Se momifican con nobleza


A los pies, pobres, que nos prestan tantos servicios, no les hacemos mucho caso. Se encuentran al sur de la geografía corporal, tan lejos del cuadro de mandos del encéfalo que nos da pereza viajar hasta sus confines para charlar con ellos. Solo cuando santa Bárbara truena en forma de juanete, de dedos en forma de garra, de uñas encarnadas o de papilomas plantares, por citar apenas tres o cuatro patologías que les son propias, nos los hacemos ver por el especialista (o la especialista: el genérico, que no llega). Conservo una foto en la que el papa Francisco aparece lavando los pies de 12 presos de acuerdo con el rito tradicional del Jueves Santo. Lo hizo (lo hacen) en imitación de Cristo, porque esa es la mayor muestra de humildad que quepa imaginar. Hay establecimientos en los que te lavan la cabeza, pero no se sabe de ninguno, excepto el Vaticano, en el que te laven los pies. Se entiende, quizá, que lavar la cabeza equivale a ordenar las ideas del cliente. De hecho, cuando te extienden el champú, te dan con la yema de los dedos un masaje que proporciona la ilusión de activar las neuronas.
Las neuronas están muy bien vistas porque allá donde actúan reside también, o eso creemos, la identidad, el yo. Los pies, en cambio, podrían pertenecer a cualquiera, son intercambiables. Sin embargo, cuando te mueres sin que nadie reclame tus restos, te cuelgan los datos de su dedo gordo. Tal es el caso de los pies de la fotografía, que completan un conjunto de cuerpos anónimos en una morgue de Oaxaca, en México. ¿Es solo idea mía o se momifican con una nobleza digna de atención?
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