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Un periplo patético hacia una novela increíble: cómo un veinteañero madrileño encontró su voz literaria gracias a José Luis Cuerda, James Joyce y su gato

Diego Garrido recaló en la literatura tras pasar por los videojuegos (jugarlos) y el cine (no lograr hacerlo) y su primera novela es un asombroso éxito de crítica

Diego Garrido en su casa de Madrid
Diego Garrido en su casa de MadridRay García
Tom C. Avendaño

Lucky murió, por si fuera poco. Era un gato negro y tenía 13 años. Su dueño, un veinteañero inexperto ante la muerte llamado Diego Garrido, hoy más conocido como el autor de Libro de los días de Stanislaus Joyce (Anagrama), la novela española más increíble —en todos los sentidos— de los últimos tiempos, intentó salvarlo desesperadamente. De un veterinario a otro, una prueba a otra, un diagnóstico otro, así durante un año. “Me sajaron 5.000 euros, que era todo lo que tenía. Horrible. Pero es la única cosa que ha dependido de mí, ¿sabes? Yo siempre he sido el hermano pequeño. ¿Algo malo ocurre? Miro a mi hermano a ver qué cara pone, a ver si es bueno o malo. Pero mi gato era él mirándome a mí, diciendo: ‘¿Me vas a salvar o no?’. Hostia, no lo sé. Pues me arruiné, lo llevé a todos lados y, cuando ya no tenía yo más dinero, me dijeron: ‘Llévatelo”.

Y así Lucky murió. Por si fuera poco.

Entonces, en 2021, Diego Garrido (Madrid, 27 años) llevaba demasiado tiempo dando tumbos de una profesión a otra —“Quería ser un artista pero no se me estaba dando bien”—, buscando una forma en que volcar una sensiblidad que él juraría que llevaba dentro, sin dar con una. Él es ese tipo de cabeza obsesiva y mitologizante capaz de encontrar la muerte de Lucky, un deceso achacable a la vejez sin mayor misterio, la encarnación de todo un credo. “Lucky era mi infancia, literalmente. No solo se muere tu gato, se muere un tiempo entero que se va con él”, cuenta. Aún conserva el rascador del animal bajo una pila de libros en el abigarrado dormitorio del piso que comparte en Madrid.

“Ahora no me sale tener otro gato. Una cosa que me pone triste es ver cómo la gente parece olvidar cosas que ha querido tanto. A la vez tienes que vivir, evidentemente, y además, estamos hablando de un gato, que estará sonando esto ridículo, pero no sé. En literatura, lo que más me emociona es el paso del tiempo y cómo la gente olvida cosas que parecen inolvidables”. Cómo no dejar que el tiempo se escape. Él lo llama cronofobia, “un mal que me he medio inventado, el miedo al paso del tiempo”. Lo suyo.

Garrido es un hombre de pelo rizado, complexión proustiana y, entre otros rasgos que lo distancian del presente y de su franja de edad, tiene perilla de mosquetero y una ironía seca —que él achaca a haber leído mucho a Josep Pla—, con la que disimula su profunda erudición. En el confinamiento, empezó a traducir textos de James Joyce porque sí, por obedecer otra de las inexcrutables exhortaciones de su alma. Mandó esos textos a varias editoriales y una de ellas, Páginas de Espuma, acabó publicándolos y encargándole alguna traducción más: Cuentos y prosas breves y los dos volúmenes de Cartas. También tradujo Stephen Hero, de Joyce, para Firmamento y algunos sermones de Laurence Sterne. En 2024, llegó Libro de los días de Stanislaus Joyce, un falso diario de lo que hace el hermano pequeño (y obsesivo y mitologizante) de James Joyce mientras este empieza a escribir alta literatura. El hermano mayor de Diego, por cierto, es Arturo Garrido, un codiciado escultor en alza.

Ejemplares de sus traducciones de obras inéditas en castellano de James Joyce. El dibujo de la portada es de su hermano mayor, el artista Arturo Garrido.
Ejemplares de sus traducciones de obras inéditas en castellano de James Joyce. El dibujo de la portada es de su hermano mayor, el artista Arturo Garrido.Ray García

—Ahora que ha publicado un libro, ¿le podemos llamar escritor?

—Intento de escritor.

—Hombre, ha publicado en Anagrama.

—Va a sonar a discurso de modestia, pero lo veo todo muy relativo. En unos años nadie se acuerda de lo que has hecho. Ahora tengo la obsesión de la literatura y todo está enfocado a la creación, el hecho de traducir para ganarme la vida, el hecho de leer, todo esto está enfocado a lo que pueda o no escribir yo.

—Esa obsesión vendrá de algún lado.

—¿Qué hago con el hecho de estar vivo y seguir viviendo? Siento que se contraen deudas con las cosas que ocurren y hasta que no intentes hacer algo con ellas las siento casi traicionadas. Siento un gran desamor. Cuando siento algo intensamente siento que tengo que hacer algo con eso para tratar de congelarlo.

—¿Por ejemplo?

—Mi abuela tuvo un amor trágico de juventud. A su novio le atropelló un tren y ella se quedó toda la vida, incluso cuando tenía Alzheimer y no se acordaba de nada, con el nombre de este chico clavado en la cabeza. Me da pena pensar, y es bastante absurdo, que ese amor muere con ella [falleció en 2022]. Que ella igual ha sentido cosas más fuertes que Joyce pero Joyce ha sabido escribir un cuentito y ha hecho ese sentimiento algo de todos mientras mi abuela se lo lleva a la tumba. Veo un quiebre entre sentir cosas muy fuertes y su expresión; lo primero no le importa a nadie: a la gente solo le importa que las expreses estéticamente bien, es decir, que les permitas hacer suyas esas cosas. Un sueño no importa nada, pero si lo has expresado estéticamente bien, es decir, has hecho que ese sentimiento sea compartido por los otros, parece que vale algo. ¿Dónde queda el original?

