Las fortunas que catapultan el arte latino
La reciente donación de Patricia Phelps de Cisneros a seis museos internacionales es un hito que constata el papel que patronos y filántropos desempeñan en un ámbito de presupuestos tan menguantes como la cultura. La feria Art Basel Miami Beach es una buena ocasión para conocer a muchos de estos coleccionistas de origen latinoamericano. Ellos, aseguran, se mueven por su pasión artística. Y por la voluntad de rendir justicia a unos creadores olvidados hasta hace no tanto por las grandes instituciones culturales.
LA CITA es en un antiguo gimnasio, cerca del modernísimo distrito del diseño de Miami, bajo el obligatorio sol de justicia que brilla en la capital latina de Estados Unidos. Sobre la fachada de este edificio de aires industriales se proyecta una película de título desconocido. La cinta está protagonizada por adinerados miembros de la sociedad cubana en la víspera de la revolución. Algunos de los descendientes de esos rostros anónimos, reunidos tras sucesivos exilios a lo largo y ancho de la geografía americana, se encuentran en la recepción que tiene lugar en el interior. Estamos en la sede de la fundación que la gran coleccionista Ella Fontanals-Cisneros tiene en Miami. Es la llamada CIFO, nombre que invierte su apellido compuesto, en el que se mezclan orígenes catalanes y canarios. Sin contar los de su exmarido, el propietario de la Pepsi venezolana, al que conoció durante su exilio en Caracas. Allí creció tras abandonar su Cuba natal.
Cada mes de diciembre, cuando arranca la feria Art Basel Miami Beach, esta mujer de edad imprecisa, vestida con traje de chaqueta y deportivas, abre las puertas del lugar y cuelga de sus paredes un puñado de obras de su colección, formada por un total de 3.200 piezas. En esta ocasión, el honor es de tres grandes figuras de la abstracción cubana: Loló Soldevilla, Sandu Darié y Carmen Herrera. Esquivando lienzos geométricos, la coleccionista se aleja del bullicio y empieza a recordar cómo conoció a Herrera cuando todavía no había vendido ni un solo cuadro. “Pensé que sería una muchacha joven”, sonríe. “En realidad, tenía 87 años”.
Un decenio y medio más tarde, Herrera se ha convertido en una de las artistas vivas más cotizadas, presente en las colecciones del MOMA y la Tate Modern. Con 102 años, batió su propio récord en noviembre al vender una obra pintada en 1956, Untitled (Orange and Black), por 1.800.000 dólares (1.470.000 euros) en una subasta en Nueva York. Sin el apoyo brindado por coleccionistas como Fontanals-Cisneros, puede que hubiera permanecido en el olvido. El descubrimiento de artistas como Herrera ha progresado en paralelo al del propio arte latino, que no deja de superar plusmarcas desde hace una década. “Muchos lo veían como un arte inferior, naíf o atrasado”, señala la coleccionista, que se interesó por los artistas venezolanos desde su más temprana juventud. “Yo nunca tuve esa visión. Siempre me pareció que estaba al nivel de cualquier otra tradición. Gracias a un mayor conocimiento, a las muestras organizadas por los museos y también al esfuerzo de personas como yo, hemos salido de esa indeseable situación”.
Ella Fontanals-Cisneros: “Muchos veían el arte latino como naíf o atrasado. Gracias al esfuerzo de personas como yo, hemos salido de esa indeseable situación”
La sucursal en Florida de la feria suiza Art Basel, fundada en Basilea en los setenta, lleva celebrándose desde 2002 junto a la playa de Miami, meca turística de clima acariciante y exquisita arquitectura art déco. En 15 ediciones, el número de galerías se ha multiplicado por dos, y sus participantes, por tres. Art Basel Miami Beach se ha convertido en punto de encuentro para los coleccionistas del panorama latinoamericano, colectivo que prosigue su expansión. “El norte y el sur de América se da cita en Miami. Aquí es donde se encuentra la élite socioeconómica del continente y, como tal, era un lugar propicio para el arte. Los mexicanos no van a Brasil ni los brasileños a México. Pero todos vienen a Miami. La feria ayudó a catalizar la escena del coleccionismo. Algunos venían con sus amigos de vacaciones a Miami. Y, ya de paso, se paseaban por la feria. Así, esos amigos cultivaron el gusto por el arte y empezaron a crear sus propias colecciones. 16 años después de aquella primera edición, no solo hay una escena del coleccionismo en México y Brasil, donde ya existía desde hace décadas, sino también en lugares como Chile, Perú, Colombia o Puerto Rico”, relata Marc Spiegler, director global de Art Basel.
Hijo de cubanos que nació en Buenos Aires, creció en Colombia y se instaló en Miami en 1968, Jorge Pérez es hoy uno de los hombres más ricos de Estados Unidos gracias a su imperio inmobiliario. Desde su despacho en Villa Cristina, mansión al borde del mar en el barrio de Coconut Grove, que suele abrir una vez al año, durante la semana del arte en Miami, en un concurrido brunch, afirma tajante: “El arte latinoamericano llevaba décadas siendo maltratado. Hasta no hace mucho, las obras de los mayores maestros se vendían por un puñado de centavos. Cuando hablaba de ciertos artistas a los conservadores de los mayores museos, me respondían: ‘¿Quién?”.
