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Maneras de vivir
Columna
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Harta

Rosa Montero

Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez que España es una democracia y los catalanes llevan décadas votando libremente.

CUANDO ESCRIBO este artículo (ya saben que tarda dos semanas en publicarse), Torra acaba de nombrar un Gobierno de presos y huidos, prosiguiendo con el cansino juego del disparate catalanista. Un disparate con muchos admiradores, por otra parte. Por ejemplo, el pepero Agramunt, acusado de corrupción en el Consejo de Europa, acaba de divulgar las diversas ayudas que la Open Society Foundations, la organización filantrópica del megamillonario George Soros, ha estado dando al independentismo. Y la verdad es que no me sorprende la supuesta simpatía que el magnate húngaro parece tener por el nacionalismo catalán. En primer lugar porque es húngaro, es decir, porque, junto con serbios, bosnios, croatas y demás, procede de uno de los más grandes hervideros de patriotismos de Europa, una zona plagada de vecinos que han escogido odiarse los unos a los otros con orgulloso tesón desde hace siglos, o sea, lo que viene siendo el prurito nacionalista.

Deslumbrada por esta pátina de romanticismo, la llamada “opinión internacional” anda más perdida que una rana en el Sáhara

Además fue también en esa parte del mundo en donde se originó un malentendido que ha beneficiado enormemente al nacionalismo moderno. Sucedió en el siglo XIX, cuando los diversos patriotas independentistas que luchaban contra el poder central del imperio multiétnico austro-húngaro se aliaron con los socialistas que combatían la tiranía imperial. Esta complicidad estratégica dotó a los nacionalismos de una aureola romántica, izquierdista y progresista que aún perdura en la sociedad y en los estudios de Hollywood, aunque en realidad eran movimientos retrógrados, derechistas y racistas (lo explica el polémico Robert Kaplan en su libro Rumbo a Tartaria).

Deslumbrada por esta pátina de romanticismo y por la ignorancia total de lo que está pasando en Cataluña y en el resto de España, la llamada “opinión internacional” anda más perdida que una rana en el Sáhara. A este despiste contribuye sobremanera el buen hacer propagandístico de los independentistas, su airosa desfachatez para soltar mentiras (lo cual, por otra parte, es lo normal: todos los nacionalismos están fundados sobre falsedades, el españolista también) y, sobre todo, la increíble, indecible, inexplicable, infumable, inconcebible e imperdonable pasividad de Rajoy. No he visto personaje más pasmado, más inútil y más cobarde que este hombre parado atónito en su nada mientras el mundo alrededor retumba, se agita y se resquebraja. Qué mala suerte que en una de las mayores crisis de legitimidad de nuestra historia nos haya tocado precisamente este estafermo de capitán del barco.

Los nacionalistas siempre dicen que los de fuera no los entendemos, y la verdad es que tienen toda la razón, porque el nacionalismo no se puede entender de ningún modo, dado que no pertenece al ámbito de la lógica, sino al registro de las emociones más primitivas. Los nacionalismos no se piensan, sino que se sienten, como la fe religiosa. Por eso no hay diálogo posible: la fe no se discute. Se trata, probablemente, de un residuo arcaico e instintivo de la manada, de aquellas épocas remotas en las que ser de una horda te protegía de ser asesinado por la horda contraria. Pero hoy todo eso resulta obsoleto. Es un peso muerto hacia el futuro.

Podría haber hecho este artículo templando más las gaitas, como en otras ocasiones. Llevo años hablando del tema y, aunque siempre dejé claro que aborrezco todos los nacionalismos, he intentado tender puentes al otro lado: por ejemplo, en 2015 escribí sobre la conveniencia de empezar a negociar un referéndum. Pero ya ven, es que hoy estoy harta, demasiado harta. Estoy cansada de tener que explicar en mis viajes una y otra vez a la señora opinión internacional que España es una democracia de pleno derecho, que los catalanes llevan décadas votando libremente, que los independentistas nunca han sacado la mayoría de los votos en Cataluña y que esa mitad escasa de catalanes ha impuesto tiránica y antidemocráticamente su voluntad a la otra mitad más grande, pisoteando todos sus derechos. Estoy hartísima, en fin, de que un colectivo autoritario que ni siquiera es mayoritario esté secuestrando la vida española y poniendo en riesgo nuestra democracia. Mañana quizá haga de tripas corazón y vuelva a intentar tender los famosos puentes, pero hoy me han vencido la hartura y el desconsuelo.

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