ELA, la condena

Unas 4.000 personas sufren esclerosis lateral amiotrófica en España. En la actualidad no tiene cura. Es, hoy por hoy, una condena. Martín Caparrós, afectado por ella, habla con enfermos y sanitarios de la Unidad de ELA del Hospital Carlos III de Madrid. Un reportaje y, en parte, un testimonio en primera persona

Martín Caparrós con la psicóloga Teresa Salas en la unidad de ELA del Hospital Carlos III de Madrid.
Martín Caparrós con la psicóloga Teresa Salas en la unidad de ELA del Hospital Carlos III de Madrid. James Rajotte
Martín Caparrós

1.

Lo brutal es que todo podría ser un principio, o casi todo. Algunos empiezan con un trozo de pan que se atraganta, otros con un tropiezo, otros con una mano acalambrada, una fatiga persistente, un dolor justo aquí, una caída —y hay tantas otras posibilidades. Al principio todos pensamos que es una tontería: carajo, tengo que mirar mejor por donde voy o trabajar un poco menos o comer más despacio. Pero después la cosa empieza a repetirse o se le agregan nuevas tonterías. Entonces vamos a ver a un médico que nos dice que probablemente no sea nada, que hagamos reposo o fisioterapia o cambiemos algo en la alimentación. Y lo hacemos, pero las tonterías insisten, cada vez más frecuentes, cada vez más molestas, y entonces volvemos y se lo contamos y a veces el médico nos dice que no nos preocupemos pero otras nos manda algún estudio, y después otro y otro y otro, cada vez más fastidiosos, más aterradores, meses y meses de preguntas y golpes: los pinchazos variados, las descargas eléctricas, la punción lumbar. Y a veces, al final, el médico nos dice que la próxima cita vayas con un pariente o quizá directamente que te sientes, que tiene que decirte algo importante. Después cada uno de nosotros recordará esa fecha: será el día en que todo habrá cambiado, que todo habrá empezado a terminarse. Será, dirán algunos, el peor día de su vida —y no exageran.

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Mario no habla. Emite, sí, unos sonidos hondos que a veces Blanca, su mujer, llega a entender, pero el resto de los mortales no. Así que Mario teclea en su móvil lo que quiere decir —no le resulta fácil— o elige alguna de las frases que su móvil le ofrece, y entonces una voz levemente robótica habla por él:

—Sí. Trato de seguir manteniendo la vida que llevaba antes, de alguna manera. Pero con tantas diferencias…

Mario tiene la barba gris crecida —en general, los hombres ELA tenemos la barba crecida, ya no podemos o queremos afeitarla—, el pelo gris en remolino, la ropa en borrador, los ojos vivos y chiquitos, cincuenta y tantos años. Mario es ingeniero aeronáutico y trabajaba en Airbus, en el montaje final de un avión de combate. En abril de 2022 empezó a tener problemas para tragar y hablar, después para toser; recién en enero del 23 le diagnosticaron la esclerosis lateral.

—Algunos dicen que lo peor es la incertidumbre. Yo a veces me he encontrado enfermos que podían tener ELA y estaban deseando que les dieran el diagnóstico de una vez por todas, porque eso de no saber da un vértigo terrible.

Dice Blanca, y yo le digo que sí pero:

—Sí, pero una vez que te dicen que es ELA ya no es vértigo, te empujaron por el precipicio.

Mario se sonríe y me dice que al principio ni siquiera sabía qué era esa enfermedad y mira a su mujer y le hace un gesto como de retorcerse en su silla para que ella lo traduzca y me diga que hasta entonces solo habían oído hablar de Stephen Hawking pero que después te vas dando cuenta de que hay muchos más que los que crees. Mario asiente: ella lo interpreta.

—Bueno, hay que ser… ¿Cómo es esa palabra que ahora se lleva tanto? Algo de resiliar, resilencia, así…

Mario ha seguido teletrabajando, puede conducir, y por supuesto puede pensar. Lo más generoso y lo más cruel de la ELA es que en general tu mente se mantiene atenta, mirando cómo tu cuerpo se deshace. Mario sigue pendiente de sus aviones y su padecimiento: ahora me muestra, por ejemplo, un mensaje del grupo de whatsapp de enfermos y parientes donde alguien dice que encontró un “suplemento isotrópico” que lo hace sentir mejor —y varios dicen que lo quieren. Algunos enfermos buscan y rebuscan maneras de mejorar su situación; otros se entregan a la ciencia y la fatalidad, que en este caso se parecen mucho.

—Sí, yo también creo que hay que tratar de seguir con tu vida en todo lo posible. Pero cada vez hay más cosas que no puedes hacer, que querrías hacer y ya no puedes, y a veces te obsesionas con la enfermedad…

Me dice, voz de máquina, y yo le digo que sí y que no sé qué es peor: si buscar desesperados medicinas esperanzadoras o resignarse a que no las hay y tratar de aprovechar lo que te queda sin perder tiempo en la esperanza. Mario me sonríe: se ve que lo ha pensado tantas veces.

Martín Caparrós durante una cita médica en la Unidad de ELA del Hospital Carlos III, en Madrid.
Martín Caparrós durante una cita médica en la Unidad de ELA del Hospital Carlos III, en Madrid. James Rajotte

Hace poco publiqué un libro que empezaba diciéndolo: “Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez —empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez— y otra muy otra que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo”. Y eso es lo que te dicen cuando un señor muy serio muy vestido de blanco te dice que tienes esclerosis lateral amiotrófica o, como le dicen los amigos, ELA.

“Y todo, al fin y al cabo, se resuelve en un momento de una simpleza abrumadora: un hombre joven detrás de un escritorio, su casaquita blanca, su mascarilla puesta, su voz de circunstancias. Un momento casi banal: un hombre amable en una charla muy amable, que ni siquiera resultó dramática. Me lo dijo, dijo que no, que no tenía ninguna cura y lo sentía, que era mejor que me viera un especialista en esas cosas, me derivó a uno de ellos, me despidió con un resto de afecto. Acababa de decirme lo peor que había oído en mi vida y no sabía qué hacer con eso: él sí sabía —pasar al siguiente—; yo era el que no. Yo era el que sigue sin saber”, decía mi libro.

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Mario quiere y no quiere saber: nos pasa a todos. Quieres saber porque te han dicho que tienes una de las peores enfermedades conocidas y que tu vida de ahí en más va a ser lo que la enfermedad decida: tú, entonces, quieres saber cómo será tu vida —y el final de tu vida. Y no quieres saber porque te han dicho que no tiene cura, y entonces para qué anticipar todos esos horrores.

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A lo largo de mi corta vida —toda vida siempre resulta corta— he entrevistado a mucha gente: cientos, seguramente miles. Todo tipo de gente: ricos y poderosos, por supuesto, pero más que nada personas en situaciones difíciles, precarias, peligrosas. En cada una de esas entrevistas he tratado de acercarme al otro todo lo posible, de entenderlo, de empatizar con él o ella. Y muchas veces me parecía que lo conseguía, pero siempre me quedaba una punta de culpa y de distancia: terminada la charla yo volvería a ser un señor blanco acomodado que sabe que va a comer todos los días, volvería a ser uno tan distinto. Esta es la primera vez que no: hablo con mis iguales, con personas que sufren lo mismo que yo sufro y ellos lo saben y yo lo sé, y la diferencia es abismal. No hablamos de lo suyo; hablamos de lo nuestro. Nunca lo habría imaginado, pero nuestras charlas son radicalmente diferentes, con una intimidad que nunca antes, con chistes que jamás me habría atrevido, llantos que no escondemos. Ahora sí nos hablamos en serio.