“El arte conecta con lo espiritual y lo sensorial. El creador me lleva a un lugar al que no suelo acudir en mi vida cotidiana”, dice el magnate Jorge Pérez
El gusto por el arte se lo inculcó una madre “muy existencialista”, admiradora “de Sartre y Kierkegaard”, que le obligaba a ir a los museos en un tiempo en que él “solo quería jugar a fútbol”. Hoy le agradece que le quitara el balón. “El arte es un mundo distinto, en el que no pienso en ganancias, números y resultados inmediatos. No tiene que ver con lo económico, sino con lo espiritual y lo sensorial. El artista me lleva a un lugar al que no suelo acudir en mi vida cotidiana”, explica. Variante latina del self-made man, este empresario creó en 2013 el museo que lleva su apellido en un edificio de Herzog y De Meuron sito en el downtown de Miami, al que donó 1.300 obras de su colección y los fondos necesarios para adquirir 500 más. El arte internacional convive en su interior con una clara inclinación por lo latino: desde el cubano Wifredo Lam hasta la colombiana Beatriz González. Pérez admite que su coleccionismo también ha estado guiado por cierta voluntad política. “Para mí, era importante que contáramos con un museo que llevase un nombre hispano, como símbolo de nuestra contribución a esta ciudad y a este país”. Conocido donante demócrata, rompió sus lazos de amistad con Donald Trump cuando se convirtió en presidente estadounidense. “Nuestras relaciones se han enfriado mucho. Ya no nos hablamos”, confesará antes de despedirse.
Al otro lado de la bahía, Juan Yarur aguarda en un lujoso apartamento situado en una de las plantas superiores de un edificio con vistas envidiables. A sus 34 años, este coleccionista chileno representa un relevo generacional. Hijo de magnate textil, compró su primera obra a los 12 años. A los 17, empezó a coleccionar. A los 20, ya entendió que se iba a dedicar a esto. Hoy atesora más de 400 creaciones, donde figuran nombres internacionales como Damien Hirst, Tracey Emin y Takashi Murakami. Y también posee una cuantiosa muestra del arte de su país, desde 1960 hasta el presente. Forma parte de los comités de adquisiciones de arte latinoamericano del MOMA y el Metropolitan de Nueva York, y la Tate Modern de Londres, a la que se sumó a los 26 años. Según Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, hoy más que nunca es fundamental contar con el apoyo de patronos: “Vivimos en una época en que las instituciones públicas, pero también las privadas con vocación de servicio público, ya no tienen los presupuestos de adquisición necesarios para encarar ciertas compras. Nadie tiene 300 millones para comprar un cuadro”.
En opinión de Yarur, los centros de arte entendieron que debían mejorar la presencia de ciertas tradiciones infrarrepresentadas en sus colecciones o quedarían condenadas a la irrelevancia. Por ejemplo, todas aquellas situadas al sur del trópico de Cáncer. “Si no, se habrían convertido en mausoleos”. Yarur considera, como el resto de entrevistados para este reportaje, que una colección siempre es un retrato de su propietario. “Cuando veo la mía, me da un poco de miedo”, bromea. “Es como ir al psicólogo durante la parte más difícil de la terapia…”. También preside la Fundación AMA, destinada a promover el crecimiento de la escena del arte chileno y que concede becas a artistas locales para financiarles una residencia de un año en Londres. “No tiene sentido quedarse el arte para uno solo. Quiero que los demás lo disfruten”.
En el corazón de Miami Beach, arden los pasillos de la feria Art Basel. Rastreando sus stands anda el brasileño Luís Paulo Montenegro, vicepresidente del grupo de estadística Ibope y propietario de una interesante colección de 300 obras, que expondrá por primera vez en Madrid a partir del 20 de febrero, invitado por la Fundación Banco Santander y coincidiendo con el inicio de Arco. ¿Ha salido alguna vez de una feria sin comprar? “Creo que sucedió una vez”, responde, mientras su esposa, a su lado, lo desmiente. Comenzó a coleccionar en 1999, cuando compró una obra del artista brasileño Cândido Portinari. Desde entonces ha formado una de las más destacadas recopilaciones de arte moderno y contemporáneo brasileño. En ella están representados Lygia Clark, Hélio Oiticica o Cildo Meireles, pero también Alexander Calder, Willem de Kooning o Andy Warhol. “Es lógico apoyar a los artistas de tu país. Los rusos compran obras de Malévich para que vuelvan a Rusia”, apunta Montenegro. “Pero no hay que categorizar demasiado. La casa de subastas Sotheby’s ha hecho desaparecer su departamento de arte latinoamericano y lo ha integrado en el de arte contemporáneo. Me parece una buena decisión. El arte es una conversación mundial”.
