Lecciones del volcán
Hasta en el hoyo más profundo puede brillar la luz de la esperanza por más que le moleste a algún que otro carroñero.
La erupción del Cumbre Vieja no sólo ha cambiado para siempre la vida de los palmeros y las palmeras, por extensión la de todos los canarios. Yo creo que también ha cambiado la vida de los españoles de cualquier origen.
Hemos pasado semanas enganchados en directo a la perversa belleza de una destrucción radical, mientras experimentábamos la desolación ajena como pocas veces. No creo que exista ni un solo español o española que no se haya preguntado, ¿y qué me llevaría yo en un cuarto de hora? ¿Qué objetos, qué imágenes, qué documentos escogería para resumir lo que ha sido mi vida? ¿Un colchón donde poder dormir me parecería más valioso que la foto de mi primer amor? ¿Las joyas de mi abuela me reconfortarían más que una buena manta para protegerme del frío de la madrugada? Con el tiempo, todos estos dilemas se han ido resolviendo, porque en ninguna casa de La Palma, calculo yo, dejarán ya de estar hechas y preparadas las maletas suficientes, pero la angustia de los primeros días, de las primeras horas, sobrevivirá para siempre en nuestra memoria.
Angustia, dramatismo, tragedia. Ante una catástrofe natural de semejante magnitud, es comprensible que estas sean las palabras que más se han repetido, las que han determinado los enfoques de todas las noticias hasta el punto de distorsionarlas incluso, en una carrera por el morbo que a mí, al menos, en algún momento ha llegado a molestarme. Por eso quiero dedicarles este artículo a Juan y a su esposa.
Los conocí una tarde, en un especial dedicado al volcán. Juan, un señor bronceado, tranquilo, amabilísimo, tiene 90 años. Su mujer, que estaba con él, sólo unos pocos menos. Y la noticia era que esta pareja estaba viviendo en su barco. O, en sus propias palabras, que habían sido tan afortunados que, cuando tuvieron que abandonar su casa, de la que no sabían nada, si seguía en pie o se había derrumbado, pudieron instalarse con la mayor parte de sus enseres en el barco que tenían amarrado en un puerto de la zona segura de la isla. No es un barco grande. De hecho, los bultos ocupaban la mitad de la cubierta, pero dejaban libre la mesa con los bancos que se había convertido en el salón de su casa y, naturalmente, el camarote donde dormían. Aparte de eso, podían dar todos los paseos que quisieran por el pantalán y más allá, al borde del mar o en el pueblo más cercano, y disfrutar de la oferta de los bares y restaurantes del puerto deportivo. ¿Qué me impresionó tanto de su historia?
Juan y su mujer, dos personas ejemplares, no dejaban de recordar en ningún momento a sus vecinos más desafortunados al insistir en la suerte que habían tenido. El problema es que los periodistas que dirigían la entrevista desde Madrid no estaban dispuestos a asumir su punto de vista, como si la serenidad y la alegría de los ancianos les molestara mucho. Soy consciente de que, en parte, era un problema de ignorancia. Quien no conoce a personas que tienen un barco, no pueden imaginar lo que disfrutan los dueños de las embarcaciones viviendo a bordo, aunque estén amarrados en un puerto. Pero me irritó profundamente el intento permanente de buscar dramatismo donde no lo había.
Pero Juan, Juan, le decían, ese barco es muy pequeño, tiene que ser una tortura vivir ahí… El anciano abría mucho los ojos y no contestaba. A ver, Fulanito, insistía la periodista, a ver si Juan nos puede enseñar cuánto mide su barco… Y Juan decía, ¿pues qué va a medir?, lo que se ve, esto, pero aquí estamos estupendamente, hemos salido a navegar muchas veces, hemos pasado muchas noches en alta mar, disfrutándolas mucho…
Así, lo que en apariencia aspira a ser un servicio público, una fuente objetiva de información sobre la realidad, puede acabar convirtiéndose en puro sensacionalismo inmoral. Por esa razón, de todas las lecciones que nos ha dado la erupción del Cumbre Vieja, me quedo con Juan. Con su solidaridad, con su suerte, con su alegría. Con la prueba de que siempre, hasta en el hoyo más descarnado, más profundo, puede brillar la luz de la esperanza para quien la merece, por más que le moleste a algún que otro carroñero profesional.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.