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Mario tiene que irse a otra consulta, nos despedimos con sonrisas, apretones de manos que no aprietan. Durante un rato largo me dieron mucha pena sus problemas para hablar pero al fin, cuando terminamos nuestra charla, él se levantará y se irá caminando como un soldadito, y yo lo saludaré desde el fondo de mi silla, lo envidiaré con fuerza. La ELA es así, taimada, caprichosa.

2.

Hay quienes dicen que la ELA no existe. Que, en realidad, decir ELA es, de algún modo, como decir cáncer: englobar en un solo nombre enfermedades tan distintas. Es cierto que la ciencia no tiene idea sobre su origen y caminos; es cierto que cada paciente evoluciona de formas muy diversas. Lo que se sabe —digamos que se sabe— es que la Esclerosis Lateral Amiotrófica es un conjunto de alteraciones del sistema nervioso central que va degenerando o destruyendo las neuronas motoras de varias partes del cuerpo y que, así, desactiva músculo tras músculo. Y que hay dos grandes grupos: la bulbar, que suele tardar menos en hacer su trabajo y, sobre todo, lo empieza por la cabeza: pronto el enfermo no podrá tragar o toser o hablar o respirar. La espinal, en cambio, primero paraliza los brazos y las piernas, necesarios pero no tan necesarios —y después sigue su camino. A veces es más lenta.

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Los enfermos de ELA recordamos, con espantosa precisión, cómo y cuándo nos dieron el diagnóstico: cómo y cuándo nos dieron vuelta el mundo. Elena también recuerda la fecha exacta, hace más de un año. Y que llevaba esperándolo desde marzo del 23, cuando había ido con Paco, su marido, a Roma y se había caído tres veces en la calle. Elena tiene menos de 60 años, sus ojos muy azules muy humedecidos, décadas de trabajo en una autoescuela, su familia, sus hijos.

—Yo sabía que algo había, y que no era normal… El pie se me caía, después empezó una mano, ya no podía levantar el bolígrafo…

El diagnóstico tardó, como siempre, pero antes Elena sospechó, y buscó la ELA en internet, y fue un momento horrible:

—No podía creer, no quería creerlo, pensaba no puede ser que esto me pase a mí.

Y mantenía la esperanza de que no y la sospecha de que sí: tiempo después lo supo. A Elena se le enturbia la voz, se le seca mucho la garganta; Paco le acerca, entonces, un vaso con una pajita para que se humedezca. Y, aún así, Elena se queda callada y sus ojos hablan más que ella.

Mando de la silla de ruedas de Martín Caparrós.
Mando de la silla de ruedas de Martín Caparrós. James Rajotte

La imagen más difundida, más mediática, de un enfermo de ELA es un cuerpo tendido horadado por máquinas médicas. Son, por suerte, los menos, los extremos, los que llevan mucho tiempo con la enfermedad y apelan a todos los recursos para sobrevivir. La mayoría todavía andamos por ahi, con o sin silla, con o sin voz, con o sin desespero, intentando que, a falta de futuro, el presente dure todo lo posible.

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Cuando lo supieron, Elena y Paco trataron de enfrentarlo. Muchos lo hacemos: intentar esas cosas que “hay que hacer antes de morirse”, solo que de pronto morirse ya no es esa neblina allá a lo lejos. Elena y Paco decidieron ir con sus hijos a Nueva York, que siempre habían querido conocer, y la pasaron bien, estaban deslumbrados. Pero el siguiente viaje, a Punta Cana, fue difícil: Elena se sentía peor, la playa no es piadosa con las sillas de ruedas, y decidieron no seguir intentándolo. Ahora Elena y Paco pasan mucho tiempo en su casa en un suburbio de Madrid. Ella descansa, mira la tele, intenta olvidarse; él, trabajador manual, está de baja por ansiedad y, dice, “lo que hago es estar con ella”.

—Cuidarme.

Dice Elena, y le sonríe.

—Sí, cuidarte.

Acepta Paco. La ELA afecta brutal a sus enfermos pero también, y mucho, a quienes los rodean. Un esposo o una esposa, una hija o un padre se transforman de pronto en la extensión indispensable sin la cual el enfermo puede hacer muy poco. Deben aprender a llevarnos y traernos, alimentarnos y limpiarnos, contenernos y acompañarnos y, muchas veces, a disimular su propia angustia para no angustiar todavía más al otro. Los que tienen más plata pueden contratar a personas que se ocupen de parte del asunto y lograr unas horas para trabajar o descansar: incluso así, la carga es dura. Ahora se supone que la nueva ley facilitará esas ayudas. Pero la nueva ley, por el momento, es un compendio de buenas intenciones que todavía no ha sido reglamentada ni financiada: papel con dibujitos. Y, mientras no la aplican, enfermos siguen muriendo, familiares sufriendo:

—Sí, para nosotros también es muy duro. Se hace todo lo que se puede y muchas veces lo que no se puede, pero bueno…

Dice Paco y le pregunto si se ha estado informando sobre la enfermedad, sobre qué podría hacer él, qué no podría.

—Bueno, he tenido distintas fases. Empecé cuando la diagnosticaron a Elena, porque yo tampoco lo podía creer, hasta que me lo dijo el neurólogo creí que era imposible. A partir de ahí pues he entrado en varios foros, he estado viendo algunos grupos de enfermos, me he informado más de cómo es la enfermedad. Pero claro, en esos grupos hay enfermos en distintos estadios, gente que está muy mal, y entonces ves cómo va a seguir todo esto y te da…

Paco no dice qué le da pero no necesita: lo sabemos.

—En fin, tengo que aprender a moverla mejor, me da miedo hacer un movimiento que no sea y hacerle daño… Yo por ejemplo cuando la incorporo y eso, pues la meto un brazo por aquí y el otro por aquí, y la ocupo toda la columna, pero por ahora ella me sujeta el cuello todavía. Ya cuando se le caigan los brazos…

Dice Paco, y Elena lo mira con los ojos llorosos de cariño. El futuro, en esta enfermedad, es siempre una amenaza.

3.

El doctor Jean-Martin Charcot fue el hijo de un carretero que se recibió de médico en París, 1853, y poco después llegó a la dirección de un viejo asilo para estropeados y moribundos que llamaban La Salpêtrière, cerca del Sena. Cuando lo dejó, 40 años después, La Salpêtrière era uno de los hospitales más reputados de aquel mundo. Allí, con sus discípulos y enfermos, Charcot descubrió y describió docenas de enfermedades. Entre ellas esa que, por sus variantes numerosas, nadie había pensado como una, y que llamó esclerosis lateral amiotrófica, porque la esclerosis es el endurecimiento lateral —de los bordes de la médula espinal— que deja de mandar impulsos eléctricos a los músculos, amios, e impide su nutrición y su funcionamiento, los atrofia. Fue en vano: durante décadas todos la llamaron la maladie de Charcot.

(El doctor Charcot también se ocupó de un pabellón de 150 mujeres “histéricas y epilépticas”. Fiel a su método, definió en su proceso cuatro etapas: ataques epileptoides, contorsiones y posiciones acrobáticas, trastornos de verbalización emocional y un delirio final. Hacia 1890 sus teorías sobre la histeria fueron rebatidas por uno de sus discípulos, un joven médico vienés llamado Sigmund Freud, que empezó, desde ese desacuerdo, a construir las suyas sobre el psicoanálisis.)

—Primero está la incertidumbre, cuándo la persona empieza a percibir que hay algo que no funciona, algo raro y se empieza a preocupar, porque le puede dar mil nombres, puede pensar que es mil cosas y sigue preocupado, preguntándose todo el tiempo qué tendré. ¿Qué es lo primero que se imagina que puede estar pasando? Un cáncer. Entonces esa época de incertidumbre es la de mayor sufrimiento.

