24 horas con Josep Borrell, en defensa de Europa: “¡Cuidado! Estamos poniendo a una potencia nuclear en aprietos”
‘El País Semanal’ acompaña al alto representante de la Unión Europea para la Política Exterior a reuniones decisivas de la OTAN y de la Unión Europea en busca de una solución al conflicto de Ucrania. Es la persona que tiene que marcar la estrategia de respuesta, civil y militar, de los Veintisiete ante la invasión de Ucrania por Putin.
Jueves 3 de marzo.
Día 8 de la guerra en Ucrania, 18.00
El alto representante de la UE para la Política Exterior, Josep Borrell, se encuentra en el asiento de atrás del coche blindado y ofrece algo similar a un parte de guerra: “La situación no es buena”, dice con un hilo de voz. “El último report que me ha llegado es que Macron ha llamado a Putin, pero ha sido una conversación estéril. Putin está dispuesto a ir hasta el final y a hacer un escarmiento con Ucrania. En estos momentos están bombardeando al estilo de Siria”. Borrell tiene los ojos entornados y el rostro atravesado por el cansancio. Arrastra varias semanas de infarto, desde los últimos intentos de diplomacia con Moscú hasta el despliegue de las sanciones contra Rusia. Acaba de aterrizar en Bruselas después de una visita de dos días a Moldavia, tierra fronteriza con Ucrania, y el tono de su conversación, envuelto en la luz anaranjada del sol de la tarde, resulta sombrío. “En el mundo va a haber una clara disrupción del sistema económico”, augura. “No es solo por la energía, es también la alimentación. Rusia y Ucrania son grandes exportadores de trigo”.
El político catalán, de 74 años, ha accedido a compartir 24 horas de su vida y su trabajo como jefe de la diplomacia europea con El País Semanal. Mientras el vehículo avanza por la ciudad, Borrell repasa su agenda del día siguiente. No hay un hueco libre: tiene cumbre en la OTAN a primera hora, seguida de un encuentro del G-7 y, más tarde, un Consejo de ministros de Exteriores de la UE, con rueda de prensa incluida, además de encuentros con algunos de los líderes occidentales, como el secretario de Estado de EE UU, Antony Blinken, que viaja desde Washington.
Todas las citas tendrán lugar en Bruselas. Esta ciudad, en tiempos de guerra, muestra el frenesí de la capital de un imperio. Las reuniones de alto nivel se suceden una tras otra. Aterrizan y despegan desde sus respectivos países los jefes de Estado y de Gobierno; los ministros de Exteriores, Defensa y Energía. Se toman decisiones históricas, algunas cumbres se prolongan hasta la madrugada. La enorme maquinaria administrativa, con miles de personas de todo el continente a su servicio, funciona a pleno rendimiento para dar forma legal a las directrices políticas. Circulan coches oficiales por las avenidas, escoltados por motos de policía que dejan tras de sí un reguero de sirenas y destellos azules. Puede que nunca se hayan convocado tal número de Consejos extraordinarios en la historia de las instituciones comunitarias, a lo que se suma la actividad ingente de la Alianza Atlántica, cuyo cuartel general se encuentra a las afueras. En esta urbe de 1,2 millones de habitantes, habitualmente fría y anodina en invierno, se mezcla el entusiasmo febril propio de quien deja atrás la pandemia con el estupor ante el desastre bélico de una generación que ha crecido en paz. Es como si el cerebro se hubiera disociado: se respira júbilo y libertad en conciertos multitudinarios, en bares y restaurantes abarrotados, en el retorno de los rostros sin mascarilla, en el jovial cruce de acentos de medio mundo que se despliega en las aceras de Bruselas; mientras, las pantallas de los móviles escupen imágenes de muerte y destrucción en este mismo continente.
