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Palos de Ciego
Columna
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El diablo en el Vaticano

Javier Cercas

Mi amigo Philippe Sands, jurista británico, lleva años persiguiendo el rastro de un asesino nazi llamado Otto Wächter, que falleció en un hospital en Roma.

LA EMBAJADA española en el Vaticano me invita a dar una charla y acepto al instante. Primero porque, como ya habré contado en esta columna a ratos tan parecida a un confesonario, gracias a Dios soy ateo (como Buñuel), y gracias a los Maristas, anticlerical (como cualquier exalumno de los Maristas), de modo que siento un interés inagotable por el catolicismo en general y el Vaticano en particular. Segundo, porque me prometen una visita a la Capilla Sixtina, donde nunca he entrado, disuadido por las colas perpetuas de turistas. Y tercero, porque la charla consiste en un diálogo con un hombre aureolado por una sólida reputación de sabio, a quien debemos más de 150 libros: el cardenal Ravasi. Para colmo, mi amigo Philippe Sands, jurista británico especializado en derechos humanos y autor de un gran libro, Calle Este-Oeste, lleva años persiguiendo el rastro de un asesino en masa nazi llamado Otto Wächter y tratando sin éxito de entrar en la sala de un hospital del Vaticano o vinculado al Vaticano donde falleció, y Gerardo Fueyo, de la embajada, nos promete hacer lo posible para que podamos visitarla.

En Roma me alojo en el Palazzo di Spagna, donde habita (me advierten) Fray Piccolo, uno de los fantasmas más antiguos de la ciudad, y donde se alojaron Velázquez, Casanova o Jackie Kennedy. En la charla hago un par de revelaciones teológicas (tipo “comparada con la fe de mi madre, la del papa Francisco es un tanto dubitativa”), de las que nadie se ríe salvo el cardenal; también explico que mi vocación literaria nace en gran parte de un desarraigo espiritual, o simplemente religioso, porque a los 14 años, por culpa de un empacho prematuro de don Miguel de Unamuno iniciado con la lectura de San Manuel Bueno, mártir, perdí la fe, dejé de ser un chico estupendo y empecé a fumar y a beber para sumergirme en una desdichada etapa de confusión mental de la que todavía no he salido. Por su parte, el cardenal, que resulta ser un hombre de lo más agradable, pronuncia un discurso deslumbrante, empedrado de citas en todas las lenguas herméticas de los libros sagrados, en el que describe las dudas, angustias y perplejidades de la fe, un discurso tan persuasivo que al final, un poco ansioso, le pregunto si puedo seguir envidiando a mi madre tanto como la envidio y ella puede quedarse tranquila y seguir creyendo que existen la resurrección de los muertos y la vida eterna; el cardenal asiente, sonriendo. Aquella noche, mientras duermo, no se me aparece el fantasma de Fray Piccolo, pero sí los de mi madre y los de varios hermanos maristas —­el hermano Cecilio, el hermano Egberto, el hermano Gaudencio—, que me persiguen a puntapiés por mi suntuoso dormitorio, gritándome que me estoy portando peor que el mismísimo Casanova y preguntándome si no me da vergüenza haber ido a la Santa Sede sólo para contar chistecitos sacrílegos, con lo bueno y obediente que era yo. A la mañana siguiente paso 20 minutos sentado en la Capilla Sixtina, con Philippe y Gerardo, tan abrumado por los frescos sagrados de Miguel Ángel que por un instante pienso que estoy a punto de convertirme; luego pienso que, si no me convierto ahora, ya no me convierto nunca; luego pienso que, si le digo a mi madre que me he convertido, fallece de alegría en el acto. Entonces, a mi lado, Philippe suelta un sacrilegio no indigno de La vida de Brian: “¿Dónde crees tú que podrá comprarse este papel pintado?”.

Así que no me convierto y nos dirigimos al hospital del Santo Spirito, al parecer el más antiguo de Roma, donde, gracias a la doctora Patrizia Ricca, conseguimos entrar en la sala en la que Otto Wächter murió un 14 de julio de hace 70 años, protegido de sus innumerables enemigos por el obispo austriaco Alois Hudal. Se trata de una sala que está en obras desde hace mucho —por eso mi amigo no había conseguido entrar en ella—, la Sala Baglivi, un larguísimo rectángulo renacentista de techos vertiginosos, con una hermosa capilla en el centro, un lugar deslumbrante por el que paseamos mientras Philippe murmura palabras abstrusas, como un exorcista que acaba de encontrar al diablo. O como un escritor que acaba de dar con el final de su libro.

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