Vencedores y vencidos
En los años noventa, ante la amenaza de Sendero Luminoso, el Gobierno peruano decidió no reparar en tonterías como los principios legales. Los terroristas habían matado a más de treinta mil personas y causado daños económicos incalculables. Mantenían a la población atemorizada con bombas y secuestros. Eran necesarias medidas más drásticas.
Los procesos penales por terrorismo pasaron al fuero militar. Y los jueces dejaron de dar la cara: escondían sus rostros tras una máscara y se identificaban en los documentos con un código. Pero eso no era suficiente. Aún quedaban leyes y tribunales que no entendían todo el daño que habían hecho los terroristas. Sucesivamente, el Gobierno de Fujimori nombró a dedo a jueces “más sensibles”, amnistió criminales y abandonó la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Pero eso tampoco bastaba. Como no siempre era posible probar sus crímenes, los terroristas a menudo quedaban libres o recibían penas insuficientes. Para equilibrar la balanza, el Gobierno creó un comando paramilitar. Los sicarios secuestraron estudiantes de una universidad y acribillaron a los asistentes a una fiesta, incluso un niño, pero todo el mundo sabía que esos eran terroristas, así que nadie se quejó demasiado. En otra ocasión, más de cuarenta presos fueron masacrados en una cárcel. Pero eran subversivos. ¿Acaso ellos respetaban los derechos humanos? ¿Qué pasa con el derecho de las víctimas a que los asesinos se pudran?
Casi sin notarlo, un día amanecimos y teniamos una dictadura
Casi sin notarlo, un día amanecimos y teníamos encima una dictadura. Miles de inocentes fueron enviados a prisión. Las leyes antiterroristas se usaban contra los opositores al Gobierno. Los sicarios perseguían a periodistas. Los mismos ciudadanos habíamos aprobado esas medidas, y cuando nos afectaron a nosotros ya era demasiado tarde.
Hoy, los mismos argumentos que alimentaron esa dictadura se escuchan en España.
A finales de octubre, el Tribunal de Estrasburgo declaró nula la retroactividad de la llamada doctrina Parot, una interpretación legal que negaba beneficios penitenciarios a algunos terroristas de ETA. Muchas víctimas de etarras se indignaron con la sentencia y reclamaron que el Gobierno no la acatase. Muchos políticos asistieron a una manifestación contra ella. Y muchos columnistas de prensa culparon a los Gobiernos españoles de no haber hecho suficiente para evitarla o, incluso, de haberla negociado como parte de un supuesto pacto secreto con ETA.
A primera vista, la sentencia de Estrasburgo parece favorecer a los terroristas, incluso a varios violadores y asesinos. Pero a la larga nos favorece a todos los ciudadanos. El tribunal no ha pedido que se libere a cualquier terrorista, ni siquiera que se reduzcan sus penas. Simplemente ha recordado que los presos deben cumplir las condenas que dicta la ley. Ni más ni menos. Si te juzgaron con una ley, te condenan con ella, no con la siguiente.
Como detestamos a los terroristas, nos parece una sentencia incomprensible y absurda. Pero si pensamos más allá, la retroactividad no nos conviene en nada. Los primeros en aprovecharla serían los políticos acusados de corrupción. De ser condenados, podrían aprobar leyes más amables y hacerlas retroactivas. A Silvio Berlusconi, cuyo partido es socio del Gobierno italiano, la retroactividad le parecería una maravilla. ¿Por qué no aplicarla también al comercio sexual con menores de edad?
Muchos piden que el Gobierno no acate la sentencia de Estrasburgo. ¿Aceptarían ellos que tampoco acatase una sentencia contra el tesorero Luis Bárcenas, acusado de financiar ilegalmente al partido del Gobierno? ¿O que un Gobierno socialista decidiese no acatar una sentencia en los procesos de corrupción contra sus miembros en Andalucía? Para cualquier ladrón de dinero público, sería el paraíso.
Las asociaciones de víctimas del terrorismo han reclamado dureza contra ETA y una paz “con vencedores y vencidos”. Ya la tienen. Los etarras vencidos han cumplido largas condenas, aunque nos gustaría que fuesen aún más largas. Y el vencedor es el Estado de derecho, que considera a todos, políticos o terroristas, héroes o villanos, iguales ante la ley. Eso es bueno. Al menos, yo he visto lo otro, y no es mejor.
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