Borrell está justo en el epicentro de ese torbellino. Desde que Rusia comenzó a amasar una enorme fuerza militar a las puertas de Ucrania, su presencia parece haberse multiplicado, sobre todo en los instantes decisivos. El jefe de la diplomacia ha atravesado momentos de horas bajas desde que asumió el cargo en 2019 —como aquella visita a Moscú de hace un año, en la que el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, lo arrinconó contra las cuerdas comparando el caso de los independentistas catalanes con el caso Navalni y aprovechando su estancia para expulsar a varios diplomáticos europeos—. Pero ahora su aura es la opuesta: el exministro socialista, curtido en innumerables batallas políticas y el miembro más veterano de entre los 27 del colegio de comisarios europeos, se ha convertido en una de las figuras clave de la contundente respuesta de Occidente a la invasión de Ucrania. Ha coordinado y guiado negociaciones que hace solo unas semanas parecían imposibles en la UE; ha contribuido a forjar un consenso sin precedentes en la política exterior comunitaria; ha propiciado el derribo de viejos tabúes, como financiar y coordinar desde Bruselas el envío de armas “letales” a Kiev; ha desatascado discusiones sobre sanciones de alto voltaje, como desenchufar a una parte de los bancos de Rusia del sistema de pagos interbancarios SWIFT (frente a las reticencias de países como Alemania) o incluir en la lista negra de la UE al presidente de Rusia, Vladímir Putin. Y al mismo Lavrov.
De algún modo, su figura resume la nueva unidad europea que se ha forjado en tiempos de crisis. Su cometido como alto representante consiste en lograr que la UE se proyecte hacia el exterior con una sola voz, tarea hasta ahora casi imposible en la jaula de grillos comunitaria. Borrell, con una larga trayectoria en la Unión Europea, conoce bien los engranajes que mueven la voluntad de las capitales: participó en las negociaciones de adhesión de España, en las discusiones para elaborar la fallida Constitución Europea y fue presidente del Parlamento Europeo, además de acumular una larga carrera como ministro con Felipe González y Pedro Sánchez. Borrell sabe, por ejemplo, que la presión ejercida por el ministro de Exteriores de Ucrania, Dmytro Kuleba, al recordar a los líderes de la UE que tendrían “las manos manchadas de sangre” si no respondían a la agresión de Rusia con sanciones poderosas, fue trascendental para doblegar las reticencias iniciales. “Europa siempre funciona así”, afirma Borrell. “Con países que dicen no, no, no… Hasta que, bajo la presión pública, algunos cambian de opinión, presionan a otros y al final nadie se quiere quedar solo”.
En el plano corto, el jefe de la diplomacia europea maneja una conversación inteligente, repleta de ideas y conceptos estratégicos, y salpicada con algún taco con los que subraya sus palabras. Sobre las sanciones, dice por ejemplo: “¡Cuidado! Estamos poniendo a una potencia nuclear en aprietos. Le hemos congelado sus reservas de divisas”.
Sus argumentos están presentes en todas las crisis que entran en su agenda, un campo minado que va de Malí a Venezuela, pasando por Afganistán, Irán y China, y ante las que a la UE, una potencia eminentemente comercial, le cuesta manifestarse con voz firme. Cuando la Eurocámara le interrogó en 2019 para valorar su nombramiento como alto representante, él dio unas pinceladas de lo que consideraba su misión: “Aprovechando la fuerza de nuestro poder blando, la UE debe utilizar todos los instrumentos disponibles de forma más coherente y estratégica si quiere ser influyente en un mundo cada vez más caracterizado por la competencia entre grandes potencias”.
Dos años después, su discurso se ha vuelto más duro, incluso beligerante. El mundo es otro: la pandemia y sus secuelas han obstruido las cadenas de suministro, ha crecido el aislacionismo, se ha enconado la pugna por los recursos y ha aumentado la ola de autoritarismo; el lenguaje bélico puebla diarios y tertulias, ha estallado una guerra en las fronteras de Europa, se ha roto el equilibrio que sucedió a la Guerra Fría y el continente se enfrenta a la mayor crisis humanitaria desde la II Guerra Mundial.
Mientras la UE busca su sitio en este nuevo contexto global, él ha rumiado algunas respuestas. Justo después de que la UE descerrajara el segundo bloque de represalias contra Rusia (la desconexión del SWIFT, las sanciones personales a Putin y el envío coordinado de armas a Kiev), Borrell acudió al Parlamento Europeo y pronunció en su sede un discurso inusualmente aplaudido para los estándares desapasionados de Bruselas: aseguró que estamos asistiendo al nacimiento de una “Europa geopolítica” llamada a ejercer su “poder duro” en un mundo cada vez más hostil.
