Una mujer de la mafia
La abuela y el padre de Marisa Merico dirigían el clan de los Di Giovine en Milán. Tráfico de estupefacientes, falsificación, intimidación y, si era necesario, asesinato Esta es la historia de cómo una hija se involucró en un mundo de drogas, armas y dinero. Así pagó por ello
Lejanos quedan los tiempos en los que era impensable salir de casa sin ir acompañada de guardaespaldas armados con Magnum, cuando bastaba con decir su nombre para que se le abrieran todas las puertas y cuando pasar los chequeos de los aeropuertos con centenares de miles de euros pegados a la piel era el pan de cada día.
Era principios de los años noventa y Marisa acababa de cumplir los 20. Mientras su familia en Calabria estaba enfrascada en una guerra entre clanes por la repartición territorial de Reggio Calabria, en Milán, al norte de Italia, desde donde se financiaba esa guerra con el envío de armas, el negocio propio no dejaba de prosperar. La especialidad de la familia Di Giovine era por entonces el tráfico internacional de hachís, cuyas bases estaban en España, donde se habían mudado varios miembros de la familia por este motivo. Todos los hijos y las hijas de la abuela de Marisa, Maria Serraino, hacían su parte: de contrabando de cigarros a receptación de coches de lujo para pagar a los proveedores de droga, su corte y envío o falsificación de documentación.
Así había sido también en los años setenta y ochenta, cuando las especialidades eran la heroína y la cocaína que llegaban desde Holanda, Turquía o Siria al cuartel general de la familia, la plaza de Prealpi de Milán, y se enviaba, entre otros, a Estados Unidos. Los aliados eran allí los herederos de aquel Carlo Gambino a partir del cual Mario Puzo modeló la figura del protagonista de El padrino.
Maria Serraino, conocida como la Signora Maria o Nonna (abuela) Heroína, hoy tiene 82 años y cumple cadena perpetua (domiciliaria, por razones de salud) entre otros cargos por asociación mafiosa, siendo una de las primeras mujeres en Italia condenadas por ese delito. La Signora Maria, que pertenece a una familia histórica de la ‘Ndrangheta de Reggio Calabria, a principios de los años sesenta se fue con toda su familia a buscarse la vida a Milán.
En ese contexto fue algo natural que Marisa, como hija de Emilio, cojefe del clan junto a Maria Serraino, fuera en 1988 a Marbella con un BMW Serie 7 para participar en uno de los primeros tráficos de hachís. Esa vez hubo un problema en la frontera que impidió al grupo de Marisa, en el que estaba también su novio y luego su marido, Bruno Merico, hombre de confianza del padre, llevar el coche a Marruecos. La aventura se limitó entonces a un mes de vacaciones veraniegas de lujo y largos ratos en el bar que allí tenía el tío Guglielmo, entonces fugitivo y detenido por última vez en Barcelona el pasado mes de febrero por tráfico de estupefacientes y blanqueo de dinero como parte de una operación más amplia coordinada por la fiscalía antimafia calabresa.
Sin embargo, la colaboración con España se reveló fructífera y Marisa pronto fue alistada para el sector financiero de las operaciones. En un primer momento, su rol consistía en llevar el dinero para pagar la droga, concretamente a Jaime González García, el narcotraficante gracias al cual Emilio había podido empezar el negocio del hachís y que más adelante se convertiría en confidente del juez Garzón en la llamada Operación Pitón, colaborando, entre otras, a la imputación de la misma Marisa.
“Yo no hacía preguntas. Era muy joven, quería a mi familia y estaba contenta de poder finalmente ayudar en lo que podía”, recuerda. “Ahora me doy cuenta de que también le quería demostrar a mi padre, que siempre había querido un hijo varón, que como mujer yo era igualmente capaz de hacer lo que hiciera falta”.
A pesar de haber nacido en la misma mesa de la cocina del piso de la plaza de Prealpi donde la abuela había parido a sus 12 hijos, desde los 9 años de edad y hasta los 18 Marisa vivió en Blackpool, ciudad turística en el norte de Inglaterra. Su madre, Patricia Riley, que había conocido a Emilio Di Giovine durante una experiencia como au pair en Milán, era de allí y allí quería que se criara su hija, lejos de los negocios de los Di Giovine, en los que ella misma había participado y por los cuales había pasado ya seis meses en la cárcel.
