Amparar y callar
Esas memorias se han leído durante décadas sin que nadie señale tal brutalidad. Así se crean esas cegueras sociales que lo permiten todo.
¿Cómo es posible que suceda algo así? Hablo de esa insoportable noticia de hace unas semanas: una sexagenaria francesa fue drogada durante una década hasta la inconsciencia por su esposo, que la ofrecía por internet a desconocidos. Han detenido a 44 hombres entre 24 y 71 años, de todo pelaje y condición: periodistas, bomberos, enfermeros. El marido tiene 68 años y lleva medio siglo con su mujer, con la que tuvo varios hijos. Como el monstruo grababa los encuentros, todo está documentado; los violadores sabían lo que hacían, porque, si la víctima mostraba la menor señal de ir a despertarse, se marchaban. Al enterarse de lo sucedido, la vida de la mujer “se ha derrumbado totalmente”. Qué dolor, pobrecita.
Repito, ¿cómo puede suceder algo así durante 10 años? Lo digo despavorida y atónita, intentando entender el origen de este enorme Mal para poder combatirlo. Recapitulemos: hay hombres capaces de cometer semejante atrocidad con su mujer (y qué mala vida le daría cuando estaba despierta, me supongo); luego hay otros tipejos encantados de participar en unas violaciones repugnantes; y también hay señores que, cuando salió la noticia, y pese a las clamorosas pruebas de la inocencia de la víctima, se apresuraron a comentar que seguro que ella lo sabía. Qué les pasa a algunos hombres en la cabeza. Qué pedazo les falta en el corazón.
Los expertos resaltan que la prevalencia de la violencia sexual en los varones es tremenda; el neurocientífico Eagleman habla en su libro Incógnito de 442.000 agresiones sexuales anuales cometidas por hombres en EE UU y sólo 10.000 por mujeres. Por fortuna, la gran mayoría de los varones no son así, pero las cifras son lo suficientemente elevadas como para comprender que ahí hay un problema. Un conflicto que engorda por las pautas sociales y el prejuicio sexista.
Daré un ejemplo. En el estupendo libro Literatura y psicoanálisis, de Lola López Mondéjar, leo este fragmento de la autobiografía Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. El escritor estaba en Ceilán, en un bungaló sin excusado, con un cubo en el que hacer sus necesidades. Misteriosamente, el cubo aparecía limpio cada mañana. Un día descubrió el secreto: “Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella (…) de la raza tamil, de la casta de los parias (…). Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera (…) y desapareció con su paso de diosa. Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado”. Vaya, qué interesante ese uso eufemístico de la palabra preocupado; suena rara, y más en un hombre tan verboso, cuando en realidad se está refiriendo a un calentón. A partir de ese día, Neruda la llamó “sin resultado” y le dejó regalos, “seda o frutas”, que ella siempre ignoraba, porque pasaba “sin oír ni mirar”.
Derrochando poesía, añade: “Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente”. Qué pecado desdeñar al gran hombre, qué pícara travesura eso de ser una reina indiferente (pero no era reina: era paria, lo más bajo de lo más bajo e indefenso). “Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara (…) se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasibles. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.
No sé qué me da más asco, si la tranquilidad con la que admite la violación, o la insignificante y ornamental alusión a lo despreciable de su acto, o sus florituras líricas, o el hecho de que esas memorias se hayan leído durante décadas, también en los colegios por chicos y chicas, sin que nadie señale tal brutalidad. Así se van creando esas cegueras sociales que lo permiten todo. Cuántas buenas personas, muchas de ellas varones, se habrán sentido incómodas al leer este texto, pero lo habrán dejado pasar sin más, porque formaba parte del orden de las cosas. Simone de Beauvoir tenía razón: el machismo no es un problema de las mujeres. Es un problema de los hombres con las mujeres. Y de la sociedad que ampara y calla.
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