Los últimos de Filipinas
He aquí un instante. La vida está llena de ellos, pero solo unos cuantos merecían ser atravesados por un alfiler para clavarlos en el corcho, a imitación de esas colecciones de insectos de las que yo mismo conservo un conjunto fantástico, compuesto por mariposas, escarabajos, avispas, mariquitas, saltamontes, etcétera: un festival de formas y colores lleno de vida, pese a tanta muerte. El instante disecado por la cámara da testimonio de un momento importante de nuestra historia: aquel en el que el presidente Sánchez declaró el estado de alarma. La alarma ya estaba, pero él certificó su nacimiento y expuso el modo de administrarla. En ello estamos.
De súbito, lo que era central devino periférico. Los vasos, los platos, las servilletas, las botellas, la carta con el menú, en pie y desplegado, que se aprecia sobre la mesa de la derecha… Todos los objetos característicos de un bar parecen restos arqueológicos de una época anterior a la de los hombres que observan la imagen de la tele. ¿Para qué sirve de repente el extintor de incendios, situado en una de las ventanas? Vivimos más preparados para hacer frente a lo que no ocurre que a lo que ocurre. Construimos artefactos ingeniosísimos para las catástrofes que somos capaces de imaginar, pero parece evidente que tenemos poca imaginación para las catástrofes. ¿Cómo no se le ocurrió a nadie, por ejemplo, la del Covid-19, tan previsible en una sociedad globalizada? La calle, tras los cristales, se aprecia vacía porque ya había cundido el miedo al otro. Los parroquianos de la imagen son los últimos de Filipinas.
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