Encontramos a marisa durante uno de esos escasos días de sol que ofrece la primavera de Blackpool en el piso de protección oficial donde vive hoy con su hijo Frank, de 12 años. Volviendo a esos tiempos, recuerda que cada verano que volvía a Italia de vacaciones, su familia era más rica y ella cada vez deseaba más quedarse allí.
“Mi madre y yo no teníamos mucho y peleábamos continuamente. Blackpool era un pueblo de vacas y ovejas, mientras que Milán era una ciudad glamurosa, donde tenía una familia numerosa y ruidosa, llena de abrazos y risas, muy lejos de la frialdad británica. Siempre tenía atenciones de parte de todos, especialmente de mi abuela”, cuenta con la voz pausada y la mirada amable, pero distante, que la caracterizan.
Fue en las vacaciones de 1987 cuando Marisa conoció a Bruno, quien se convertiría en su marido y en el padre de su primera hija, Lara, que hoy tiene 21 años y es madre de un niño de nueve meses. En ese momento, tanto la abuela como el padre estaban en la cárcel: ella, por tráfico de drogas y receptación; él, por homicidio. Por su parte, el sida se había llevado ya a unas cuantas de sus tías que se habían enganchado a la heroína.
Como muchas otras veces, se moría por ver a su padre, a quien siempre ha adorado. Esa vez le encontró trajeado y dirigiendo los negocios de la familia desde el hospital de Parma, adonde había conseguido ser enviado corrompiendo a un médico. Los traslados al hospital por falsas enfermedades y las clamorosas evasiones de Emilio Di Giovine ocuparían portadas entre los setenta y 1992, año de su último arresto. En 1977, encarcelado junto con su hermano Antonio por tráfico de coches falsificados en la Modelo de Barcelona, consiguió escapar por la ventana del baño del hospital de la Santa Creu.
Si Marisa ya sentía que tenía muchas razones para querer ir a vivir a Milán, a partir de esas vacaciones “lo que más me impulsó a volver era que Bruno estaba allí”. Con 18 años, en 1988, al terminar de estudiar y solo después de que la abuela intercediera ante el padre, en un principio reacio a la relación con Bruno –“él pensaba que esa vida valía para él, pero no para mí”–, Marisa se fue a residir a casa de la abuela. Ya no era la de la plaza de Prealpi, sino una más grande en la calle de Belgioioso.
No era una coincidencia. Según una sentencia del tribunal de Milán de 1998 contra el clan Di Giovine, en la zona de la plaza de Prealpi “la organización ejercía un control de tipo militar y un sistema de intimidación generalizado que determinaba el pleno reconocimiento, por parte de todos, del predominio en ese territorio de la organización, capaz de reafirmarlo frente a organizaciones rivales a través de la eliminación física de la competencia (…). La población de la zona, reconocido el papel dominante de la familia, supo aprovechar las oportunidades económicas que se ofrecían al margen de las actividades ilícitas del grupo (entre otras, ofreciendo sus casas para esconder droga y armas)”.
Para Marisa, en cambio, lo que pasaba en el barrio no era nada más que intercambio de favores entre vecinos. “Cuando mi abuela llegó a Milán, no tenía nada y, por ejemplo, el panadero le daba pan fiado. Veinte años después, cuando ese panadero tenía clientes que no pagaban, iba donde mi abuela y ella le ayudaba”, recuerda.
“Se entiende que intente minimizar la cuestión de fondo”, explica Antonio Nicaso, periodista, escritor y uno de los máximos expertos de la ‘Ndrangheta a nivel internacional. “Las personas recurren a mitos y a lugares comunes, como decir que protegían a los débiles o eran hombres de honor para justificar sus crímenes”, continúa Nicaso; “sin embargo, la historia enseña que las mafias siempre han sido patologías del poder. El mito sirve porque si hay que reclutar mano de obra, les tienes que hacer creer que van a entrar en una organización especial, que también serán herederos de los grandes caballeros de España que luchaban por la justicia”.