Dice Teresa Salas, la psicóloga de la Unidad. Teresa nació en Perú y allí estudió psicología, pero en los 80 vino a hacer una especialidad a Madrid y se afincó. A mediados de los 90, en un momento en que estaba sin trabajo, alguien le sugirió que fuera al Carlos III a hablar con Adela. Ella pensó que Adela sería una mujer que podría darle empleo; recién cuando llegó descubrió que era el nombre de la Asociación Española de Esclerosis Lateral Amiotrófica, que había fundado años antes el doctor Jesús Mora. Teresa se consiguió otro empleo pero volvió, como voluntaria, a trabajar con esa gente. Ahora, junto con su colega Saúl Marín, están entre los veteranos de la Unidad: más de 25 años. Aquellos pioneros la formaron, le dieron un lugar; en su consultorio, tan austero como casi todos, sigue contando ese momento horrible en que te dicen que lo que tenías era eso:

—Llega el diagnóstico, y el paciente se relaja un poco porque le dan un nombre a su preocupación. Muchos te dicen ah, menos mal que no era un cáncer, porque no conocen esta enfermedad, no la han oído nunca. Entonces dicen sí, me han dicho algo de los músculos, algo así raro y tal, un nombre raro, pero no es cáncer. ¡Qué suerte! Y entonces te preguntan por el tratamiento, si se van a curar, cómo va a ser; casi nunca en ese momento preguntan cuánto me queda de vida o algo así. En cambio, si el paciente ya ha oído lo que es una ELA se viene abajo porque lo que ve son tres años de vida, sillas de ruedas, me muero por asfixia, y entonces empieza un estado muy crítico, el peor de todos. Y después viene el momento de la recolocación, de qué voy a hacer en este tiempo, cuánto me queda, qué me queda y tal, y ahí empieza la parte crónica y entonces todo depende de la personalidad y de las características del paciente. Pero te insisto que el diagnóstico es donde peor la pasa: primero la incertidumbre y luego la certeza.

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La Unidad de ELA del Hospital Carlos III fue iniciada en 1990 por uno de los pocos médicos españoles que, entonces, se especializaban en esa enfermedad. Jesús Mora tenía 40 años y había trabajado en hospitales españoles y norteamericanos. Entre ellos en el referente en el tema, el Massachusets General, de donde volvió convencido de que no se podía tratarla sin un equipo interdisciplinario que incluyera, además de los neurólogos, neumología, fisioterapia, psicología, enfermería, logopedia, endocrinología y algunas especialidades más. Lo formó, con las dificultades y demoras habituales, y lo mantuvo en marcha hasta 2017, cuando debió dejarlo. Pero la Unidad siguió funcionando y ahora la dirige el doctor Mascías, un neurólogo que fue su discípulo durante muchos años:

—Cuando empezamos estábamos muy solos. No teníamos cuidados paliativos, los rehabilitadores decían que para qué, no había nutricionistas, tampoco neumólogos dispuestos a adaptar la ventilación a un paciente, ni quien hiciera las gastrostomías…

Al doctor Mascias muchos lo llaman doctor, unos pocos Javi —y algunos Javier. Es un señor grandote, sólido, las canas juveniles, cincuenta y tantos años y una sonrisa que no siempre se prodiga. Cuando se recibió, en 1992, quiso ser neurólogo y lo fue, pero su especialización en ELA “fue una carambola”, dice ahora. Hacia fines del siglo pasado Mora lo convenció de acompañarlo en esta vía, y desde entonces.

—La ELA es una enfermedad que no le gusta a ningún médico. Es poco agradecida, son pacientes que no tienen tratamientos satisfactorios. Es una enfermedad progresiva en que el paciente siempre va a venir diciendo que está igual o peor, se le va a complicar la respiración, la deglución... No tienes mucho que hacer y entonces el neurólogo general prefiere tener como una ventana de escape, que somos nosotros. Decir, oye, pues mira, te mando allí que sé que te van a atender mejor, y él también se libera de un paciente crónico, complejo, al que tiene pocas cosas realmente satisfactorias que ofrecerle.

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(La ELA es una enfermedad que afecta especialmente a personas entre los 40 y 70 años, más varones que mujeres pero tampoco tanto. No somos muchos: alrededor de 4.000 en toda España. En algún momento llegué a pensar que la atención que nos prestaban era casi desproporcionada. Hasta que alguien me explicó que el número no crece porque por cada enfermo nuevo hay uno que se muere: tres o cuatro por día, me dijeron.)

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Porque en el siglo y medio que pasó desde que Charcot le endilgó ese nombre tan feo, la ciencia de la ELA avanzó poco. Los médicos siguen sin saber cómo o por qué se origina y, sobre todo, sin saber enfrentarla. La diagnostican, lo sienten, y se disponen —si acaso, los mejores— a acompañarte a lo largo de la degradación. El último medicamento aprobado para su tratamiento se llama Riluzol, fue lanzado en 1995 y consigue, según los cálculos más optimistas, alargar cuatro o cinco meses la vida del enfermo. Es una cuestión de fe: lo tomamos para durar más, pero nadie sabe cuánto habría durado sin él. Igual lo tomamos: es lo único que hay, una especie de ritual menor cada mañana, cada noche, la forma de imaginar que hacemos al menos algo para frenar al monstruo.

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La comparación con el cáncer, el rey de los fantasmas contemporáneos, es inevitable. Más de una vez me encontré envidiando a los cancerosos, que por lo menos se pueden esperanzar con tratamientos —y lanzarse a ese lugar común patético que es “su combate contra la enfermedad”. Y sin embargo recién ahora pienso en otra diferencia radical: un cáncer es algo que los médicos descubren, monitorean, enfrentan; la ELA, en cambio, es un mal que uno mismo va sintiendo. Y, una vez diagnosticado, es el enfermo, no una placa o un análisis, el que descubre sus avances cuando entiende que ya no puede mover el brazo izquierdo o pronunciar la palabra tremebundo. La ELA, a diferencia de casi todas las demás, no es una enfermedad que te relatan sino que vas viviendo, sintiendo paso a paso, cada mañana al despertarte.

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—¿Cómo te sientes hoy, querido?

—Bueno, regular, como más blando.

—No creas, debe ser una impresión.

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Le pregunto a Javier Mascías cómo soporta atender a pacientes que no tienen cura, que ya están condenados:

—Bueno, pues pienso en que puedo ayudarles con todos esos pequeños problemas o síntomas que tienen durante el curso de su enfermedad, y que son abordables. Que la persona no tenga dolor, que duerma bien, que no sufra molestias innecesarias, que esté bien de ánimo, que se fatigue menos, que pueda respirar mejor… Toda esa serie de cosas, y sobre todo esa sensación de que está acompañado, de que tiene alguien que se ocupa de él. Eso es lo que consuela un poco, te hace decirte que puedes hacer cosas.

Parece poco, puede ser muchísimo.

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—Los pacientes son todos diferentes. Y también lo son en la forma de recolocarse, de enfrentar la enfermedad.

Dice Teresa, y que quizá los que más sufren son los que ya desde el principio tienen que dejar su actividad habitual. Una vez más, la clase: la mayoría de los que no pueden seguir son los que hacían trabajos manuales, el campo, la fábrica, la obra, los servicios, la casa. Nosotros, privilegiados del desastre, podemos mantener nuestras actividades mucho más tiempo. Y eso, dicen, ayuda a la supervivencia.

4.

