El epicentro de la injusticia
Una película excepcional, Hamada, cuenta la vida de los jóvenes nacidos en los campamentos del éxodo saharaui y rompe el bloqueo informativo
ME LLEGA un interesante recado sobre la ética periodística: “Si una persona dice que llueve y otra dice que no, tu trabajo como periodista no es darle la razón a ambas. Es abrir la jodida ventana y ver si está lloviendo”. Lo agradezco. Pero busco el matiz. La verdad está, muchas veces, en lo que no puede verse. Hay ventanas que no pueden abrirse. Por ejemplo, hoy día, desde España, la ventana del Sáhara.
La primera vez que estuve allí, en la diáspora de Tinduf, me llamaron la atención aquellas construcciones de forma circular, no demasiado apartadas de las casas. Ruinas del futuro. Corrales de cabras levantados con chatarra. Los animales se acercaron. Husmeaban ansiosas por los huecos de la herrumbre. Busqué alrededor. No había nada, ni un troncho de nostalgia que ofrecerles. Pero las cabras, impacientes, estaban interesadas en algo. Lo único que yo llevaba conmigo era un periódico doblado bajo el brazo. Por probar, le ofrecí a la cabra más vanguardista un trozo de prensa. Lo disputaron. Lo relamían. Al principio, iba despacio, con mala conciencia. Pero las cabras devoraban las noticias con un entusiasmo que los lectores humanos habían perdido. Cómo saboreaban los grandes titulares. Y las páginas salmón de economía. Y la política internacional. Creo que disfrutaron mucho con los obituarios culturales. Es lo que tiene la cultura, que sabe mejor cuando está de pompas fúnebres.
Allí se quedó entero el periódico. Recuerdo aquel festín de las cabras, ahora que el Sáhara Occidental, la tierra ocupada por el Estado invasor marroquí, y también el territorio liberado en la hamada, ha desaparecido de los grandes medios informativos. Se lo han comido.
Voy a abrir la ventana a ver si tengo suerte y puedo contar lo que vi, lo que veo.
Lo primero es el golpe de calor.
Hay días en que el calor deambula como un asesino y solo puedes vivir mimetizado en sombra. De estar en el infierno, tendría que ir por una manta para abrigarme.
Tanta literatura de ciencia-ficción, y he aquí un planeta desconocido en el planeta Tierra. Si ahora mismo aterrizase allí una nave espacial de la Nasa, los tripulantes lo vivirían como una alucinación, donde la gente atesora sombra y habla sin parar del mar. Un niño, con el ingenio del Principito, señala con el índice: “¿El mar? ¡Está ahí al lado, hombre!”. Nunca lo ha visto, nunca se ha bañado en él. Entre el mar y el muchacho hay un muro infranqueable de 2.720 kilómetros de longitud. Pero él lo siente, al mar. Se ríe a carcajadas, y da una voltereta en la arena, jugando con las olas.
El pequeño planeta se posó en la hamada, que significa a la vez desierto y vacío. Laboriosamente, hicieron del deslugar un lugar de lugares. Reprodujeron en lo inhabitable la cartografía de una matria.
El Sáhara del Éxodo, ese planeta republicano de los campamentos de Tinduf, habitado al menos por 150.000 personas, familias con ciudadanía española según el censo de 1974, resiste desde hace 45 años. Resistió la persecución del invasor marroquí, los bombardeos de fósforo. Y resiste desde 1991, año en que se acordó la paz para la celebración de un referéndum, auspiciado por las Naciones Unidas, como derecho en el proceso de descolonización, y saboteado por el reino de Marruecos. Porque el Sáhara es uno de los escasos lugares no oficialmente descolonizados en el mundo. Oigan, bien, disculpen, perdonen, no me linchen, el Sáhara continúa siendo, según el derecho internacional, territorio bajo tutela española. Voy a reprimirme, no quiero dejar en ridículo a los aguerridos políticos que hablan del peligro “moro”. Pero ¿por qué no dicen nada de los españoles saharianos condenados a marchitarse en el epicentro de la injusticia?
Levanto la ventana y lo que veo es que ese epicentro de la injusticia es un vivero de esperanza. Pese al bloqueo informativo, esta temporada podemos ver un filme excepcional, Hamada, dirigido por un emigrante cineasta gallego, Eloy Domínguez, con producción sueca, que cuenta la vida de jóvenes nacidos en esa cartografía del éxodo, donde se levantaron escuelas, donde se aprende y estudian los idiomas hasanía y español. Lo admirable de este filme, el asombro que causa, es el humor. La protagonista es una muchacha saharaui que quiere aprender a conducir en un lugar donde no se va a ninguna parte. Y el protagonista, un joven que quiere ser combatiente, pero que emigra para ayudar a su madre gravemente enferma.
—¿Qué día es hoy?
—El mismo que ayer.
Es un diálogo que mantiene una pareja de muchachos saharauis en Hamada. Abro la ventana, decidme: ¿Es hoy el mismo día que ayer? ¿No hay nadie capaz de mover el calendario?
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