“No podemos seguir confiando en que apelar al Estado de derecho y desarrollar relaciones comerciales van a convertir el mundo en un lugar pacífico donde todos evolucionarán hacia la democracia representativa”, dijo en una aparición emotiva que contó con la presencia virtual del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. “Las fuerzas del mal, las fuerzas que pugnan por seguir utilizando la violencia física como una forma de resolver los conflictos, siguen vivas. Y frente a ellas tenemos que demostrar una capacidad de acción mucho más poderosa, mucho más consistente y mucho más unida de lo que hemos sido capaces de hacer hasta ahora”. Habló en español, francés e inglés, y dejando a un lado sus papeles improvisó: “Cuando un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil, nadie puede invocar la resolución pacífica de los conflictos. Nadie puede poner en el mismo pie de igualdad al agredido y al agresor. Y nos acordaremos de aquellos que en este momento solemne no estén a nuestro lado”.
Los eurodiputados socialistas mostraban su entusiasmo después del discurso. “General Borrell”, denominaron a su compañero. Pedro Serrano de Haro, su jefe de gabinete, añade sobre esta intervención: “Sus mejores momentos se dan cuando saca su experiencia política”.
En el interior del Mercedes blindado, de camino a casa, Borrell dice que es hora de que la UE responda una pregunta existencial: ¿qué quiere ser de mayor? “Lo del soft power está muy bien, pero en un mundo como el que vamos a vivir no basta para existir como potencia geopolítica”. En sus propias palabras, uno puede querer ser como una gran Suiza, que no tiene ambiciones geopolíticas, o como una inmensa Cruz Roja, lo cual está bien. Pero “una potencia geopolítica es la que tiene poder de coerción, de doblar el brazo, algo que no se debe entender solamente como fuerza militar: también se puede ejercer mediante el poder civil”. Eso es lo que, en su opinión, ha comenzado a hacer por primera vez la UE desde su fundación.
Borrell tiene, aproximadamente, la misma edad que la paz en Europa, que fue el germen de la Unión: nació en 1947, en Pobla de Segur, un pueblo de unos 3.000 habitantes ubicado en las faldas del Pirineo de Lleida. Su familia regentaba una panadería y cocía el pan en el horno que compró su abuelo tras regresar de la emigración en Argentina. A los nueve años recibió un impacto sobre cuyos efectos reflexiona estos días: la revolución de Hungría en 1956, reprimida por la Unión Soviética. Escuchó aquella noticia en un viejo transistor con el que su tío sintonizaba Radio Pirenaica, una emisora vinculada al exilio republicano. “Me acuerdo de los tanques rusos entrando en Budapest y aplastando aquello”, cuenta. “Y de los líderes húngaros que se llevaron presos a Moscú y condenaron a muerte”.
Su primer recuerdo de la UE (entonces Comunidad Económica Europea) llegó más tarde: a los 17 años se presentó a un concurso de redacciones bajo el título “España ante el Mercado Común Europeo”. Lo ganó y recibió un premio para asistir a un curso en la Universidad Menéndez Pelayo en Santander. Fue su primera beca.
Borrell mira por la ventanilla: el coche atraviesa el corazón de las instituciones europeas y el atasco resulta monumental. “¿Qué pasa hoy?”, pregunta impaciente. El conductor, un tipo robusto y armado, responde que es el embotellamiento habitual. “Pues se me está echando el tiempo encima. No me va a dar tiempo a nada. Pensaba ir al gimnasio, pero me han jodido otra vez”, protesta. “Es que nos pasamos 15 putas horas diarias sentados”.
Esta noche, para hacer algo de ejercicio, saldrá a la calle y caminará de un lado a otro por la acera mientras habla al teléfono con el ministro de Exteriores de Irán sobre un posible acuerdo nuclear que sustituya al que Donald Trump tiró a la basura.
Viernes 4 de marzo.