Las luces de los hospitales son despiadadas, porque se supone que aquí es mejor verlo todo —aunque nunca es mejor verlo todo. Así que los hospitales tienen pocas sombras: sus paredes blancas, sus puertas y sillas amarillas, esos colores que son poco más o menos la falta de color, esos suelos gomosos de un material que podría ser plástico, piedra, caucho o alguna partícula particular que el Señor creó para los suelos de los hospitales. En cualquier caso, los hospitales se exhiben como espacios radicalmente limpios, simulan una limpieza que debe ser tranquilizadora: los virus no se ven, pero si todo está brilloso creemos que aquí no hay, supongo, o algo así.

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—A mí me calma venir: te atienden bien, te hacen sentir arropado, te sonríen. Lo raro es ver a toda esta gente y pensar que les pasa más o menos lo mismo que a mí.

Me dice, la voz llorosa, Marta, que viene desde Cuenca. Era sanitaria y le gustaba su trabajo, y tener que dejarlo fue muy duro. Pero peor, quizá, aceptar que debe pedir la ayuda de su marido, bancario jubilado, para casi todo:

—A veces a lo mejor le digo vete a tomar un café, tráeme el pan, no tenemos plátanos, anda vete y tómate un café. Y así yo me puedo poner sola el tosedor, yo sola tranquilamente a relajar, y le quito una tarea a él. Pobre, él, que no había cogido una sartén o una plancha en su vida y ahora tiene que ocuparse de todo…

En los hospitales se hacen muchas cosas pero están hechos, sobre todo, para tranquilizar. Por eso en un hospital casi nunca pasa nada muy visible. Los peores casos, las peores situaciones suceden lejos de las miradas, en una UCI, en un quirófano, lugares apartados. Pero aquí, en los pasillos de la Unidad de ELA, nos miramos y nos reconocemos, nos sonreímos con los ojos: yo sé que tú también, y tú sabes que yo. Es una cercanía tan estrecha, la solidaridad de los jodidos: a veces silenciosa, a veces conversada, sobre todo miradas y sonrisas. Morituri te salutant y todas esas mierdas.

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Y tenemos que aprender palabras, someternos a palabras que nunca deberíamos haber oído. ¿Y qué es eso, m’hija? E-lec-tro-mio-grama, madre, eso es lo que me han dicho. ¿Y eso duele mucho, hija? No lo sé, madre, pero me dicen que es algo que tienen que hacerte para ver cómo funciona tu electricidad. ¡¿Mi qué?!

—Sí, tu electricidad, madre, tu electricidad.

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En los hospitales somos tres clases de personas, tres clases más y menos que sociales. Estamos los enfermos, afligidos, llevados y traídos, perdidos de algún modo en nuestro error; están los familiares, tan llenos de preguntas sobre qué le pasa al familiar y qué les pasa a ellos con eso y sobre cómo y sobre cuándo e incluso por qué; y están por fin los sanitarios, la crema, los que saben qué están haciendo allí, los que eligieron alguna vez estar allí, los que están en su sitio y mandan y les pagan. Los enfermos solemos ser más viejos que la media de la población; los familiares suelen verse más asustados que la media de la población; los sanitarios suelen mostrarse más atareados que la media de la población. Pero los sanitarios también se dividen en clases bien marcadas: todos ellos visten sus pantalones y batas anchas blancas o celestes y si acaso sus crocs, pero los médicos llevan, a modo de jinetas, su estetoscopio alrededor del cuello. Cada vez más los médicos son médicas, pero las lenguas españolas se niegan a reconocerlo: les siguen hurtando el femenino ya tan evidente. Los sudacas, más brutos, solemos llamar médicas a las médicas —e Hipócrates todavía no se ha levantado de su tumba: debe estar ocupado en algo aún más terrible.

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—Y también está el miedo, la sensación de decir... Bueno, si estoy sola me caigo y no me puedo levantar, porque ya no tengo fuerza en los brazos. Tengo un poquito de fuerza en el derecho, pero en el izquierdo ya nada. Ya no puedo abrir una botella de agua, ya no puedo bajarme las bragas o subirme el pantalón, ya no puedo ducharme sola…

Dice Marta, la conquense, dos años desde su diagnóstico, y Alberto, su marido, sintetiza:

—Es una enfermedad que es una hija de puta.

Y ella asiente:

—Sí, si un día estoy sola y no tengo a nadie yo me muero de hambre, porque no puedo ni partir un pedazo de pan.

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Es lo que llaman dependencia: aprender que uno es un inútil, y desear serlo mucho tiempo.

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—Y todo eso va creando problemas. El paciente puede estar de una manera y el familiar de otra totalmente distinta, a veces van muy desacompasados, muy desequilibrados, pero es lo que te digo, pon una ELA en tu vida, en la vida de cualquier familia, de cualquier persona, y es la hecatombe, la hecatombe. O sea, las mejores parejas a los cuatro días están... Es que, claro, tú tienes que lidiar contigo mismo, tus sentimientos, tus emociones y tu propio duelo y tu familiar está lidiando con otro duelo y…

Dice Tere, la psicóloga, y yo que entonces le pides cosas que nunca pensaste que ibas a pedirle a nadie y el otro debe hacer cosas que nunca pensó que iba a hacer, y ella, que el otro tampoco sabe bien cómo ayudarte:

—A veces quiere ayudarte más que lo que tú querrías o te ayuda menos o no como querrías y están los pactos de silencio que a veces se hacen, no se habla de la enfermedad o yo no te digo que estoy mal, el cuidador se dice cómo le voy a decir que estoy mal, que estoy cansada, que no he dormido, que no puedo más, que tengo miedo, si más miedo tendrá él, ¿no?...

—Es que es difícil pedirle que te alegre a alguien que está sufriendo, poco a poco, la pérdida de una persona muy querida —o sea tú mismo.

Le digo yo, vaya a saber por qué.

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En los pasillos del hospital hay personas que los recorren —enfermos que quizá no son, enfermos que esperan serlo mucho tiempo— con un papel en la mano buscando una puerta, el número de una puerta, el lugar donde les dirán qué va a ser de sus vidas. Algunos caminan despacio, como si no quisieran llegar nunca. Otros se apuran, como si no soportaran tanta incertidumbre; seguramente no hay sitio en el mundo donde te digan palabras tan definitorias como los hospitales. Y algunos te paran, te cuentan cosas, tratan de ayudarte:

—Cuando llegue el momento en que no puedas hablar hay unos aparatos comunicadores muy buenos… El gobierno ya los aprobó hace tres años, pero como eso está descentralizado, aquí la Comunidad de Madrid no termina de soltar la pasta ni de hacerlo, os ha dejado sin palabras.

Me dice don Santiago, un señor mayor cuya esposa murió de ELA hace seis años y él los ha dedicado a ayudar a los enfermos. Don Santiago es entusiasta y alentador pero yo no puedo dejar de escuchar el pronóstico, la certeza de su frase: “Cuando llegue el momento en que no puedas hablar…”. Sabemos pero no sabemos, no queremos saber.

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Aunque aquí, en estos pasillos, estamos los que todavía podemos movernos de algún modo, los que no estamos conectados 24 horas por día a un respirador, los que seguimos teniendo la ilusión de que tenemos un cuerpo —o algo así.

Los que no sabemos cuánto tiempo podremos mantenerla.

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Juan Pedro fue diagnosticado hace tres años, cuando ya tenía 75. En su vida anterior había sido un señor próspero, profesional, deportista, cantante lírico en sus horas perdidas, padre de familia en sus horas ganadas —y todavía andaba en bicicleta cada día. Pero cuando le pregunto de qué trabajó me contesta en presente. Lo bueno de algunas profesiones es que uno no las ejerce, es:

—Soy ingeniero industrial. He trabajado en muchos sitios y con mucha gente dependiendo de mí…

Dice con una sonrisa triste, como si le sonara inverosímil. Porque un día empezó a sentir calambres en el dedo índice de la mano derecha y, tras meses de ensayos y errores, le dijeron que tenía ELA. Juan Pedro no sabía lo que era eso, “así que no le di mucha importancia”.

