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El pan sin sal de Mallorca, una costumbre de raíz medieval

Redondo, generalmente moreno, y también blanco, según los trigos y las harinas cernidas, este pan según el experto divulgador Ibán Yarza es el más puro

Pan sin sal de Mallorca

El pan sin sal es el habitual en Mallorca. El complemento o base común en las comidas y meriendas tradicionales no contiene ni un gramo del condimento natural, cloruro de sodio, agua de mar evaporada. Es intrínseco, una costumbre de raíz medieval asumida y no escrita. Esta nota de identidad diferencial generalizada nace en la tradición, sin recetas arcaicas, claves mítico-religiosas o misterios.

Redondo, generalmente moreno, y también blanco, según los trigos y las harinas cernidas, ese pan que no es soso, es de rebanada compacta, sin huecos ni migas rotas, textura recia, piel rústica sin excesivo grueso o dureza en la corteza. “El pan mallorquín se hace sin sal. Siempre se hizo así, así se desea y no se cuestiona”, dice Jaume Oliver, de Can Salem de Algaida (Mallorca), hornero artesano de referencia y que antes fue jefe de cocina.

Oliver amasa, reposa y madura unos 100 panes al día, al margen su repostería de las espléndidas ensaimadas, entre ellas la de matanzas o “roja” donde sustituye la manteca (el saïm) por la pasta cruda de la sobrasada.

La única sal en las panaderías clásicas de Mallorca era invisible e inaccesible, porque estaba enterrada, oculta bajo las losas de piedra de la solera. La sal secreta era, con la piedra, la base para mejorar la difusión y conservación del calor en el interior de la gran cúpula del fuego y las brasas. El historiador Miquel Garí lo explica tras investigar más de cuatro siglos de documentación del gremio de horneros de Mallorca, desde 1415. “En ninguno se menciona la sal como elemento almacenado o presente”. El catedrático medievalista Antoni Riera i Melis, experto en historia de la alimentación europea, reconoce: “No puedo contestar al porqué del pan sin sal, no he hallado ninguna explicación documentada de esta peculiaridad del pan mallorquín”.

El contrabando de sal

La sal estaba estancada por el rey desde la Edad Media. Este producto natural de cristales de agua de mar evaporada estaba sujeto a obligaciones de pago de impuestos (la gabela de la sal fue en 1425) vetos en su recolección, uso particular o comercio aunque fuera hallada espontáneamente cristalizada, cada verano, al evaporarse en agua de las olas, retenida en los huecos de la costa pública.

Hasta principios del siglo XX existió el contrabando de sal. Los hombres la cargaban en sacos de 70 kilos de peso y caminaban en secreto durante 30 kilómetros. Lo narra el poeta Blai Bonet. El principal fabricante de harina de Mallorca, mayorista de café, carnes y piensos, fue un contrabandista de tabaco, Antonio Fontanet, que murió a los 104 años. Fontanet, cada día, acudía a la panadería Pomar en Palma, una entre cientos de las que suministraba sus harinas, levantaba una ceja y le regalaban un pan tradicional, moreno y rústico, de medio kilo. Era el pacto de suministrador y cliente.

En Florencia también hay pan sin sal y se ha debatido, apunta el historiador Miquel Garí, si esta abstención surge contra el impuesto de consumo y uso de sal. Esta reacción “no se menciona en Mallorca en los documentos del gremio”, subraya para advertir de la raíz medieval común y espontánea de la peculiaridad mallorquina.

Una antigualla vigorosa

La hogaza doméstica cotidiana no muere, si se guarda envuelta en un paño, mejor de lino, no se endurece, enmohece o engoma a los dos días. Esos panes grandes se horneaban en las casas payesas, una vez a la semana. De las rebanadas finas del pan de varios días nacen las sopas que se toman secas, sin caldo en el plato, y humedecidas con verduras —con carne, fruta o pescado— hervidas en sofrito. Es economía sostenible, austeridad y reciclaje. En Formentera e Ibiza usan pan duro (bescuit o costres, pan asado dos veces) para argumentar sus ensaladas payesas, con dominio del arcaico y actual pescado seco.

