Comer cosas raras
Más allá del debate sobre lo que reconocemos como comestible, el aprendizaje social expone una realidad: un producto no necesita estar “bueno” para gustarnos. Ahí están el café o las torrijas para demostrarlo
Decir en un restaurante que no se desea “comer cosas raras” sería algo anecdótico si no fuese por la cara que suele dedicarle al maître quien enuncia este propósito. Lo que llama la atención no es tanto el hecho de que muchas personas se resistan a probar alimentos desconocidos, gesto íntimo, lícito y cargado de razones de todo tipo, sino la connotación peyorativa con la que se reviste la expresión. Fuera de las costumbres adheridas culturalmente, la curiosidad por explorar cosas nuevas y la resistencia a ingerir algo irreconocible fuerzan un pulso ancestral conocido como “la paradoja del omnívoro”. El sociólogo y antropólogo francés Claude Fischler sostiene que desde el punto de vista evolutivo el ser humano se ve por un lado impulsado a diversificar la dieta para adaptarse a los cambios, mientras por otro siente que tiene que actuar con prudencia y recelar de lo desconocido. Vamos, que somos equilibristas vocacionales pero con vértigo, hecho que vaporiza una intrigante esquizofrenia sobre la manera que tenemos de acercarnos a la comida.
¿Qué pasaría si dijéramos que uno de los platos más exitosos de la cocina española se compone del embrión de un ave galliforme procedente del sureste asiático y de los tubérculos de una planta perteneciente a la familia de las solanáceas, que llegó a Europa desde los Andes como una curiosidad botánica y tardó muchos siglos en consumirse, pues se creía venenosa? Ambos se fríen en un aceite vegetal extraído del fruto de un árbol que se empezó a cultivar en Oriente Próximo hace miles de años. Realmente, pasados por el filtro de la pedantería, unos huevos fritos con patatas resultan desagradablemente entrañables, ¿a que sí? Pues esta es una de las formas en las que nuestra mente acomoda la información que le llega desde el territorio del desconocimiento, con un enfoque sesgado hacia lo más dudoso.
Y ahora toca reflexionar sobre cómo pretendemos que el resto del mundo se aproxime a los callos a la madrileña, los percebes cocidos, la sangre frita, las criadillas empanadas, los caracoles a la llauna, la lamprea guisada, el rabo de toro estofado, la lengua de vaca con guisantes, la oreja de cerdo, los sesos de cordero rebozados, los riñones al jerez o al cochinillo asado, incluida su pequeña cabecita boquiabierta, todos ellos estandartes de la cocina tradicional.
Pero más allá del debate sobre lo que reconozcamos como comestible o no, el aprendizaje social y la imitación exponen una realidad incuestionable: un producto no necesita necesariamente estar “bueno” para salir adelante. ¿Ejemplo? El café, el gusto a quemado de la leche en la gaztanbera (cuajada) o el sabor de una torrija, capaces de interpelar la memoria de muchas personas y despertar recuerdos entrañables. Y aquí está el quid de la cuestión: la construcción del gusto no deja de ser un adiestramiento, un modelado cultural. Más allá de la idea de bueno y malo, del me gusta o no me gusta, está la opción de intervenir creativamente en la forma de acercarnos a los alimentos. Si educamos la mirada antes que el paladar, seremos capaces de apreciar los detalles que antes no se percibían. De lo contrario, se corre el riesgo de ponerse frente a algo en la posición inadecuada, perpetuando ideas desafinadas, paladares inadaptados e incluso fobias propagadas desde el mimetismo y el aleccionamiento social. Al fin y al cabo, lo raro no deja de ser algo inhabitual, poco común, escaso e incluso sobresaliente en su línea, tal y como lo describe el diccionario. Y así es como hay que demostrárselo a los más pequeños, con expresiones positivas, evidenciando que la mesa es un espacio para disfrutar, para viajar y sentir. Recordemos que la formación alimentaria es compartida y experiencial, por lo que hay que llenarla de emociones positivas y vincularla con el placer, no con el asco. Después de todo, como me dijo una vez Ferran Adrià, “Andoni, no hay comida rara: hay gente rara”.
Vainas tibias con jamón
Ingredientes
Para 4 personas
- 480 gramos de judías verdes
- 160 gramos de jamón serrano fresco
- 4 huevos
- 40 gramos de aceite de oliva
- 15 gramos de vinagre de sidra
- Sal
Instrucciones
Cocer los huevos durante 12 minutos en agua con sal, enfriar en agua con hielos.
Pelar los huevos y picar la clara (reservar la yema para otra elaboración o incorporarla, según el gusto). Picar el jamón fresco y reservar.
Cortar las vainas en juliana y cocer durante dos minutos en agua con sal.
Hacer una vinagreta con el aceite, el vinagre y sal, mezclándolo todo con unas varillas.
5. Acabado y presentación
Disponer la clara fría abajo, colocar las vainas templadas encima y acabar con el jamón. Aliñar todo con la vinagreta.
Calorías
Las judías verdes son un alimento de bajo aporte calórico: 28 kilocalorías por cada 100 gramos de producto en crudo.
Micronutrientes
Entre los minerales, destacan el potasio y el calcio y, en menor proporción, el hierro, el magnesio y el fósforo. Las vitaminas con mayor presencia son la A, la C, los folatos, la B6 y otras del grupo B como la B1, B2 y B3.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.