—Pero yo nunca le he tenido miedo a nada, y esa ha sido mi gran defensa. El miedo no es más que una emoción y yo he podido dominarla.

Le pregunto cómo y me habla de un día muy lejano en que estuvo seguro de que todo se acababa. No le resulta fácil: las palabras se le enredan en la boca, se le deshacen antes de terminar de hacerse. Hay un momento de la enfermedad en que todavía hablas pero no hablas realmente: el desespero de estar a punto de formar palabras y esas palabras se te caen, se te rompen. Hago un esfuerzo por reconstruirlas:

—Yo estaba haciendo windsurf en Tarifa y de pronto las corrientes y el viento se pusieron muy malos. Entonces supe que ese sería mi último día y me sorprendió no tener miedo. Y pensé que era porque el miedo está ligado a la inseguridad: como yo tenía certeza de morir, no tenía inseguridad y no tenía miedo. Así llevo más de 30 años sin tener miedo a nada.

Pero moverse no le resulta fácil. Su cuidador, un cincuentón grandote y latino, empuja su silla, y lo acompañan su esposa y su hija, dos mujeres rubias longilíneas. Juan Pedro tiene una cara muy compuesta, casi severa, casi altiva. Se diría que es un hombre que sentía el placer del poder –y ahora deben llevarlo y traerlo.

—¿Y con la enfermedad?

—No, solo me ha afectado físicamente. El miedo es algo intangible, una emoción tóxica que solo está en nuestra mente y que debemos evitar.

Le pregunto qué es lo que más lamenta entre las cosas que la ELA le ha quitado y me dice, casi altivo, que no lamenta nada, que acepta lo que tiene y que debe sobrevivir sin que su estado físico le moleste —pero un rato después me dice que sí extraña la música, cantar como solía. Y decide mostrarme que la técnica todavía le permite ciertos alardes y pega un grito fuerte, agudo. Después me sonríe y me dice que lo intente. Yo lo intento y él me dice que no, que más agudo, que así, y suelta otro. Entonces yo trato de alcanzarlo con otro más y él con otro me muestra que no y así estamos, a los gritos pelados, cuando entra en tromba un enfermero a ver qué nos pasó. Juan Pedro y yo nos reímos como chicos.

5.

Somos visibles, muy visibles. Somos esos que nos movemos raro, despacio, retorcido, y a menudo alguien nos lleva o acompaña. Somos los que no somos capaces de seguir haciendo solos lo que siempre hicimos. Somos muchos aunque seamos pocos y somos tan distintos. Algunos caminan con destreza, otros no somos capaces de levantar un tenedor; algunos ya no pueden pronunciar palabra, otros hablamos hasta por los codos; algunos necesitan una máquina para respirar, otros la necesitan para inyectarse los alimentos que su glotis no traga; a algunos se les cae la baba, a otros la cabeza. Somos muchos aunque seamos pocos y somos tan distintos y, sin embargo, todos sabemos que vamos a terminar igual.

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(Como todos ustedes, pero probablemente antes y sin mucha piedad.)

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Aún así, venir a la Unidad de ELA del Carlos III resulta un momento casi agradable. Le digo a Yoli que es un chiste malo: en general cuando llegas te reciben por tu nombre, con sonrisas y abrazos, y casi te convencen de que esto de tener ELA es un privilegio que te permite entrar a la fiesta, saludar a los viejos amigos, dejarte apapachar, llegar a un sitio donde cada uno quiere cuidarte a su manera. Yoli se ríe y yo le digo que es en serio.

Lo consiguen. Es curioso, pero lo consiguen.

El escritor Martín Caparrós conversa con la doctora María Varela en la Unidad de ELA del Hospital Carlos III, en Madrid.
El escritor Martín Caparrós conversa con la doctora María Varela en la Unidad de ELA del Hospital Carlos III, en Madrid.James Rajotte

—Mi primer jefe, el doctor Mora, decía que tenemos que crear el mejor ambiente posible, porque esta enfermedad es muy dura, entonces el paciente se tiene que sentir como en su casa, sentir que todos estamos cerca, los cuidamos. Nosotros nos acercamos y saludamos al paciente, le abrazamos… Y eso los médicos normales nunca lo hacen.

Yoli se llama Yolanda Morán y no recuerda su primer contacto con la ELA pero sabe, por supuesto, que ya lleva 18 años de encuentros cotidianos. Yoli es enfermera, pelirrojísima, en general sonriente, ocupada, preocupada, cariñosa. Hace dos décadas Yoli empezaba a trabajar en una sala de neurología cuando Jesús Mora se la llevó al servicio que estaba organizando. Desde entonces —y cada vez más—, Yoli es la cabeza roja del asunto, la que recibe y atiende a los nuevos y a los habitués, la que nos arma los circuitos de los distintos médicos, la que siempre intenta una palabra de aliento o esperanza.

—A mí me encanta mi trabajo. Siempre lo digo, yo soy enfermera y luego soy mujer, luego soy madre y luego soy hija, o soy... Mi manera de ver la vida es la que yo creo que debe verla una enfermera.

Dice, y que quizá lo que más la impresiona y emociona es esa intimidad que se arma entre ella y un paciente que tal vez no puede hablar, que debe decirlo todo con los ojos, que sufre y no quiere hacer sufrir, qué puede mirarla “con el alma, sabes, y eso no siempre es fácil de sostener”. Yoli, además, está muy orgullosa de trabajar en un servicio público, un lugar donde todos somos iguales:

—Yo siempre digo que a la ELA le da igual que tengas dinero, que no tengas dinero, que tengas un nivel cultural alto, que no lo tengas. Aquí no hay esas diferencias que pueden aparecer en otras enfermedades. Frente a la ELA todos son iguales, aquí vienen todos, sí, y eso es muy bueno, muy enriquecedor para todos. Por ejemplo Francisco Luzón, el banquero, cuando lo diagnosticaron recorrió todos los lugares más prestigiosos y lo mandaban a nuestro servicio. Da igual que seas hijo de, padre de, marqués de no sé qué, da igual. Todo el mundo acaba aquí. No hay nadie en la privada que porque cobre 600 euros te atienda mejor… En ese sentido aquí sí que hay una equidad.

Es cierto: esta Unidad es una infracción alentadora a esa regla general que pretende que cuanto más pagas más recibes. La atención es, por supuesto, tan gratuita como en cualquier hospital público, pero la lleva un grupo de gente que se siente un grupo y que siente su oficio y que quiere hacer todo lo posible, más allá o más acá del dinero. Aquí la excelencia no es cuestión de plata. Si acaso, lo que hace la diferencia es enterarse de que existe, llegar hasta aquí: por una vez, la información realmente sirve.

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(Un pequeño inciso personal. Durante dos años mi tratamiento consistió en acudir cada tres meses a un gran hospital madrileño donde, tras perderme largamente en los pasillos infinitos —primero a pie, después en silla—, un neumólogo medía mi capacidad pulmonar y más tarde, tras otro extravío y mucha espera, un neurólogo muy amable tomaba nota de mi deterioro. Era como ir a una oficina distrital a decir que, en principio, seguía siendo quién era, aunque cada vez un poco menos. Me cansé cuando, ilusionado con la noticia francesa de una nueva droga, le escribí a ese doctor un par de veces para preguntarle por ella y no me contestó. Yo era su paciente e imaginaba que merecía una respuesta; pocas veces mi mosqueo con el poder médico tuvo tan buenos argumentos. Cuando me hablaron con entusiasmo de la Unidad de ELA del Carlos III no me hice grandes ilusiones; al fin un día les pedí una cita.)

