Superfluo
"MURIÉNDOME, DEJO de ser superfluo...", confiesa el día de su muerte Chulkaturin, el héroe, o, habría que decir mejor, el antihéroe, que protagoniza la novela Diario de un hombre superfluo (KRK), del escritor ruso Iván Turguénev (1818-1883), sin duda uno de los mejores de la gran literatura rusa de la época contemporánea. De origen noble, con una hacienda modesta, pero suficientemente rentable, y buena formación, ¿qué es lo que le hacía sentirse superfluo al joven Chulkaturin, hijo único de una mujer escrupulosa y, a todas luces, roma, y de un padre manirroto y simpático, cuyas presumibles mutuas desavenencias personales estuvieron siempre sepultadas en un orden doméstico de conveniencia?
Según nos adentramos en la lectura de su Diario, vamos descubriendo que la superfluidad de Chulkaturin no tiene, en principio, ninguna causa razonable, ni física, ni psicológica, ni económica, ni social, ni moral. Tampoco de índole existencial, porque, en realidad, no sufre ninguna contrariedad, salvo la muy poco convincente de un desengaño amoroso, que, en el fondo, no es tal, porque el objeto de su deseo, una adolescente provinciana sin otra cualidad que la de su frescura vital, no llega a enterarse sino muy tarde de que ha producido los desvelos eróticos del malhadado amante. En resumen: como el propio Chulkaturin nos informa se considera superfluo porque sí.
Pensando nosotros por nuestra cuenta, es cierto que podemos hallar razones históricas y sociológicas para tratar de explicar esa sensación de superfluidad que padece el pobre Chulkaturin, que son lógicamente aplicables a su creador, Turguénev: la de la irrupción de una generación de intelectuales rusos hacia el ecuador del siglo XIX, que no encontraban asiento material, ni espiritual, en la autocrática Rusia de ese momento. Comprobando que, antes y después de la publicación del Diario de un hombre superfluo (1850), se prodigaron en la literatura rusa prototipos de, por una razón u otra, jóvenes cultivados que no sabían qué hacer con su vida y que, por tanto, la dilapidaban, cabe agarrarse a esta explicación sociohistórica. Sin embargo, no sólo los encontramos también en otros ámbitos literarios de países contemporáneos muy alejados, en todos los sentidos, de Rusia, sino esgrimiendo parecidas razones que las de Chulkaturin: el aburrimiento, la acedía, la anomia, el sinsentido, el absurdo, todas ellas cortadas por el mismo patrón de sentirse existencialmente de más; o sea: la de seres humanos que se consideran superfluos.
Remontando más el vuelo, es verdad que sociológicamente aún podríamos encontrar otras justificaciones para explicar este sentimiento negativo, tan extendido en la sociedad burguesa contemporánea. No obstante, teniendo en cuenta que el spleen, el término mágico que se cronificó para describirlo en Europa, se convirtió asimismo en el fundamento estético del arte, atosigado por ser una sucesión de novedades sin mayor trascendencia, no creo que podamos liquidar la cuestión sin abordarla desde la perspectiva de que el paradójico prestigio social que tiene en nuestra época el arte sea debido precisamente a su superfluidad o su superfluidez.
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