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Don Miguel de Unamuno, cuarenta años después

Quizá los cuarenta años que ahora se han cumplido de la muerte de don Miguel de Unamuno, debieran ser ante todo un tema de meditación sobre España. Con el nombre de España en los labios murió, en efecto, don Miguel, el 31 de diciembre de 1936, y sobre España ha dicho y escrito muchas de las cosas esenciales que hay que decir sobre ella. España fue su gran obsesión durante su vida y puede decirse que murió, al ver echarse sobre ella la sombra de Caín, pero no cabe duda de que Unamuno significa todavía mucho más desde un punto de vista religioso.El plano existencial y agónico en que él vivió su drama de fe y de increencia está un poco o un mucho lejano de nuestra sensibilidad, aunque, si nos referimos al catolicismo español, habría que decir que nunca ha estado vigente entre nosotros, porque entre nosotros la fe ha sido eminencialmente sociológica y política, y no vividura personal, apuesta existencial. Desde algún tiempo a esta parte, por lo demás, ha estado de moda en los estudios unamunianos, pronunciándose doctoralmente sobre la religiosidad unamuniana, acusándola de histrionismo y postura llamativa, pero esto quizá sólo demuestre una incapacidad de comprensión de lo que es la radicalidad religiosa, exactamente como según el propio Unamuno poseía, una total incapacidad de comprensión de la mística Menéndez, Pelayo cuando afirmaba que la mística era un genero literario. Y, desde luego, podrían incluirse en el número de las curiosidades eruditas las hipótesis que se manejan en ultimísimos estudios literarios acerca de la fuente de inspiración de «San Manuel Bueno», puesto que es la evidencia misma que en esa obra Unamuno no hace sino recrear uno de tantos dramas de fe-increencia a que dio lugar el movimiento teológico modernista. El cura don Manuel, su protagonista, ya no es un pascaliano ni un kierkegaardiano, como el autor del libro, sino un modernista en secreto que no da lugar a ningún caso célebre y aparenta una fe que no tiene para mantener en el calor de la fe a un pueblo que a sus Ojos no puede sostenerse en la atroz verdad desnuda de la increencia, exactamente como Joseph Turmel, por ejemplo, seguiría vistiendo la sotana entre otras razones para no causar un dolor insufrible a sus deudos y no tener problemas con el casero. Dígase lo que se quiera entonces, «San Manuel Bueno» es la menos unamuniana de las obras de Unamuno, y en ella el cristianismo no es agonía: ha muerto, sencillamente.

Unamuno difícilmente podía ser comprendido por la Iglesia española de su tiempo, y probablemente hoy se prefieran testigos menos «energuménicos» y «papillas» menos resueltamente religiosas, más «democráticas» y «socializantes». Al propio Unamuno no le extrañaría la cosa en absoluto: se percató perfectamente de que para distraer a las jóvenes generaciones católicas o por lo menos a los jóvenes clérigos de los problemas de base respecto a la fe que planteaba el modernismo teológico se les presentaba el activismo socio-político de un Ketteler, por ejemplo, como en los colegios católicos de otro tiempo al menos se potenciaba el deporte para evitar la curiosidad o la preocupación por el sexo. Unamuno llamaba a ese tejemaneje socio-político-religioso la lucha por el reinado social del Sagrado Corazón, y, por activa y por pasiva, se dedicó a predicar que las revoluciones de este mundo, incluso las más justas, no eran tarea del cristianismo, y, como ha visto muy bien Paulino Garagorri, se escandalizaría muy mucho de esta especie de asunción de la revolución e incluso del marxismo que tiene gran fascinación para muchos cristianos y clérigos de hoy y que parece que iría mucho más allá que la asunción que del aristotelismo hizo Tomás de Aquino en el siglo XIII.

Evidentemente, tendríamos que hacer muchas matizaciones a esa postura unamuniana, pero no puede dejar de reconocerse que, en esencia, es la justa y que resulta tan obvia como que el mundo, si es que espera algo de la Iglesia, espere que esa Iglesia le hable de Godot y no de técnicas de liberación política y sexual, que este mundo sabe muy bien cómo procurárselas a sí mismo.

Cuando Unamuno publicó su «Agonía del cristianismo», envió el libro a Jacques Maritain y éste le escribió una carta, inédita hasta ahora, bastante incomprensiva para el rector de Salamanca. Maritain está muy lejos de Pascal y no quiere oír hablar de una fe agónica, esto es, en lucha. «La verdadera agonía -le escribe a Unamuno-no es la de una fe que duda (concepto absurdo), sino la de una fe que vence al mundo porque no duda... Quizá un trapense de Dueñas muere en este momento, para obtener su conversión». Pero, vistas las cosas con la perspectiva que nos dan setenta años que van desde esta carta, tendríamos que apostillar más bien a Maritain que a Unamulo, y esto para decir, por ejemplo, con Pierre Boisdefre, que posiblemente todo el problema del catolicismo de ahora mismo está en que ha leído y ha asimilado más a Maritain que a Dostoievski o, podríamos decir, a Unamuno. Es decir que, tras el Vaticano II, en cuyas declaraciones sobre la Iglesia y el mundo moderno ha habido una gran impronta mariteniana, muy necesaria, y positiva, por lo demás, se ha dado, sin embargo, un excesivo sociologismo y una cierta preterición de los problemas últimos. Para convencerse de ello, quizás ,sólo sea preciso y suficiente pensar que el fenómeno mismo tan aparentemente espiritualista como el del «caso Lefèbvre» es sólo un siniestro resurgir del "maurrasismo" contra la actual postura de la Iglesia en el plano socio-político, no tan decidida mente partidaria de seguir siendo una garantizadora del orden social y de la moral estrictamente conservadora.

Desde otro punto de vista, en fin, Unamuno fue el gran adelantado de un «cristianismo civil » como él decía para señalar un modo de vivir la fe cristiana al margen de los esquemas clericales, y, sin duda alguna, él fue un heterodoxo, pero eso no impide en absoluto que, al menos en estos aspectos que he señalado, no dijera verdades muy precisadas de recordación, precisamente, ahora, en estos instantes, cuarenta años después de su muerte.

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