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—Es una putada, pero no me quejo porque me haya tocado a mí. Es una lotería; pues a pasarlo lo mejor que se pueda. Yo hasta ahora he estado animado, me río mucho, estoy muy ocupado y se me pasan los días tranquilamente. No me quejo. De aquí en adelante, no sé.

Manuel era ejecutivo de una fábrica de bicicletas cuando empezó a tener calambres en una mano, debilidad en los brazos. Corría octubre de 2019; tras pruebas y más pruebas, en junio de 2020, plena pandemia, le dijeron que lo suyo era ELA. Manuel tenía 54 años y durante muchos meses pudo seguir montando en bicicleta e incluso esquiar. Ahora ya no puede y el año pasado empezó a tener problemas para hablar: su hijo Manolo lo acompaña y a veces lo traduce. En unos días le pondrán “la peja”, una cánula que va al estómago y lo alimenta sin pasar por la glotis y otros recodos que ya no funcionan bien y podrían atragantarlo y sofocarlo. Parece muy banal, pero esos atragantamientos son una causa de muerte habitual en los enfermos de ELA.

—Eso es muy simple y es calidad de vida. En cambio lo que no quiero es la traqueostomía, no quiero vivir con asistencia respiratoria, no quiero que mi familia me vea así y tenga que soportar todo eso… Yo no quiero que mi familia sufra. Cuando me diagnosticaron, como tenía muy poquitos síntomas, estuve un año sin decirles nada; pensaba que cuanto más tarde lo supieran más felices iban a vivir.

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Los pacientes, en principio, vamos al servicio cada dos o tres meses. Y cada vez nos miran casi todos: Tina y Begoña nos atajan al llegar y Yoli o Pilar nos van mandando a ver a los neurólogos Mascías o María Hernández o Francisco Rodriguez o Rafael Martinez, a la neumóloga Gómez Mendieta, a la rehabilitadora neumológica Rosario Urbez o a la rehabilitadora motora Susana Chajma, a los psicólogos Teresa o Saúl o incluso a María Varela, la de los cuidados paliativos. A veces nos sacan sangre para una analítica o nos ponen una vacuna o nos dicen que tendremos que usar una máscara para dormir o un tubito para alimentarnos. Pero todos, cada vez, se esfuerzan en mostrarte que te quieren cuidar. Hace unos meses fui a pasar mi revisión y, por un comentario lateral, una de las médicas supo que tenía una uña encarnada. Entonces llamó al cirujano de guardia para que me la curara y en diez minutos lo habían solucionado. Es ese placer raro de ver personas que no lo hacen por plata: si no se interesaran como se interesan les pagarían el mismo sueldo.

Y trabajan realmente en equipo. Dos días por semana, antes de empezar a atender, todos se reúnen y cada cual comenta detalles de los pacientes del momento para ver cómo pueden encararlos. Esos encuentros también les sirven para sostenerse entre ellos, para afrontar los dolores de una vida tan cerca de la muerte.

Martín Caparrós.
Martín Caparrós. James Rajotte

Hay enfermos que no quieren decir nada a sus parientes; hay parientes que no quieren decir nada a sus enfermos. Cuando la señora Pilar empezó a quejarse demasiado de cuánto le dolía el brazo izquierdo, sus hijos decidieron llevarla al hospital de su zona. Allí le hicieron pruebas y más pruebas —meses y más meses— hasta que al fin se convencieron de que tenía ELA. La neuróloga no se lo dijo a ella sino a su familia: su marido, sus hijos. Entonces Susana, la mayor, enfermera, pensó que sería mejor que su mamá no supiera qué tenía; lo discutieron, se pusieron de acuerdo. Así que cada vez que traen a su madre a la Unidad, Susana se pasa un par de días sin dormir con el miedo de que algún médico o una enfermera o un paciente o un cartel en la pared hablen de más, revelen el secreto.

—Mi madre ha tenido varios episodios depresivos a lo largo de su vida. Lo que tememos es que si se entera de que tiene esta enfermedad se deprima tanto que se pierda todo este tiempo que le queda.

—¿Y no te parece que ella tiene derecho a saber, a decidir?

—A veces pienso que sí, me pregunto si no nos estaremos equivocando. Pero después me imagino que surge la palabra ELA y ella la busca por ahí y encuentra todas esas cosas horribles que aparecen, y de verdad me da miedo que se derrumbe.

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—Yo creo que es importante que el paciente lo sepa, que tiene que saberlo…

Dice Tina Lázaro, otra enfermera inagotable, otra organizadora con sonrisa, pelicorta y sólida, veinte años en la Unidad de ELA. Le pregunto por qué.

—Pues porque es su vida. Es su vida, y cada cual tiene que poder decidirla.

—Sí, pero también se puede decir que como de todas maneras no puedes decidir prácticamente nada…

—O sí. Puedes decidir la vida que te queda, cómo vivirla, qué vas a hacer con ella. Hay tantas cosas que puedes decidir…

Es cierto: una de las peores trampas en que los enfermos podemos caer es esa sensación de que ya no hay más nada. Hay, por el momento hay, y vale la pena hacer con eso lo que valga la pena.

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Pero hay muchos que no quieren saber. Los detalles suelen ser duros y preferimos evitarlos. Aunque, para consolarnos, siempre insistimos en que cada caso es diferente:

—Cada enfermo lleva su mochila con su ELA y su ELA es personal, no mires lo que hay afuera, cada uno tiene la suya, no hay dos iguales.

Dice Elena. Pero algunos sí quieren, buscan en internet las últimas actualizaciones, los pormenores más precisos; otros, no. Elena ya les ha dicho a su marido y a sus hijos que no le cuenten nada, pero nada de nada.

—No sé, uno ve las condiciones en que viven algunos enfermos y dice yo así no quiero, pero cómo saber qué pasará cuando llegues a ese momento. Al principio cuando veníamos aquí yo la pasaba fatal, veía enfermos muy graves y me daba la depresión, la angustia. Por eso mejor no pensarlo; lo que tenga que venir vendrá. Pues igual mañana me da un jamacuco y mira…

—Sí, yo a veces envidio un buen infarto a tiempo.

Le digo, y recuerdo a varios otros que me han dicho lo mismo: ¿para qué averiguar, para qué saber, si ya te pasará y no hay manera de evitarlo? ¿Para qué, entonces, sufrirlo por anticipado?

6.

Aprender y olvidar, aprender y olvidar, aprender y olvidar: la enfermedad te obliga a aprender y olvidar todo el tiempo. Una de las crueldades más odiosas de la ELA es esa obligación de ir buscándole soluciones tan efímeras, que ella misma barrerá con desprecio en unas semanas o, con suerte, unos meses. Un día te das cuenta de que ya no puedes levantar un vaso como solías, sin pensarlo, y entonces inventas, con esfuerzo, otra manera —ayudándote con la otra mano, acercando la cabeza a la mesa, consiguiendo un vaso más liviano, usando una pajita– y logras resolver el problema sólo para descubrir, no mucho después, que ya tampoco puedes hacer eso y entonces debes buscar otra solución y a veces no la encuentras, otras sí —y al tiempo ya no sirve. La enfermedad se ríe: te obliga a inventar formas que muy pronto no podrás usar. Te obliga a un mecanismo donde lo único permanente es la provisoriedad, el camino hacia lo más definitivo.

