Los secretos de la Siberia extremeña: Playas sin mar, puentes bajo el agua y pueblos de apicultores sin abejas
Cinco embalses vertebran el territorio de esta comarca extremeña que busca convertirse en Reserva de la Biosfera de la Unesco. El agua es su mayor atractivo y empieza ahora a explotar su potencial turístico con actividades para los amantes del senderismo, la pesca o la ornitología e infinitos rincones en los que perderse.
TIENE ESPAÑA una segunda Siberia que, al contemplarla desde el centro del embalse García Sola, parece albergar dos mundos. Uno con agua y otro sin ella. Al frente quedan las montañas de punta rocosa y falda verde. Atrás se ven montículos de pelambre amarilla. Y encima de ambos, el cielo de Extremadura se pinta primero naranja y morado después. Se acerca la noche en esta desconocida comarca de Badajoz, que sabe de su potencial y lucha ahora por explotarlo con su candidatura a Reserva de la Biosfera de la Unesco.
En esta Siberia no se alcanzan los 50 grados bajo cero en invierno. No abarca una superficie de 13 millones de kilómetros cuadrados. No se ven lobos ni alces… Si son tan distantes, ¿por qué comparte nombre con la región rusa? Los siberianos de Extremadura tienen varias teorías sobre la toponimia de su territorio. Que un duque de la zona, embajador en Rusia, presumía de poseer un terreno tan amplio como la Siberia asiática, dicen unos. Que era una zona tan aislada, atrasada e inaccesible que los visitantes la despreciaban con ese nombre, dicen otros. Viendo el territorio, tiene más sentido lo segundo que lo primero. Pero si empezó siendo un bautizo despectivo, sus habitantes aceptan ahora el nombre con orgullo. Dice José María Corrales, profesor de la Universidad de Extremadura, que se ha convertido en un atractivo más: “Cuando se habla de Siberia nos referimos a un clima frío. Nosotros decimos que vivimos en una Siberia verde de cielos azules y clima suave”.
La Siberia extremeña es un desierto humano. En los 17 municipios que alberga apenas viven 20.000 personas
La proa de la lancha de Sergio Asensio, guía turístico, topa en la orilla de la isla de la Barca. Los pájaros pían salvajes y el viento se siente fuerte en la piel y el tímpano. Huele a manzanilla. La vegetación se come los caminos y las espigas secas se clavan en la boca del calcetín. No hay señalización que indique que en esta isla puede haber algo de interés. Pero un paseo de 10 minutos conduce al visitante al dolmen de Valdecaballeros, un monumento funerario megalítico que se construyó entre el IV y el II milenio antes de Cristo. “En este territorio se asentó el hombre prehistórico. La zona satisfacía sus necesidades. Del río Guadiana obtenía agua y pesca. Había abundante caza, la vegetación le proporcionaba frutos y en los montes encontraba abrigos en los que cobijarse”. Cuenta también Corrales que el hombre dejó su huella en cuevas como La Panda, donde llenó las paredes de figuras humanas y otras pinturas rupestres durante el Calcolítico y la Edad de Bronce. La Siberia está salpicada de restos históricos. Ciudades romanas, castillos del siglo XV como el de Puebla de Alcocer, puentes medievales que aparecen cuando baja la capacidad de los pantanos y trincheras de la Guerra Civil. Pero el potencial de La Siberia es el agua. Cinco grandes embalses vertebran su territorio. El cielo debe saber que los lagos le roban protagonismo porque parece empeñado en hacerles competencia. Por la mañana las nubes rayan su fondo turquesa como si fueran arañazos blancos. Nada bueno, augura Asensio, anuncia tormenta.
La Siberia extremeña es un desierto humano. En los 17 municipios que alberga apenas viven 20.000 personas, lo que deja una densidad de población de 7,4 habitantes por kilómetro cuadrado. Fuenlabrada de los Montes es uno de sus pueblos y también una potencia nacional en el mercado de la miel. Produce entre el 10% y el 15% de la que se cosecha en España y la gran mayoría de sus 2.000 vecinos se dedica a la apicultura. Entre ellos, Ángel Rico: “Cada familia tiene en el pueblo de 1.000 colmenas para arriba, pero no aquí. Las mías están en Madrid, Ávila, Córdoba, Sevilla y Badajoz. En Fuenlabrada, no. Aquí no cabrían y no es buena zona para tenerlas”. Un pueblo de apicultores sin abejas. Los vecinos cuentan que fue un valenciano en el siglo XX quien empezó a practicar la trashumancia en el municipio para hacer de la miel un negocio rentable. Desde entonces, extraen el producto de un par de floraciones. Y consiguen sacarle beneficio. Un apicultor que tenga 2.000 colmenas puede producir unos 150 bidones al año, y cada bidón, a precio de 2017, vale unos 1.000 euros, así que obtiene una facturación anual de 150.000 euros.
La miel se ha convertido en la forma de vida de los vecinos de Fuenlabrada de los Montes. El resto de municipios se dedican a la agricultura y la ganadería. Pero cuenta Asensio que olvidan que les queda por explotar un recurso valioso: “Hay que convencer a la gente de que se puede vivir del turismo. Ya que somos los últimos en empezar, podemos ver los errores de los demás. Como el Valle del Jerte, por ejemplo, que lo han masificado. Queremos tener un turismo de calidad pero de menos volumen. Si metes mucha gente aquí, te lo cargas”. Las opciones van desde el senderismo hasta la ornitología, pasando por la pesca y los deportes acuáticos. Pero el mayor de sus reclamos es la tranquilidad. “Si quieres, no ves la masificación. Puedes coger una piragua, navegar por uno de sus embalses y darte un baño sin tener a nadie al lado”, cuenta el guía. En algo se parece a su compañera rusa, La Siberia extremeña es un sitio para perderse.
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