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Mariscadoras contra viento y marea

Este es un viaje a la ría de Arousa en busca de las mujeres que representan el escaso relevo de un oficio que resiste literalmente con el agua al cuello Hoy sobreviven a duras penas. Pero luchan contra el furtivismo y los bandazos del mercado por defender la pesca sostenible

Alejandra Agudo
Playa de Raposiños al amanecer. Las mariscadoras de A Pobra comienzan a faenar.
Playa de Raposiños al amanecer. Las mariscadoras de A Pobra comienzan a faenar. Alfredo Cáliz

Genoveva Maneiro tiene 35 años y se pasa días, semanas, mirando al calendario. Y al mar. Esperando el momento en el que la marea baje lo suficiente para poder recoger las almejas escondidas bajo la arena, unos metros más allá de donde mueren las olas en la costa de A Pobra do Caramiñal, en la ría de Arousa.

No hace mucho se compró un salvavidas. “Costaba poco”, matiza. Lo estrena tras un mes sin trabajar por paro biológico, en el que ella, como todas sus compañeras, ha esperado a la reproducción y el crecimiento de las japónicas –almejas rayadas por fuera y amarillentas por dentro– y las finas. “Voy a probar, pesa más que el flotador, y así no corro el riesgo de que vuelque con el viento y se me caiga el cesto con todo lo recogido. Eso sucede”, explica Genoveva. Por mucho que se le quiera, el mar es traicionero y no entiende de entornos laborales agradables. No hay techo que resguarde de la lluvia ni pared que proteja del oleaje. El buen tiempo acompaña, sin embargo, el regreso al trabajo, y una treintena de mujeres se preparan antes de que amanezca para salir a sus labores: todas son mariscadoras.

La playa no parece ser lugar para las jóvenes, pero las hay que quieren y aman trabajar en ella, pese a lo que digan las estadísticas. El censo de mariscadores de Galicia dice que la mayoría son mujeres (85%) mayores de 40 años (el 80,5% de ellas). Las hay, sin embargo, que en sus 20 se echaron al agua. Hoy rondan los 30 por lo alto y por lo bajo, y (algunas) resisten como pueden a la crisis común y a la particular, a las bajadas de precios del marisco, a la presión administrativa, así como a la proliferación de furtivos que ilegalmente se llevan su pan envuelto en conchas. Otras se dan por vencidas y buscan otros empleos en las conserveras de su zona para poder pagar la hipoteca, el coche o el colegio de los niños. La almeja ya no da para todo eso y el oficio agoniza a golpe de jubilación.

Cuando apenas asoma el sol, abren los maleteros de sus coches y se enfundan en sus petos de plástico, sacan sus neumáticos y capachos con un calibre atado para medir el género. Cargan sus pesados rastrillos al hombro rumbo a Raposiños. Se atan los flotadores a la cintura, colocan la canasta dentro y con la primera luz del día se meten al agua. Durante unas cuatro horas rastrean la arena mientras el oleaje golpea y mueve con fuerza los grandes flotadores negros que atan a sus cinturas. Algunas son fibrosas, curtidas por el trabajo físico; otras son mujeres gruesas, robustas. No importa su edad ni su aspecto. Todas se levantan una y otra vez cuando el mar, que no hace distinciones, las tira abajo contra las piedras.

Hablan de sus espaldas doloridas, hombros que sufren lo suyo, porque en ellos apoyan el pesado rastrillo con el que recogen las almejas y las lesiones abundan. Intercambian alguna conversación personal e incluso debaten sobre sus problemas laborales. Pero no demasiado. “No solemos chacharear mucho porque si no, perdemos tiempo”, dice Genoveva. “¡Nos vamos!”. Después de cuatro horas de faena se gritan entre ellas que sus músculos podrán descansar por hoy. La jornada ha terminado. No pueden permanecer más allí según su calendario bajo riesgo de que las multen.