"Quería demostrar a mi padre que como mujer yo era igualmente capaz de hacer lo que hiciera falta"
Se refiere a la leyenda por antonomasia del origen, supuestamente nobiliario, de las mafias italianas. La de Osso, Mastrosso y Carcagnosso, los tres caballeros españoles que desde Toledo habrían llevado al sur de Italia las reglas, de honor y respeto, que serían las bases, respectivamente, de la Cosa Nostra en Sicilia, de la Camorra en Campania y de la ‘Ndrangheta en Calabria.
El aprendizaje en casa de la abuela de Marisa era pura práctica. Poco a poco, el padre le fue dando más responsabilidades. Con 20 años tenía diversas cuentas en bancos suizos a su nombre, donde depositaba y sacaba el dinero del tráfico de estupefacientes y seguía realizando ella misma los pagos por la droga.
“A partir de la segunda mitad de los años setenta, cuando las mafias entran en el tráfico de estupefacientes y consecuentemente aumentan las necesidades de reinvertir el dinero, surgen tareas que no requieren el uso de la violencia física y que son, por tanto, más aptas para las mujeres, quienes además despiertan menos sospechas que los hombres”, apunta Ombretta Ingrascì, socióloga experta en criminalidad organizada, autora de Mujeres de honor: el papel de la mujer en la mafia y de un libro confesión de Emilio Di Giovine que se acaba de publicar en Italia.
El hachís, del que a principios de los noventa los Di Giovine controlaban la mayor parte del tráfico en Europa, llegaba en barco desde Marruecos a España y Portugal en cantidades que alcanzaban docenas de toneladas en cada entrega (precio de compra, 150 euros el kilo). De allí por tierra –escondido en autobuses, coches o camiones– viajaba a Milán, desde donde se vendía, en Italia y otros países, casi a 1.200 euros el kilo.
“Íbamos a España porque los españoles tienen la mentalidad de que allí no hay mafia y entonces no existían tantas reglas; con que llevaras dinero, estaban contentos”, explica Marisa. A principios de los noventa, solo ella tenía al menos tres pisos en propiedad en la zona de Málaga.
Mientras, la guerra mafiosa se había traslado desde Calabria también hasta Milán, donde las diversas familias que controlaban la ciudad habían tomado partido por uno de los dos bandos: el de la familia Imerti-Condello-Serraino o de los De Stefano-Tegano-Libri. Emilio Di Giovine, gracias a contactos en Suiza, era el principal proveedor de armas del bando al que pertenecía su familia, lo que le había convertido en enemigo número uno de las que apoyaban el bando opuesto. Marisa cuenta que en una ocasión ella misma llevó armas escondidas debajo de los asientos del coche.
El día de su boda con Bruno, el 11 de abril de 1991, se presentaron asesinos que buscaban a Emilio. Él se encontraba fugitivo y no había acudido, pero sí lo había hecho la policía, cuya presencia consiguió evitar una tragedia. La guerra de la mafia concluiría ese mismo año con una pax mafiosa y unos 700 muertos contabilizados durante los seis años que había durado.
Lara nació el 11 de septiembre de 1991.
“Allí fue cuando pensé seriamente: mamma mia, esto es algo serio, ¿y si me detienen? Pero ya estaba muy metida”. A pesar de sentir que la prioridad era su hija y que no era lo que realmente quería, la lealtad hacia su padre la llevó a seguir en la actividad, y a partir de la detención de este en Portugal en 1992, en el marco de una acción policial a nivel internacional, a convertirse en su portavoz. Como se lee en su sentencia condenatoria de 1997, además de ser la directa fiduciaria del padre para la gestión de las ganancias del tráfico internacional de estupefacientes, Marisa era “la destinataria de todos los mensajes referidos a la operatividad de la organización durante los periodos de detención de Emilio Di Giovine y la coordinadora de la actividad global de la organización tras las sucesivas detenciones de sus componentes”.
“Cuando hay tanto dinero de por medio, ¿a quién vas a dar un papel así sino a tu propia sangre, que son las personas en las que más confías? Y mi padre confiaba en mí”, cuenta Marisa.
Ombretta Ingrascì y Antonio Nicaso coinciden en que Marisa es un caso particular de mujer de mafia. “Se ha criado en parte en Inglaterra, ha estudiado, viaja y además su familia italiana está afincada en Milán, en un ambiente que es más de criminalidad organizada que de ‘Ndrangheta pura y dura como es el de Calabria”, apunta Ingrascì. “Sin embargo, por muchos aspectos es representativa del rol de las mujeres en la ‘Ndrangheta, que es el de llenar vacíos cuando los hombres están escondidos o en la cárcel”.