No muy lejos, Mónica y Javier Mora se interesan por una obra de piedra volcánica del artista mexicano Pedro Reyes, representado por la muy prestigiosa Lisson Gallery. Este matrimonio formado por una ingeniera venezolana y un asesor financiero, hijo de cubanos exiliados en 1960, son propietarios de una colección que se esfuerzan en mantener en solo 150 obras, pero todas de primerísimo nivel. Más tarde, propondrán una visita guiada por su residencia en Key Biscayne, pasmosa islita al sureste de Miami en la que Juan Ponce de León amarró en 1513. Sus obras de fenómenos recientes del mercado del arte, como Danh Vo o Sterling Ruby, conviven con una amplia representación de arte latino, con nombres como Jesús Rafael Soto, Gabriel Orozco y Ana Mendieta al frente. Él, que trabaja a menudo desde casa, confiesa que suele colocar su portátil ante algunas de sus obras. Así logra neutralizar la rutina. “El arte es un contrapeso, algo que te inspira. Su belleza te enriquece y te da energía”.
Por un mundo distinto transita Alan Faena. Vestido con atuendo carioca, pero teñido de un blanco impoluto, el empresario argentino toma asiento en una terraza del patio de su hotel, decorado con obras de superestrellas como Jeff Koons y Damien Hirst, o bien murales de inspiración tropical pintados al fresco por su compatriota Juan Gatti. La decoración corrió a cargo del cineasta Baz Luhrmann y su esposa. En 2015, Faena renovó este exuberante edificio de los años cuarenta junto a la línea de mar de Miami Beach, su segundo proyecto tras el modelo original que fundó con gran éxito en los muelles de Puerto Madero, en Buenos Aires. “Mi misión consiste en despertar lugares dormidos y olvidados”, afirma. Un año más tarde, lo completó con el Faena Forum, un centro multidisciplinar de arte proyectado por Rem Koolhaas que dirige su exesposa, Ximena Caminos. “Yo no solía venir aquí. Escogí Miami cuando descubrí la posibilidad de estar siempre a diez metros de las vacaciones con las que uno siempre sueña”, dice Faena mientras señala el color turquesa del mar que se abre ante sus ojos.
“En las últimas décadas el coleccionismo latinoamericano ha evolucionado y ha adoptado una perspectiva global”, dice Patricia Phelps de Cisneros
Este empresario quiere poner su colección al servicio de “una experiencia total”, que condensa hotelería de lujo, arquitectura sostenible y obras contemporáneas. “Yo no hago hoteles, sino algo parecido a los ashrams”, dice Faena, en referencia a los lugares de meditación en la tradición hinduista. “Mi obsesión es dar con un arte más democrático, que sea gratuito y accesible para todo el mundo, al margen de si tienen muchos o pocos conocimientos. Me opongo a los esnobismos del arte donde siempre son los mismos treinta individuos quienes opinan. Yo tengo derecho a que me dejen entrar en cualquier sitio. No sé mucho de nada, pero siento mucho de todo”. Para escoger sus obras, Alan Faena dice contar con un único criterio. “La emoción es lo único que cuenta. Ante una obra el corazón tiene que palpitar, como sucede con el amor a primera vista”, concluye antes de desaparecer por los pasillos de su fastuoso establecimiento.
En 2016, la página especializada Artnet escogió a Faena como el 26º coleccionista más importante del planeta, solo siete posiciones por debajo de la todopoderosa Patricia Phelps de Cisneros. La reciente donación de 202 obras a seis museos internacionales —entre ellos, el Museo Reina Sofía de Madrid— por parte de la coleccionista venezolana, propietaria de lo que se considera, hasta hoy, el más destacable conjunto de arte latinoamericano de todo el planeta, recuerda el compromiso de los patronos en la economía del arte. Todavía más desde que los presupuestos de muchas instituciones se han vuelto especialmente exiguos. Preguntada sobre la importancia cobrada por el arte latino en el panorama actual, Phelps de Cisneros argumenta que no es solo una cuestión financiera, sino de acceso a la obra. “Son muchos los motivos, pero todos se basan en el conocimiento”, responde. “Los coleccionistas, en la medida en que han apoyado a las instituciones públicas, han jugado un papel fundamental en este proceso. En parte, porque conocen bien las escenas artísticas de sus países. Y también porque quieren ver esa cultura mejor presentada y preservada”.
Phelps de Cisneros considera que la identificación habitual entre el comprador y la obra, que solía explicar el apego de los latinoamericanos por el arte producido en su área geográfica, está empezando a transformarse en otra idea. “En un comienzo fue así. Los argentinos coleccionaban arte argentino, los colombianos optaban por arte colombiano… Ese momento ya pasó. En las últimas décadas, el coleccionismo latinoamericano ha evolucionado y ha adoptado una perspectiva global”, argumenta Phelps de Cisneros. “A este proceso le acompaña la creciente globalización de las colecciones internacionales, que hoy, obligatoriamente, deben incluir artistas latinoamericanos, así como de otros lugares que antes se consideraban marginales”. Sus pioneros son estos individuos discretos y escurridizos, pero ineludibles en la economía del arte desde tiempos inmemoriales.
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