Día 9 de la guerra en Ucrania, 8.20
Un pastor alemán se acerca al portal del jefe de la diplomacia europea y deja un inmenso excremento. Cuando Borrell abre la puerta, un miembro de su equipo le avisa a tiempo de que lo esquive. El político acarrea una maleta por si al final del día le toca volar a Viena, donde se negocia el pacto nuclear. Se sube al vehículo y arranca una jornada maratoniana de reuniones en los organismos clave del poder de Occidente: la OTAN, el G-7 y la UE.
La vida del alto representante se puede resumir en un sinfín de trayectos en coche, apertura y cierre de puertas, pruebas PCR, cruce de tornos y barreras de seguridad, entrada y salida de edificios administrativos, innumerables mensajes de WhatsApp y llamadas (entre ellas, de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y del departamento comercial de Orange, al que cuelga amablemente), subidas y bajadas en ascensores, pasillos, micrófonos de prensa y una sucesión de briefings que su equipo le va dosificando.
Como nunca sabe cuándo podrá comer, siempre se mete en el bolsillo unas barritas energéticas, que mordisquea cuando el hambre aprieta: hoy será el caso. No probará bocado en toda la mañana —mientras los ministros de Exteriores de la OTAN discuten y rechazan, a puerta cerrada y sin teléfono, la posibilidad de establecer una zona de exclusión aérea en Ucrania— ni tampoco en el posterior encuentro con los ministros de Exteriores del G-7, celebrado también en el cuartel general de la OTAN. Las reuniones son de acceso restringido, pero en los márgenes de ellas se le ve charlar con diferentes líderes: de pronto, por ejemplo, forma un discreto corrillo con Liz Truss, ministra británica de Exteriores; su homóloga alemana, Annalena Baerbock, y la canadiense, Mélanie Joly.
Han pasado las 14.30 cuando abandona la sede de la Alianza Atlántica, un lugar con aspecto de aeropuerto a las afueras de la ciudad. El vehículo enfila el barrio europeo mientras esboza por qué no es buena idea la zona de exclusión aérea: “¿Qué vamos a hacer? ¿Empezar a derribar aviones rusos?”, se pregunta. “Una non-fly zone es un acto de guerra”. Y todo el mundo en Occidente entiende lo que esto implica, especialmente cuando se enfrenta a “una potencia nuclear con ambiciones imperiales”, como define a Rusia este mediodía. El día anterior eligió términos parecidos, pero no iguales: el país, dijo, “es una estación de gasolina y un cuartel con un cohete nuclear”.
En nuestro trayecto también explica cómo algunos cimientos de la UE han comenzado a moverse en materia de defensa y se propaga la idea de que es necesario tener mayor capacidad militar. “Alemania ha dado un gigantesco paso al frente diciendo que va a invertir 100.000 millones de euros en rearmarse. Es una noticia trascendental, que ya no asusta a sus vecinos, sino todo lo contrario”. El proceso de las últimas semanas también ha mostrado hasta qué punto la política exterior de la UE sigue siendo rehén de la unanimidad de sus miembros, generando retrasos y grietas en la toma de decisiones, algo que la UE deberá valorar en el futuro.
Borrell añade que hay algo que no encaja en las cifras de fallecidos que llegan desde Ucrania: “Hay muchos más. Pero nadie se dedica a contarlos ni a contarlo”. A veces, da la sensación de que el alto representante maneja mucha más información de lo que reflejan sus palabras. El coche se adentra finalmente en el recinto del Consejo de la Unión Europea y Borrell suspira: “Bueno, ahora vamos a comernos un sándwich”.
Comida no es sinónimo de calma: este viernes engulle un bagel en el despacho mientras revolotean a su alrededor las cabezas pensantes de su gabinete, ilustrándole con fichas, documentos, resúmenes e ideas. Entre ellos se encuentra Stefano Sannino, secretario general del Servicio Europeo de Acción Exterior, uno de sus más estrechos colaboradores. “Es muy divertido trabajar con él”, confiesa el italiano. “Te estimula mucho para tratar de ir más allá de lo que él llama el deep state. Es un desafío permanente para superar las rígidas estructuras de las instituciones europeas”. Los últimos 15 días a su lado, añade, han resultado agotadores. Ha habido mucha presión. Pero se ha tenido la oportunidad de acelerar procesos. “Medidas que hubiera tomado mucho tiempo decidir han salido adelante en 36 horas”, ilustra Sannino.