Antes de esto, Diego Garrido tampoco tenía tan claro que lo suyo sería escribir. Aunque en realidad, su vida antes de la escritura había sido más bien un periplo de fracasos, que él reconstruye con un gusto palpable, como si fuera un viaje del héroe pero de esos héroes superfluos de la literatura rusa, alguien que transita varios espacios modificándolos más bien poco, en busca del sentido del mundo, pero su mundo interior. El exterior, en todo caso, se verá después.

“He pasado unas tres grandes obsesiones”, anuncia. Los libros son solo la última. “Se curan como el sarampión. Y es como el amor: hasta que no llega otro enamoramiento, no me olvido del anterior. Soy bastante monoteísta”. Primero fueron los videojuegos, que le pillaron bien de pequeño, en un piso familiar por el Retiro a principios de los dosmiles, donde él le robaba la Game Boy a su hermano mayor, Arturo.

“Voy a quedar como un enfermo, pero me escondía en los armarios a los tres años para seguir jugando”, admite. “Me llegó a dar tendinitis. Mi madre me racionaba bastante la consola. Una vez, como me había prohibido la Play, para retarla, estuve horas como fingiendo que jugaba, con las manos como si sostuvieran el mando. ‘¡No necesito la Play! ¡Lo estoy viendo! Me duró bastante, los videojuegos”.

“Luego mi tío, hermano de mi madre, un ser muy excéntrico que se había ido a hacer la Revolución Sandinista a Nicaragua, me descubrió el cine”, prosigue. “Empezamos con 2001. A partir de ahí me dediqué a ver películas. Mi gran obsesión, que mantengo hoy en día, fue Víctor Erice. El director que más me tocó la patata. Empecé a ir a sus cursos, a todo. Ya que sigue vivo...”. Todavía hoy mantiene su amistad con el director de El sur.

“Intenté hacer una película durante tres años, de 2015 a 2018, una cosa de terror [sobre un hermano mayor] que rodábamos los fines de semana en la Sierra”, continúa la epopeya. “El proceso fue para grabar un documental. Por ese rodaje pasó media España. Claro, yo no pagaba, la gente se iba y cada fin de semana venía un equipo casi totalmente nuevo. Acabé poniendo carteles por la calle: ‘Se busca gente para una película’. Así acabé conociendo a mi mejor amigo, por cierto”.

“Un día le mandé un correo a José Luis Cuerda. ‘Estoy haciendo una película’, le dije así como amablemente. Y él, y esto dice mucho de su carácter, dijo: ‘Voy a tu casa a verla’. Marcamos un día, le dije a mis padres que se fueran, que venía un amigo, como cuando viene una novia o algo. Vio la peli y dijo: ‘Esto es una puta mierda. Deja ahora mismo la carrera [Audiovisuales y Periodismo en la Rey Juan Carlos I] y métete en la Escuela de Cine de Madrid”.

Lo hizo. No lo recuerda como un acierto. “Te puedes imaginar: todos no solo artistas sino genios. Una jaula de grillos”.

Pero la experiencia del cine le llevó a los libros: “Los rodajes, con tanta gente, son, pues eso, un caos. La literatura pues estabas solito ahí en tu cuarto. Empecé a escribir un diario en 2020, por practicar un poco para ver cómo se me daba eso de escribir. Y como me había gustado el diario de Stainslaus [está publicado el del hermano real del James Joyce real], al final decidí escribir un diario fingiendo que yo era Stainslaus”.

—¿Por qué Stanislaus?

—Históricamente los personajes fracasados tiran más, ¿no? Te tocan más el corazoncito. Don Quijote te cae mejor que el Bachiller Carrasco.

—¿Y por qué Joyce?

—Joyce nunca ha llegado a ocupar una obsesión. Leí El retrato del artista, que anima mucho a la gente que tiene una vocación pero todavía no tiene nada con que demostrarla, pero no quiero que se me encajone con él porque hay escritores que me gustan mucho más. A mí me gusta una literatura comprensible y Joyce es la oscuridad por antonomasia, los juegos formales por antonomasia. A Joyce hay que abandonarlo rápido. Incluso Faulkner, que es un seguidor de Joyce, me parece que llega menos lejos. Déjate de monólogos interiores, déjate de fragmentar el tiempo y los espacios.

Para la gente capaz de entrar en su marciana propuesta, Libro de los días de Stanislaus Joyce ha sido uno de los lanzamientos del últimos años. Un juego de erudición y sarcasmo intachablemente documentado y escrito. Babelia lo llamó “una joya”. También “la novela menos comercial del año”.

El libro empieza con una pregunta. La pregunta, para Stanislaus y para Garrido, la que le había llevado de un rodaje en la Sierra a la Escuela de Cine y de ahí a traducir a Joyce confinado y sentir, en todo esto tiempo, que tenía algo que decir que no estaba diciendo. La que le sobrevenía en momentos como la muerte de su gato.

“De qué me sirve pensar tanto si no tengo el talento ni la inteligencia necesarios para comunicar mi pensamiento“.

Garrido está acabando una segunda novela, con la que espera pasar de excéntrica promesa a autor con imaginario propio. “Me sorprende que la gente sea pueda sentir grandísimas cosas y no tenga la necesidad de compartirlas. Por ejemplo: se me ha muerto el gato. Pues habría que escribir una tetralogía sobre esto para que se vea no le he olvidado, ¿no? ¿Muere mi gato y a la semana tengo otro gato y ya está? No. Soy un momificador raro. Le hago la taxidermia a las cosas que amo”.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.
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