Son jóvenes en un oficio muy antiguo, hijas y nietas de mariscadoras. El escaso relevo que, ahogado por la merma del jornal, aguanta literalmente con el agua al cuello. La mayoría se unieron a sus mayores cuando hace casi una década se abrieron las listas para conseguir el permiso para esta actividad en el pueblo. Otras, aunque sin referentes familiares, vieron entonces una oportunidad de trabajo estable. Es el caso de Emily Romero, una de las más jóvenes de la cofradía de A Pobra. Tiene 29 años, es delgada, pero sus manos son fuertes y grandes, con los tendones muy marcados. Con la palma hacia arriba, enseña los callos que “ya no se quitan”. Dejó de estudiar pronto –no le gustaba– y desde los 16 fue saltando de empleo en empleo, algunos marinos, otros no. Hasta que hace siete años, con 22, empezó a trabajar en la playa. Legal.

“Me gusta el mar. No lo dejaría por nada del mundo”, asegura Emily. Lo dice a pesar de que los 200 o 300 euros que le quedan limpios a final de mes, después de haber pagado la cuota de autónomos y un porcentaje de las ganancias a la cofradía, apenas le llegan para la hipoteca. “Tengo un piso mío en Escarabote… y del banco”, ríe. Con todo, Emily fue de las mariscadoras que votaron en su cofradía por no trabajar los últimos cuatro días de enero. Al precio que estaban pagándoles el kilogramo de almeja (1,80 euros), consideró que no merecía la pena el dolor de brazos y espalda. Renunció a los 20 euros diarios que hubiera obtenido con la convicción de que, de alguna manera, tenía que hacer presión.

Hubo un tiempo en que les pagaban 100 euros por el kilo de fina. Fue cuando las playas volvían a relucir tras la catástrofe del Prestige en 2002, de la que hablan con rabia y tristeza como un tiempo negro. Sale constantemente en sus conversaciones. El chapapote que ensució sus playas todavía está pegado en su memoria y sus corazones. Después, con el auge económico nacional, llegaron algunos años buenos. “Por 2006 o 2007 hubo algún mes que ganamos mucho; 5.000 y 6.000 euros”, reconoce Emily. Pese a que la demanda hoy es parecida a la de entonces, la crisis ha sido la excusa para que las ofertas de las grandes superficies e intermediarios tornen a la baja, buscando siempre quien le venda más barato. La caída actual es más de lo que algunas mariscadoras de A Pobra pueden y quieren aceptar.

Aquella votación para no trabajar los últimos días de enero es, todavía meses después, motivo de roces entre las compañeras de cofradía. Reunidas en una cafetería frente a la playa, pronto suben el tono de voz. Unas a favor de aquella decisión, otras en contra. Es el caso de Genoveva, que piensa que con los euros de esos cuatro días hubiera podido comprar un pastel y un regalo para el décimo cumpleaños de su hija el pasado enero. No pudo. “Ella es muy madura y lo comprende”, zanja con rabia contenida en el sonido de su voz. “Será que otras no lo necesitan”.

A esta madre no le importaría que su pequeña se dedicara al marisqueo de mayor y le hiciera el relevo. “Me sentiría orgullosa”, dice. Pero rápido matiza: “… Si supiera que va a vivir dignamente”. Separada del padre de la niña, Genoveva es de las muchas que viven de escarbar en la tierra. Su manera de hablar revela un carácter de líder. Es la primera en contestar y sin muchas formalidades, rápido coge confianza y se dirige a sus interlocutores con un cariñoso “chuliña” o “chuliño”. “Este siempre fue un trabajo de pobres”, recuerda. El sueldo era un pellizco con el que las esposas completaban el del marido. Pero los tiempos cambiaron, y las mariscadoras, jóvenes del siglo XXI, no siempre con pareja o con ganas de que las mantuvieran, se ganaban por sí mismas la vida en el mar. Genoveva no muestra ninguna vergüenza al reconocer que hoy no podría vivir sin la ayuda económica de su madre. Y eso que reside en un piso de alquiler social.