La comida dura apenas 10 minutos. Toca salir hacia el siguiente encuentro. El tiempo y el espacio del alto representante es algo que tratan de encajar con precisión milimétrica varias personas de su equipo. Y ya no es solo que midan el momento exacto de encontrarse con el secretario de Estado de EE UU, Blinken. Sino que fijan el lugar mismo del inicio del encuentro, algo que depende de numerosos mensajes de WhatsApp con los que se va ajustando la cita, hasta quedar finalmente en una esquina, junto a los ascensores: se abren las puertas, surge Antony Blinken, se saludan con un choque de puños y caminan por las tripas del edificio hasta surgir como por arte de magia ante los micrófonos de la prensa, justo antes de que comience el Consejo de Exteriores de la UE.
“Gracias, amigo”, dice Blinken cuando Borrell le cede la palabra. “Ambos hemos estado trabajando así durante los últimos meses”, añade el secretario de Estado entrelazando los dedos. “Y esa colaboración, esa asociación, esa amistad, es lo que marca la diferencia”. Según confiesa Borrell, cuando Blinken y él están a solas acostumbran a hablar en francés, como una rémora de otro siglo, porque el estadounidense creció en París y se desenvuelve a la perfección en el idioma.
Poco después, en el interior de una sala colorida, Borrell arranca la sesión del Consejo tocando una campanilla, y esto es apenas el único acceso que se puede tener a una reunión de dos horas a puerta cerrada con varios invitados especiales: están Blinken, la británica Liz Truss, la canadiense Mélanie Joly; el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, y el ministro de Exteriores de Ucrania, Kuleba, conectado por videoconferencia.
Tras el encuentro, a última hora de la tarde, Josep Borrell comparece en una rueda de prensa en la que su voz resuena con el cansancio acumulado de las últimas semanas. Según el recuento hecho por este periódico, desde el 1 de febrero, día en que se recrudeció la situación en Malí y estalló un golpe de Estado en Guinea-Bisáu, proyectando la sombra rusa también en África, el alto representante ha presidido seis Consejos de ministros de Exteriores o Defensa como este (la mayor parte de ellos convocados de forma urgente y extraordinaria, para poner en marcha el zarpazo de las sanciones); ha asistido a al menos cuatro cumbres con los ministros del G-7 (dos presenciales y dos virtuales); ha viajado a Washington para negociar la estrategia energética de Occidente; a la Conferencia de Seguridad de Múnich, para discutir los desafíos globales, además del viaje a Moldavia; ha asistido a cuatro cumbres europeas de jefes de Estado y de Gobierno en Bruselas y París, dos de ellas extraordinarias con la invasión de Rusia en la agenda, y otra celebrada junto a medio centenar de líderes africanos; ha visitado dos veces la sede de la OTAN (y conversado con Stoltenberg); ha comparecido en cuatro debates en el Parlamento Europeo; se ha entrevistado en persona con cerca de una veintena de líderes políticos (desde el presidente de Colombia hasta el de Níger, pasando por el ministro de Exteriores de Arabia Saudí y el secretario general de Naciones Unidas), y ha mantenido conversaciones telefónicas con otros muchos, entre los que destacan el ministro de Exteriores de China, el de Ucrania, numerosos cancilleres europeos, el de Irán y el estadounidense Antony Blinken.
“Hacemos lo que podemos”, reconoce Borrell en su comparecencia. “Pero si alguien piensa que una sanción financiera va a acabar con una guerra mañana es que no sabe de qué está hablando”. La contienda, añade, solo la puede frenar Putin. Hacia las 19.30, cuando concluye el encuentro, aún le queda tiempo para mantener una conversación con un miembro de su equipo desplazado a Viena para negociar el pacto nuclear con Irán. Desde allí tampoco llegan buenas noticias y pospone su viaje a Austria. Con tono oscuro, poco antes de despedirse, resopla: “En Ucrania se está produciendo una masacre”.
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