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(En el grupo grande de whatsapp de “la familia ELA” hay unas 200 o 300 personas: enfermos, parientes, allegados. El grupo es muy activo: se ofrecen informaciones sobre médicos o medicinas o servicios o aparatos, se anuncian reuniones y actividades varias, se intercambian palabras de aliento y de cariño. Hoy domingo un miembro del grupo, Martín, dejó un mensaje muy escueto: “Buenas tardes familia quiero que sepáis que mi lucha con la ELA se acaba este martes un abrazo muy fuerte”. Martín ha decidido terminarla, y docenas y docenas de mensajes le mandan fuerza, amor, admiración, le prometen memoria. Él los contesta casi todos.)

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—A mí desgraciadamente no me gusta la gente. O me gusta pero un ratito: es difícil que haya alguien que te aporte algo interesante más de diez minutos.

Roberto y yo usamos la misma silla eléctrica y charlamos un rato sobre sus virtudes y defectos. Hace unos meses se fue a vivir a Asturias, cerca de Oviedo, en pleno campo, en una casa prefabricada que se hizo hacer, con espacios muy amplios donde circula sin problemas.

—Fíjate que ya cumplí 71 años muy vividos y no tengo ni un solo amigo: ni un solo amigo. Conocidos tengo muchos, pero amigo ninguno.

Cuando era chico, Roberto supuso que sería pianista: muy joven se recibió con honores en el conservatorio de Madrid y daba clases y conciertos pero aceptó la presión de sus padres para que hiciera “algo más serio” y le consiguieron un trabajo en banca. Puestos altos, apuestas de millones, un buen pasar, una esposa, dos hijos: una vida muy bien organizada que se partió a sus 50 cuando su esposa fue diagnosticada con ELA. Entonces Roberto renunció a su empleo y, junto con su hija mayor, se pasó año y medio cuidándola, hasta que se murió.

—Fue en gran medida por cariño pero también por un sentido de culpabilidad. No que su enfermedad fuera mi culpa, pero sí pensaba que tendría que haber dedicado menos tiempo a ganar mucho dinero y más a estar con ella.

Pero, dentro de su autocrítica, Roberto dice que con la ELA la gente se vuelve más egoísta y demandante de lo que es, y que su esposa lo fue tanto que, meses después de su muerte, su hija hizo un intento de suicidio.

—Con mi mujer fue así, y después con mi hermana, cuando la diagnosticaron…

—¿De ELA?

—Sí, mi hermana murió de ELA hace tres años.

Me dice Roberto, el pelo gris alborotado, barba hirsuta.

—¿Tu mujer, tu hermana..?

—Sí, y ahora yo. Lo de mi hermana y yo está relacionado, es genético; lo de mi mujer no tenía nada que ver. Pero te decía, las dos, que eran mujeres fuertes y generosas, se volvieron tremendamente egoístas, sólo podían pensar en ellas, no les importaban ni sus hijos.

Un pasillo de la Unidad de ELA del Hospital Carlos III.
Un pasillo de la Unidad de ELA del Hospital Carlos III.James Rajotte

—Sí, el no poder curar te da una sobrecarga emocional, es tremendamente frustrante. Pero te aporta otras cosas, como atender a una persona en un momento en que pocas personas la van a atender, acompañarla en un momento decisivo.

María Varela planeaba ser médico —médica— de familia pero su camino se desvió: lleva años intentando ayudar a las personas a morir mejor. María anda por los cincuenta; es alta y flaca y consigue sonreír incluso hablando de estas cosas:

—Porque nos vamos a morir, todos nos vamos a morir, y solamente una de cada cuatro personas se muere de repente. Así que necesitamos a alguien que esté allí. Entonces yo digo, bueno, pues esto es lo que quiero hacer, ¿no?

Lo llaman “cuidados paliativos” y fue el invento de un urólogo canadiense de los años 60 que, impresionado por “lo mal que se moría la gente en los hospitales”, intentó mejorarlo. A partir de entonces, con muy variadas contribuciones, creció esa rama de la medicina que no busca curar sino cuidar: que, cuando no hay más remedio, muramos mejor.

—El hospital está preparado para tratar enfermedades, pero tres de cada cuatro personas nos vamos a morir en un hospital y hay que tratarlas bien, no se pueden morir mal. Ese es nuestro objetivo.

Dice María. El problema es que, en la interpretación más inmediata, si te mandan a “cuidados paliativos” te están diciendo que no tienes cura. Pero, aun así, el camino no tiene por qué ser tan malo.

(Todo es, como siempre, relativo: para una persona sana pensar en cuidados paliativos suena al infierno; para un enfermo consciente de su enfermedad, es un consuelo y un alivio.)

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Se podría pensar que pocas personas conocen tanto la ELA como Roberto: su mujer, su hermana, ahora él mismo —e insiste en el egoísmo que produce. Sin embargo el doctor Mascías me hablaba, unos días antes, de algo así como lo contrario:

—En mi experiencia siempre me sorprendió que en general los pacientes con esta enfermedad son muy agradables, es curioso. Hace unos años en un congreso importante me llamó la atención una comunicación que se titulaba Why are ALS patients so nice —“¿Por qué los pacientes de ELA son tan agradables?”. Y el trabajo era una revisión del comportamiento de una cantidad de pacientes a los que les hacían electromiografías por sospecha de ELA. Las electromiografías son molestas, una cantidad de descargas eléctricas en distintos lugares de tu cuerpo. Y cuando terminaron de diagnosticarlos se encontraron con que los que sí tenían ELA se habían quejado mucho menos que los que tenían otras enfermedades…

Cuándo se lo cuento, Roberto ensaya una sonrisa amarga:

—Sí, nice de cara a la galería, pero en la intimidad… Sí, somos amables. Mi hermana era tremendamente amable y andaba en su silla de ruedas, aparentemente todo maravilloso, y su tendencia era estoy muy bien, estoy muy bien.

Su hermana, me dice, era catedrática de derecho en la universidad de Salamanca, “una persona muy conocida, muy potente, y no soportó verse en ese deterioro”:

—¿Qué coño vas a estar bien? Estás jodido, joder, es una putada, es una enfermedad que es una putada, una putada. Estás totalmente lúcido viendo cómo te deshaces día tras día, día tras día, sin poder hacer nada. Ni por ti mismo cuando lo sufres, como en mi caso, ni por la persona que quieres, como en el caso de mi mujer o mi hermana. Y tengo que decirte que ella no lo pudo soportar: al final, respirando perfectamente bien y tragando perfectamente bien, pidió la eutanasia y se la dieron.

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Pero Yoli, el optimismo casi siempre, no está de acuerdo:

—Esta enfermedad saca cosas que no imaginas que tienes. Yo me quedo pasmada. A menudo viene alguien nuevo y dices guau, este lo va a llevar fatal. Y de repente da un vuelco, en dos o tres meses ya lo ves adaptadísimo, tirando, remando para adelante. Y la familia te dice pero si era un negativo, era un tío que no encontraba su talla de calzoncillos y ya decía esto siempre me pasa a mí, y ahora nos conforta y cuida a todos…

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La muerte, en cualquier caso, sigue allí.

7.

Todos pensamos en la muerte, hablamos de la muerte. Es lógico: la tenemos prometida para pronto. Pero a veces me pregunto si realmente la tomamos en serio: si realmente entendemos que en unos meses, unos pocos años, vamos a morirnos. (Lo mismo se podría preguntar, supongo, a propósito de todos los demás, todos ustedes —solo que aquí parece más claro, más urgente.)

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—La condición más brutal de la ELA es la condena, la aparición de la muerte como algo inevitable... En general nos sentimos inmortales, porque como nunca te lo has planteado… Pero aquí te lo planteas a diario, somos conscientes de la espada de Damocles; todos la tenemos pero el paciente con ELA la ve continuamente, entonces no deja de pensar en esa situación.

Me dice Teresa, la psicóloga.

—Y yo lo abordo con ellos, muchas veces en la primera consulta les propongo que hagan el documento de últimas voluntades.