“El pan moreno no tiene sal, pero tiene salero”, es la oda al pa amb oli (pan con aceite) de la cantante Tiu, docente que forma profesionales en panadería y pastelería. En la panadería La Delice de Palma, al lado del cine Rívoli y frente la librería Rata Corner, siempre hay una cola de ritual. Son transeúntes que desean hacerse con una de sus apreciadas hogazas, panes de piel crujiente y cuerpo dúctil y sabroso.

Robert, uno de los panaderos de La Delice con experiencia en otros obradores con culturas del pan en apariencia más sofisticadas, razona la normalidad del proceso de sus cientos de panes sin sal: hay tiempos cambiantes de maduración y cocción en el horno según la humedad y la calor ambiental. Muestra el gesto final que da al pan en crudo, girar y golpear con un toque seco solo en la suela de la hogaza al enhornarla: es para que tenga un cuerpo y una geografía propios, sin dibujo ni diseño de incisión en crudo.

Los curiosos

Oliver asume que la sal prolonga la vida del pan, le da más gusto y ayuda a cocer la piel, pero dominan los hábitos de los consumidores y su memoria gustativa. “Su aspecto rústico y la sensación de pureza es absoluta y maravillosa”, escribió el experto Ibán Yarza. “Es el pan más puro”.

En Forn Can Nadal, de Campos, panadería premiada por sus panes tradicionales, recuerdan que hace décadas elaboraron piezas con sal, semanalmente, para un grupo de temporeros peninsulares que vareaban y recolectaban las almendras —un durísimo trabajo—. En Algaida, un horno que cerró, abrió una línea para atender a los inmigrantes y sus costumbres de pan salado. En Felanitx, Maikel de can Figaseca, panadero durante 60 años, director de cine aficionado y cronista de fútbol, advierte que su pan nunca tuvo sal: “Pero yo comía llonguets, piezas de pan más pequeñas de merienda que trabajaba a mano”. Pep, del Can Picornell dels Forats, es de la misma opción alternativa, pan común obrado de madrugada y llonguet para desayunar.

En Pomar, cadena de panaderías y pastelerías de referencia, la cuarta generación prepara el pan de xeixa local, un trigo semejante al candeal peninsular que rápidamente se agota. Crece la opción por los panes de autor, de semillas, con harinas alternativas, naturales, ecológicas, sin gluten, con frutos o alianzas de harinas diversas. En Sa Colònia de Sant Pere el Corpus Forn i S’Era en Sineu optan por las vanguardias y lo esencial y la masa madre. En los neoclásicos Sant Francesc de Inca o can Rafel de Búger alternan los panes habituales con las ensaimadas diversas. Es Fornet de sa Soca, afamado obrador de Palma, hizo en su día pan negro y hoy elabora tres panes tradicionales de trigos clásicos.

En Sa Colònia de Sant Jordi, hay desfile de fieles ante la panadería de la familia Pons, que milita, con seguridad, en la tradición con dos generaciones trabajando a la vez. El pan habitual manda hegemónico “pero la caída de la población adulta y las nuevas modas (panes de autor y otros cereales o simientes) avanzan moderadamente”.

Una rebanada de pan de Mallorca —amasado y horneado sin sal— es una balsa gastronómica segura: desde el pa amb oli (pan con aceite) austero, con tomate de ramillete restregado (pa amb tomàtec de los catalanes), acompañado de sobrasada, butifarrón, camallot, paté de cerdo, manteca colorada (saïm de caldera) hasta el vegano con pimientos asados o escarolas. Además, todos los quesos aman el pan sin sal, igual que las anchovas y el atún.

El pan de Joan Miró

El genial y frugal pintor Joan Miró acudía, en los años setenta del siglo XX, al horno de la ca na Fillola de Bunyola, próximo a su casa de verano en Biniforani. Miró compraba un pan de dos kilos, una pieza redonda gigante de miga compacta y piel terrosa, era casi escultórica, una rueda artesana para una semana de rebanadas sin huecos ni migas rotas. La panadera na Fillola, Margalida Mateu, atendía a Joan Miró, quien observaba la boca del horno sin fuego, cenizo y caliente y masas de pan en pausa que fermentaban y crecían. Los frutos de la tierra y el fuego en trance.


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