Siempre hubo inviernos lluviosos que dulcifican el agua y acaban con las babosas, bacterias que matan al berberecho, contaminación en la ría, mareas altas, días del calendario tachados con una cruz, lesiones… que convertían el marisqueo en ardua tarea. Siempre hubo meses buenos y malos; en los últimos años ya solo recuerdan estos. Las que aguantan el temporal se dicen movidas por el amor a un entorno natural privilegiado. El mar, la arena, el viento, la ría. Así lo cuentan. Reconocen también que, como cualquier autónomo, tienen la libertad de no trabajar los días u horas que necesiten llevar a la madre al médico o dejar el coche en el taller. Es de las pocas ventajas que la empresa del mar permite.

Que se lo digan a Beatriz, de 34 años. Su mirada cansada, con los párpados a medio caer, revela que llega a la cita con la playa sin dormir. Entre las once de la noche y las siete de la mañana se afana en una conservera por 1.200 euros al mes, pesando pescado para decidir cuál va a enlatar para cada cliente. “Es lo que nos mantiene. Mi marido también es mariscador a pie y lo pasábamos muy mal”, asegura. No abandona, sin embargo, su empleo en el mar, al que su vida laboral ha estado ligada desde que acabó sus estudios como auxiliar administrativo con 22. Primero, en la embarcación de su padre; después, en la playa. Al contrario que Genoveva, no querría que su hijo de cuatro años se dedicara al oficio. “Si va a tener la misma vida que yo, no”.

Así aguanta también María José Novo. Por las noches, empleada en una factoría donde limpia el atún que descargan los grandes barcos para ser enlatado después. Durante el día, mariscadora en Rianxo. “Me doy el tute”. Se lo da porque le gusta la playa. “Aquí vengo porque no me queda otra”, dice sin levantar la mirada de los lomos que desmenuza con las manos. Acaba de comenzar su turno a las diez de la noche en la fábrica donde decenas de mujeres, unas detrás de otras sin hacer posible cualquier conversación, llenan las cajas de plástico con el pescado ya limpio, amontonando los desechos a un lado de su mesa metálica. Están envueltas por un fuerte y penetrante olor avinagrado, que recuerdan como desagradable al principio, pero al que hoy se han acostumbrado.

Novo no quiere parar y contesta apenas con monosílabos, midiendo sus palabras bajo la atenta mirada de su supervisora, una joven de 30 años y hermana pequeña de los dueños, quien además confiesa que no le caen bien las mariscadoras ni comparte sus reivindicaciones. Después, por teléfono, María José Novo parece otra persona, habladora y despierta. Explica que con los 100 euros que ganó en enero y los 90 de febrero no pagaba las facturas, los pañales de su bebé ni la hipoteca. En la fábrica, donde trabaja desde hace apenas unas semanas, consigue 900. Se resiste, sin embargo, a abandonar el que desde los 18 años ha sido su primer y único empleo. Pero teme que la Administración le retire su permiso de mariscadora. “Hay que renovarlo cada año, y para eso tu principal fuente de ingresos debe ser la playa”, explica. “Pero ¿cómo va a serlo con lo que se gana?”.

Las estadísticas dan cuenta del descenso del número de mujeres (y algunos hombres) que, los días que la luna y las mareas lo permiten, salen a escarbar con manos y rastrillos la tierra bajo el agua. Mientras que en 2009 la Xunta de Galicia contabilizó 4.281 permisos, en 2013 esa cifra cayó un 9%, hasta los 3.903. En la práctica son muchas menos las personas que realmente hacen uso de su licencia. En A Pobra do Caramiñal solo bajan habitualmente a la playa unas 40 mujeres de las 300 censadas en la cofradía. Algunas están de baja y para otras, simplemente, no es rentable. Todo ello supone una importante destrucción de empleo, que, sin embargo, lo es solo de manera oficial. Hay quienes han optado por mariscar de manera ilegal, sin permiso, sin los costes de cuota de autónomos y pagos a la cofradía. Son los furtivos.