En ese sentido, Ingrascì habla de poder puesto en caja fuerte: “Delegando el poder a un hombre, aunque sea de confianza, existe el riesgo de que intente robarlo, mientras que las mujeres tienen sin duda un rol de custodia del poder masculino”.
Marisa, que nunca recibió un sueldo por su trabajo en la organización –“si quería algo, pedía”– admite que “como mujer, nunca te veían como competencia y mi padre sabía que nunca habría hecho nada contra él”. De esa época recuerda los enfrentamientos con el tío Antonio, “que quería ocupar el lugar de mi padre”, y los muchos viajes a Suiza incluida la vez que escondió fajos de dólares en el cochecito de su hija, igual que su padre escondía en los bolsillo del de Marisa los cigarros de contrabando cuando iban de excursión al lago Como. Y los viajes, todos los fines de semana, primero a Madrid, donde estaba detenido Bruno, y después a Lisboa, a ver al padre y a recibir de él las instrucciones que luego impartiría a sus hombres.
Así hasta marzo de 1993, cuando la policía detuvo con 1.000 pastillas de éxtasis a Margherita Di Giovine, tía de Marisa, conocida como Rita. Su decisión de colaborar con la justicia fue decisiva para que se acabara condenando a unas cien personas del clan Di Giovine, entre ellas Maria Serraino y la propia Marisa, sentenciada a seis años de cárcel por el delito de participación en asociación para delinquir operante en el sector del narcotráfico internacional.
“Reconstruir y determinar que ha habido delito de asociación mafiosa es muy complejo, y aún más lo era entonces, con lo cual limitamos esa imputación a quienes tenían funciones de mayor importancia y eran conscientes de todas las implicaciones de sus acciones, desde la repartición del territorio hasta la decisión de eliminar rivales, entre otras, y Marisa no entraba dentro de esa categoría”, recuerda Maurizio Romanelli, del ministerio público que llevó la acusación al clan Di Giovine en las llamadas Operaciones Belgio.
La primera vez que Marisa ingresó en la cárcel fue en 1994, cuando las autoridades inglesas la detuvieron por blanquear el equivalente a casi dos millones de euros procedentes del tráfico de estupefacientes. Encarcelada en la sección de máxima seguridad de la cárcel de Durham, Marisa decidió dejar a Bruno, cuyos problemas con la cocaína y los celos habían provocado que la relación no funcionara. Recuerda que allí por primera vez se empezó a identificar como mujer mafiosa viendo el nivel de control que le reservaban y el respeto-miedo que generaba en algunas de sus compañeras. “Hasta entonces, y todavía hoy, me cuesta verlo como mafia: para mí era simplemente lo que hacía mi familia, era yo, sin más”.
“Puede ser como dice, pero también que ella cuente menos de lo que sabe”, comenta Nicaso. “Como la familia de ‘Ndrangheta coincide con la de sangre, en cierta manera se convierte en un escudo protector”.
En la cárcel, Marisa conoció a Frank, el padre de su hijo homónimo, también detenido por robo a mano armada. A los seis meses de su liberación, en abril de 2000, Frank fue asesinado por un ajuste de cuentas. Marisa estaba embarazada de tres meses.
Nada más terminar su condena en Inglaterra, el 19 de febrero de 1997, día de su 27º cumpleaños, Marisa fue trasladada a Italia para comparecer en el proceso en el que la condenaron a seis años de cárcel, aunque no llegó a cumplirlos porque su abogado presentó un recurso por vicio procesal. En 1998 Marisa volvió a Blackpool y no ha podido regresar a Italia hasta mayo de este año porque seguía vigente el requerimiento de las autoridades italianas para que cumpliera casi cinco años de pena residual por este procedimiento. Cuando la encontramos, faltaban dos días para su regreso. Se moría por ver a su abuela y por comerse un gelato alla nocciola. A la vuelta de su visita italiana contaría por teléfono que todavía le parecía surrealista haber podido abrazarla.
