y más frío menos densidad de población. Ahora que no nos oye les diré: era mentira. Como todos los grandes seductores de frágil corazón, se disfrazaba de entre tipo duro y aristócrata inglés arruinado para impresionar a los amigos y a las chicas. Pero Rosa (que se enamoró) y yo (que también) nunca nos lo creímos, porque sabía querer y ser leal y llenar de calorcito una reunión y reírse y abrazar y blasfemar y discutir y discutir y discutir y defender y defender y defender con sobrada erudición y provocadoramente, al desdeñoso estilo de Borges o Benet, las opiniones más disparatadas, desde que el flamenco era una ordinariez hasta la superioridad moral del Real Madrid.
Su última noche, la del clásico contra el Barça, cuentan que hubo una conspiración para radiarle un 6 a 2 en lugar del humillante 2 a 6. Quién sabe si lo creyó. Como le gustaba, como quien no quiere la cosa, presentarme premios nobeles, le debo, entre tantas otras, la amistad con el Gabo García Márquez, que había sido padrino de una de sus bodas (la última con Rosa, tras 20 años de amor, fue casi in artículo mortis) y el placer de, mano a mano, en uno de aquellos añorados Fin de siglo de TVE, conseguir que el imposible Cela hablara bien (creedme, no era fácil) de Juan Marsé.
El caso es que, después de años sin vernos, quedamos a comer, hará dos meses, con su (nuestra) querida Isabel Oliart. Yo, que sabía por ella lo mal que estaba y fui muerto de miedo, temiendo verlo hecho un despojo, lo encontré, sin embargo, razonablemente saludable y hasta guapo con su gorra de cuadros. Jugamos como siempre a nuestro deporte favorito: estropear España, los amigos, la prensa. Eso sí, adobado todo con la esgrima verbal correspondiente. Incluso brindamos por nosotros y pedimos otra copa como si la obscena pelona nos indultara.
Hoy ya no está y cómo cuesta resignarse. En el periodismo, en la televisión, en la amistad, en los despachos, en los bares, en la vida, brilló con rara elegancia, con fingida indiferencia, con encanto irresistible, sin pisar, sin empujar, sin apabullar a nadie, con una exquisita inteligencia que a menudo embridó por cortesía.
Deja madre y viuda inconsolables y un racimo de hermanos (de sangre y de los otros) que ni siquiera sospechábamos lo amarga que iba a ser la huella de su ausencia. Rosa Montero, para halagar a un cantante que conozco, dijo una vez, piadosamente, que era un cordero disfrazado de lobo. Se lo robo yo ahora para Pablo.
La canción se llamaba Así estoy yo sin ti, hecho mierda, hermano.
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