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¡Fermentad, fermentad malditos! Una moda que ya conocía la tía Asunción

Sonia Pulido

Resulta que se apuntó a ese curso de hacer kimchi, kombucha y kéfir pensando que era lo último, pero nunca le preguntó a la tía Asunción cómo hacía su escabeche. Vivan las modas que duran miles de años.

NO PODEMOS EVITAR arrugar la nariz cuando escuchamos la palabra: fermentación. ¡Qué manía! ¿Por qué este apretón reciente de fermentar a toda costa? Pero dejemos nuestra fobia a las modas de lado por un momento. Porque resulta que nuestras vidas alimenticias llevan siglos marcadas por el fermento en sus muchas variantes: adobos, encurtidos o salazones, ya presentes en el día a día culinario de los romanos, a quienes volvía locos el garum, su popular salsa de vísceras de pescado maceradas. Y lo digo con una copa de vino en la mano en homenaje a Baco y Osiris, dos seres mitológicos que ya conocían los gratos efectos de beber néctar de uvas maceradas. La pulsión adanista que atraviesa estos tiempos nos hace creer que, tras milenios de conservar los alimentos para que no se pudran o para transformar y potenciar sus propiedades, la fermentación es un invento de ayer por la tarde. El deseo de experimentar con estos procesos biotecnológicos ha resurgido con fuerza y ha trepado hasta la alta cocina, aunque aún sorprenda a algunos —o más bien les provoque imitar el gesto característico del protagonista de El grito, de Munch— ver la pera que sirve el chef Andoni Luis Aduriz en el restaurante Mugaritz: recubierta de una barbita algodonosa entre blanquecina y verde, parece totalmente echada a perder.

La tendencia ha acampado entre nosotros a través de los burgueses bohemios, siempre con su intención de marcar estilo, si bien la realidad es que miles de tías Asunción de la península Ibérica y archipiélagos llevan escabechando pollo desde que tenemos uso de razón. Quienes ya vislumbraban en 2012 la fiebre fermentadora actual son los divertidísimos Fred Armisen y Carrie Brownstein, protagonistas de la serie estadounidense de humor Portlandia, donde parodiaban cualquier asomo de tendencia que surgiese en Estados Unidos antes de caer aquí como una ficha más del efecto dominó de la globalización. En su sketchYou Can Pickle That’ (¡Encúrtelo!), sumergían desde huevos duros hasta tacones de aguja en tarros con vinagre o salmuera. Sí, en la salmuera de toda la vida en la que se curan las aceitunas.

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“Toda cocina es transformación, pero la fermentación es la más milagrosa de ellas”, opina Michael Pollan, el divulgador científico estadounidense, que resume de este modo la esencia del proceso: “La fermentación es un fuego frío que transforma las cosas”. Y es así porque no implica ni brasas, ni horno, ni agua en ebullición: son los hongos y las bacterias los que hacen el trabajo. No sé si en las clases de biología todavía se destripan mejillones o se hacen germinar alubias en un algodón, pero resultaría más práctico enseñar a encurtir, porque a pesar de que nunca le preguntáramos a la tía Asunción cómo hacía su escabeche, ahora no dudamos en hacer cursos de kimchi y kombucha a precios desorbitantes. Confieso que yo también me apunté a uno.

Si alguien desea permanecer hasta el fin de sus días refugiado dentro del menú infantil de las bodas, allá ellos —las croquetas de jamón y los macarrones a la boloñesa hacen mucho bien al alma, no lo dudo—, pero en la vida adulta el paladar ha de ser algo más aventurero, y justamente los fermentistas, que abundan y se agrupan bajo este nombre, lo son. Especialmente porque se dan cuenta de que lo que comemos a menudo está vivo y, por tanto, colea. El microscopio no engaña y nos muestra la constante actividad de las cepas de probióticos que trabajan incansables por nuestro bienestar, todos a uno. Además, los fermentistas no ven problemático aceptar que en nuestras neveras o alacenas esos seres diminutos se están reproduciendo, aunque sea de modo muy discreto.

Hablando de reproducción, parece normal que en una época en la que la natalidad ha caído en picado, la elaboración de productos fermentados en casa cobre popularidad. Al encontrarse a medio camino entre el alimento y la mascota, en esta segunda faceta suya los fermentos necesitan de nuestros cuidados. Sirva como ejemplo el kéfir, esa vaquita con pinta de coliflor que produce lactobacilos. El acuerdo tácito entre los gránulos de kéfir y su dueño viene a ser este: “Yo te doy mi yogur de autor si tú me alimentas con leche entera casi a diario”. Si lo filtramos con mimo (lo que equivaldría a cambiarle los pañales pero en versión más higiénica), la criatura nos dará su fruto: un líquido del espectro del yogur de una acidez extrema y algo carbonatada que en un principio me hizo albergar serias dudas sobre la frescura del producto. Tras una consultita a san Google, aprendí que los nódulos de kéfir son una pequeña fábrica portátil capaz de generar una bebida levemente alcohólica, lo mismo que le ocurre al té kombucha, invadido por colonias de microorganismos, que se ha convertido en el purgante más característico del capitalismo posindustrial.

Otra posible hipótesis que nos ayudará a entender el boom de la fermentación es el abandono de las prácticas religiosas, pero su necesidad de recrearlas artificialmente. Pensemos en el sacrificio, que, implícito en muchos catecismos como actitud deseable, ha quedado totalmente descatalogado de nuestro repertorio de conductas, de ahí que sustituirlo por la ingesta de productos de sabores poco agradables pero beneficiosos para nuestro equilibrio físico y mental —léase kombucha— sirva como sucedáneo laico.

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