En ese documento te preguntan si quieres que te hagan una traqueostomía —que no es reversible—, si quieres que te resuciten, esas cosas. Digamos: tu proyecto de vida, el coitus interruptus. Y yo le digo que, cuando empiezas, piensas que no vas a soportar determinadas cosas, que llegado tal o cual punto no vas a querer seguir: cuando no puedas mover las manos ni las piernas, cuando no puedas tragar, cuando no puedas hablar. Y que después resulta que te vas adaptando: que la capacidad de acomodarse, que el instinto de supervivencia, que las ganas de quedarte en el mundo y el miedo a lo demás te hacen soportar cosas que pensaste que no soportarías.

—Es que nadie se quiere morir. Cuando salió lo de la eutanasia me decían ya vas a ver, vamos a tener chorros de pedidos —y casi no hubo ninguno.

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Y sin embargo, antes de la ley, hace unos años, Teresa y la gente del servicio tuvieron, entre otros, un caso muy sonado. José Antonio Arrabal era un electricista de unos 50 años que empezó a sentir que las manos no le respondían. Tras muchas consultas fallidas llegó al Carlos III, donde las pruebas definieron que era ELA. Teresa recuerda que, tras el diagnóstico, José Antonio estaba desesperado, decía y ahora yo con qué manos trabajo, tengo que cerrar la empresa, mi mujer se tiene que ocupar de mí, de qué vamos a vivir. La ELA puede ser, además de todo, una catástrofe económica.

—Y unos meses después, en una de sus visitas, delante de la mujer, delante de los hijos, me dijo yo me pienso quitar de en medio.

Cuenta Teresa, y que el hombre lo explicó muy serio:

—Si yo desaparezco mi mujer puede buscarse un trabajo y sacar adelante a mis hijos y encima le va a quedar la pensión de viudedad, que es más que lo que nos dan ahora, me dijo aquel señor. Sus hijos y su esposa lloraban pero yo creo que de algún modo lo entendían.

Semanas después, José Antonio estaba sentado en su sillón de su piso de Alcobendas con una cámara de vídeo por delante y un vaso que parecía de agua. Aprovechó que su mujer y sus hijos habían salido, así no podrían acusarlos de colaborar en su suicidio —y meterlos presos. Su piso no estaba adaptado a sus necesidades: José Antonio había preferido no invertir en eso, “total, iban a ser unos meses y me tenía que gastar un dinero que así queda para mi familia”, le dijo entonces a un periodista de El País.

Aquella mañana, junto a un papel que decía “no reanimar” y otro en el que donaba su cerebro a la ciencia, José Antonio hizo un breve discurso: “Si estás viendo este vídeo es que he conseguido ser libre…”, dijo, para empezar. Y al fin hizo un esfuerzo para alzar, con su mano derecha, aquel vaso y bebérselo de un trago. Ya recostado en el sillón alcanzo a decir “adiós a todos” y cerró los ojos.

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Su muerte, que entonces tuvo mucha difusión, ayudó a que avanzara la campaña por la ley de eutanasia. Y a que se vieran, crudas, negro sobre blanco, las diferencias entre enfermos ricos y enfermos pobres: cómo, para muchos, una ELA podía ser, además de todo lo demás, la ruina familiar.

Ahora otra ley pretende remediarlo. Pero, decíamos: por ahora, esa ley es un compendio de buenas intenciones.

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María Varela, la paliativa, ha visto morir muchas personas: debe ser una carga difícil. Ella dice que igual no se naturaliza, que nadie puede acostumbrarse a ver morir a alguien. Le pregunto qué es lo más relevante que ha aprendido en todo este tiempo de convivencia con la muerte.

—Pues mira, que la muerte en sí no es el problema. Físicamente uno se puede morir bien. Creo que nos podemos morir bien. Pero que, entre las personas y los profesionales que acompañemos, tenemos que hacer que ese camino sea lo más fácil posible. Eso es lo que he aprendido. Que la muerte en sí es lo más sencillo. Uno puede morirse bien, creo.

—¿Qué es morirse bien?

—Bueno, que pese a lo que uno puede decir, que morirse debe ser horrible o la voy a pasar fatal o todo eso, el momento de la muerte se puede planificar, se puede hacer que el paciente no lo sufra tanto si se ha preparado... Eso, que hay que preparar ese camino.

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–Pero al final es cierto que también uno guarda un poquito de esa esperanza de que algo pase, aparezca alguna medicina…

Dice Elena, con esa voz que ya le tiembla, sus ojos tan azules húmedos.

—Sí, alguna medicina tienen que sacar, porque avances siempre hay. El problema es cuándo. En algún momento habrá una cura, por supuesto. Pero ¿cuándo?

(Es parte de la burla de la ELA: decirte que has llegado demasiado temprano a una condena que, en unos años, dejará de serlo.)

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Así que están, en síntesis, los que por una razón u otra se resignan a la muerte, y los que no soportan esa idea. Están los que se mantienen en una sobrevida de aparatos, con una cánula directa al estómago que los alimenta, una cánula clavada en el cuello que los respira, una pantalla donde miran letra por letra para armar las palabras que una voz les habla —y que, a veces, así, aguantan unos años.

—Esas personas suelen tener la esperanza de que se invente una cura. Muchos de ellos quieren seguir vivos porque tienen fe en la ciencia y en que la situación se puede llegar a revertir. Si decides la eutanasia ya no tiene remedio.

Me dice Paco, el marido de Elena, que no termina de saber qué querrá cuando llegue el momento de decidir —que tiene mucho que ver con la traqueostomía: hacérsela, no hacérsela. Manuel no quiere, y lo dice con su voz medio rota:

—No, yo no he pensado mucho en la muerte. Lo que me da miedo no es morirme; me da miedo cómo voy a morir. Hace poco murió una cuñada mía en el hospital y estuvo sedada varios días agonizando y se veía que sufría, le costaba respirar; yo no podía verla porque pensaba que eso me podía pasar a mí. Ese momento me da miedo, pero morir en sí ya no. Que tarde mucho, que tarde en llegar… pero cuando sea dependiente del respirador, creo que ahí ya nada tiene sentido. Ahí espero que puedan ingresarme y sedarme para que no sienta la angustia de no respirar. Y lo que dure…

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María Varela me había dicho que la mejor forma de enfrentar la muerte era planificar con el paciente los pasos que irán dando —y que piense cómo quiere morir.

—El tercer tramo del camino es cómo me quiero morir ¿Cómo me gustaría? ¿Y dónde? En mi casa, en el hospital... ¿Y cómo? Pues hay personas que prefieren morirse dormidas, no ser conscientes y morirse dormidas. Hay personas que no, que no quieren dormirse. Hay personas que no quieren morirse con un soporte respiratorio, entonces tenemos que poner una sedación para que no se ahoguen. Y casi todos queremos morirnos sin dolor y sin enterarnos mucho. En general es lo que yo percibo cuando hablo con las personas.

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Es muy impresionante, al fin y al cabo, que unos minutos de tu vida ocupen tanto de ella.

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—Y si es rápido, mejor. Controlar ese momento, ¿no? La sensación de controlar también nos da seguridad, a veces. Otras veces no. Hay personas que no pueden hablar de esa situación. Pues perfecto. Les acompañaremos y lo decidiremos. Y hay otras personas que les da seguridad hablar de cómo morirse y dónde, ¿no?

Dice María.

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Que tarde en llegar, que tarde mucho, que se resuelva rápido: vivir con ELA es vivir contra reloj. Vivir, más que nunca, en el centro de ese torbellino que llamamos tiempo.

Registro sonoro realizado por el El País Audio

Diseño de sonido Camilo Iriarte
Dirección Silvia Cruz Lapeña

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