Marisa trabaja actualmente limpiando en casas privadas, paga los impuestos y le cuesta conseguir dinero para pagar la factura del teléfono. “Es muy difícil encontrar trabajo por mis antecedentes penales”. El dinero, insiste, nunca ha sido importante para ella. “Realizo un trabajo duro, pero no me importa porque sé que al final volveré a casa y dormiré en paz, a sabiendas de que esa otra vida ya no existe. Hoy mi prioridad son mis hijos y mi nieto”.
Hace dos años escribió su historia en La intocable (Sperling and Kupfer), un libro que se publicó en Italia, entre otros países. “Lo hice como terapia y para que mis hijos tuvieran algo, ya que no les puedo dejar nada”, explica. Para ella, la mujer de esta historia es otra mujer. “Lo he dejado todo porque el sufrimiento que conlleva ese tipo de vida no vale en absoluto la pena”.
"Ahora sé que vuelvo a casa y duermo en paz, a sabiendas de que esa otra vida ya no existe"
Sin embargo, también asegura ser leal a su familia “hasta la muerte” y que todos los valores que ha aprendido de ella son válidos. “Yo les quiero hagan lo que hagan, pero si son cosas ilegales, no quiero tener nada que ver con ello”. Todavía recuerda a su abuela como una mujer “generosísima y buenísima”, que si ha cometido delitos solo ha sido por el bien de la familia. “Por ejemplo, si ella no le daba la heroína a sus hijos, igual la pillaban por ahí y morían de sobredosis. Además, el alcohol puede ser peor que ciertas drogas, pero como es legal, si tu madre lo vende, nadie dice nada”.
De su padre, que desde 2003 es colaborador de la justicia y vive en paradero desconocido, dice que si cumplió actos delictivos era “porque quería un futuro mejor para nosotros”, aunque después admite que también le gustaba el poder. Aunque insista en que no quiere justificarse, lo hace a menudo. “Todos hemos hecho cosas que cuando somos más maduros ya no nos gustan, pero una vez que se va a la cárcel y se paga, ¿hasta cuándo se tiene que seguir pagando? Yo he nacido en ese lugar, ¿hasta qué punto se podía evitar que hiciera lo que hice?”.
“Por un lado afirma que ya no es la de antes, y probablemente en muchos aspectos es así porque la cárcel y la vida fuera de ese ambiente la han cambiado, pero por otro queda la mitificación y la nostalgia por un pasado que ha tenido aspectos positivos, ya que como hija de un jefe mafioso tenía muchas ventajas: prestigio, poder y dinero. Las contradicciones y la ambigüedad son elementos característicos de las mujeres de ‘Ndrangheta”, explica Ingrascì.
Marisa admite que ella también está intentando entenderse. De la vida de antes añora a su familia: “Porque desde un punto de vista somos como cualquier otra”. En cambio, no echa de menos en absoluto la cárcel, tener que guardarse las espaldas, el miedo a que pase algo feo, la droga, estar siempre pensando que puedan matar a su padre, “aunque ese temor siempre existe”.
Siente el sufrimiento que provocó a su madre, que murió de cáncer el pasado mes de diciembre; a su hija, que pasó sus primeros años de vida sin que ella estuviera cerca; y “a las personas que no conozco cuyos hijos puedan haber muerto de sobredosis por la droga que les vendimos”. Marisa no se arrepiente, en cambio, de la vida que ha hecho, porque la ha llevado a ser quien es hoy y a tener a sus hijos y a su nieto.
Reconoce temer que alguien pueda hacerle daño para vengarse de su padre. “Pero no quiero vivir con miedo, ni estar siempre pagando las consecuencias por él”. En el futuro, sueña con tener un restaurante propio, ojalá con su padre, que trabaja hoy como chef y que pronto acabará el programa de colaboración con la justicia. O estudiar criminología, algo que quería hacer desde hace algunos años, pero que dejó porque su madre se puso enferma y ella se encargó de cuidarla. “Me gustaría ayudar a jóvenes que salen de la cárcel, que puedan ver en mí un ejemplo de que se puede cambiar de vida”. En la pared del salón de su casa hay un gran vinilo del artista inglés Banksy. Representa a una niña que intenta agarrar un globo en forma de corazón. Se titula There is always hope (Siempre hay esperanza)
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