La crisis ha incrementado el furtivismo. La playa es una salida desesperada para desempleados que buscan ingresos en esta especie de autoempleo informal. Pero su actividad afecta negativamente a las que lo hacen de manera legal: provocan que caigan aún más los precios, pues sus almejas, libres de cargas impositivas, son más baratas. Pero no sin peligros, porque no pasan ningún tipo de control sanitario y no están obligados a respetar los tamaños mínimos. Genoveva no cree, sin embargo, que los furtivos sean el problema, sino la Administración, que no da suficientes licencias y no trabaja en la dirección correcta para mejorar sus condiciones laborales, lo que haría que muchos optaran por regularizar su situación. “No entiendo por qué el Gobierno no actúa y crea más puestos de trabajo, que los hay”, se queja. Rosa, hija y nieta de mariscadoras, es más crítica: “Ellos no quieren legalizarse porque tendrían que pagar impuestos”.

La Administración, las mareas, el mal tiempo, los furtivos y la caída de los precios no son los únicos problemas. “Nos afecta mucho la contaminación, que arrojen residuos al mar. Se deberían hacer estudios…”, sugiere Emily. Ella, sin apenas formación, no sabe mucho de física y química, pero conoce muy bien los efectos de una mala gestión de los residuos y la dejación de las autoridades por combatirla. Hace unos dos años murieron las babosas y los berberechos debido a una bacteria, y no parece que la población de estos bivalvos se recupere. Manuel Maneiro, el responsable político de la cofradía de A Pobra do Caramiñal, subraya que si una empresa mata a las almejas alevines (más débiles) debido a la contaminación, no es multada. Y se indigna: “Si la coge una mariscadora, sí”.

Genoveva se lamenta a las claras: “No sabemos qué hacer”. Se sienten desamparadas ante todas esas circunstancias que, cual marea, las empujan fuera de las playas. “Antes tenía esperanza de que la situación cambiase, pero la estoy perdiendo. Nos manifestamos y nos quejamos, pero no sirve de nada. Vamos a peor”.

La lógica dice que el sector debería asociarse para reclamar soluciones. Maneiro ha intentado unir a los compañeros de otras cofradías para reducir el número de lonjas. Cree que, con tantos puntos de venta, los compradores pueden especular más con el precio. “Ahora tenemos móviles y todos vendemos a la misma hora, por lo que pueden llamar para conocer el coste en otros lugares y presionar a unos y otros”. Pero el acuerdo fue imposible porque ninguna lonja quería renunciar a su actividad. Mientras habla, Maneiro pierde su mirada allí donde se juntan el cielo y el mar. “El 10% del PIB sale del mar. Es la empresa más importante que tiene Galicia. El 48% de la flota de pesca artesanal está en esta ría. Es importante que el marisqueo sea rentable porque, si les da para vivir, no se van a dedicar a otras artes que sobreexplotan los recursos. Este es un sector que es imposible que muera porque la gente siempre acudirá al mar a buscar un trozo de pan”.

Miles de personas dependen de ello en Galicia, una de las regiones más potentes de pesca artesanal y marisqueo de Europa. Sus problemas son el ejemplo representativo de lo que ocurre en muchas otras playas en la costa española. La organización ecologista Greenpeace ha denunciado en reiteradas ocasiones que la flota artesanal y otras artes sostenibles, como el marisqueo, apenas recibe un 20% de las ayudas europeas y sufre las consecuencias de unos caladeros cada vez más agotados debido a la sobreexplotación por parte de las grandes flotas industriales y aquellas más destructivas.

El coste del olvido es que la chuliña Genoveva no compre una tarta de cumpleaños para su hija, necesite de los euros que le dan sus padres y, pese a su carácter extrovertido y luchador, a veces sienta que ya no hay salvavidas que le valga. Por muy pesado que sea, siempre puede llegar otra tormenta.

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Sobre la firma

Alejandra Agudo
Reportera de EL PAÍS especializada en desarrollo sostenible (derechos de las mujeres y pobreza extrema), ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Miembro de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras. Antes trabajó en la radio, revistas de información local, económica y el Tercer Sector. Licenciada en periodismo por la UCM

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