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Columna
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Senderos que se bifurcan

Nuestro elevado —y creciente— nivel de desigualdad tiene su origen en el equilibrio pre-distributivo

Rafael Ricoy

En 1941 Jorge Luis Borges escribió El jardín de los senderos que se bifurcan, un cuento en el que uno de sus personajes nos recuerda que cuando se elige entre diversas alternativas se renuncia al resto de futuros que hubieran podido existir. En el cuento hay otro protagonista –el sabio Ts’ui Pen— capaz de retener siempre todas las opciones, creando infinitos escenarios en los que, como en un laberinto, se entremezclan hasta el infinito el pasado, el presente y el futuro. Una forma de leer el cuento es que si las decisiones del pasado no condicionan ni el presente ni el futuro, para salir del laberinto lo único que hay que hacer es empeñarse lo suficiente y persistir todo el tiempo que sea necesario. En algún momento, lo que buscamos emergerá.

En economía esta creencia es falsa o, como diría Borges, cuanto menos incompleta. Tomen el caso de la productividad y la desigualdad. Buena parte de las propuestas que se hacen para mejorar el crecimiento o reducir la desigualdad en los países desarrollados parecen descansar en la convicción de que para cualquier nivel de desigualdad existe una combinación de transferencias monetarias e impuestos que, sin afectar el crecimiento, permite restaurar el nivel deseado de cohesión. Implícitamente parece asumirse que primero se produce y luego se redistribuye. Aunque esta visión secuencial de la economía puede resultar muy útil para tranquilizar conciencias, no es lo que ocurre en la economía real. La eficiencia y la equidad se determinan conjunta y simultáneamente. Además, la pre-distribución que surge del mercado “libre” solo se puede alterar parcialmente con impuestos y transferencias monetarias.

Se puede medir esa limitada capacidad de reducción de la desigualdad vía redistribución comparando los índices de Gini antes y después de impuestos. En la OCDE el promedio en 2014 de reducción de la desigualdad que esas políticas consiguieron fue de un 27%, pero con una gran dispersión: en Irlanda la redujeron un 41% mientras que en Chile apenas se lograba un 5%.

Parte de las diferencias se explican por el tamaño del gasto social —que en, promedio, es el responsable del 80% de la mitigación de la desigualdad—, si bien en los países en los que se redistribuye poco —EE UU, Japón o Israel— los impuestos tienen un protagonismo mayor. Según los datos del Observatorio sobre el reparto de los impuestos y las prestaciones monetarias entre los hogares españoles, un estupendo trabajo de Julio López Laborda, Carmen Martín y Jorge Onrubia para Fedea en base a los datos de las Encuesta de Presupuestos Familiares y de la Encuesta de Condiciones de Vida, las prestaciones monetarias redujeron el índice de Gini un 29%, el IRPF en un 7%, y tanto los impuestos indirectos como las contribuciones sociales fueron regresivos, en el último caso por la existencia de bases mínimas de cotización. De hecho, según el estudio, el tipo medio efectivo total del 20% más pobre de la población sólo es superado por el que soporta el 10% de los españoles más ricos.

La importancia de diseñar las políticas usando la evidencia disponible y no el voluntarismo se pone aún más de manifiesto cuando se advierte que, con el mismo nivel de inversión social, se puede acabar teniendo tasas de desigualad muy distintas —por ejemplo, Italia y Dinamarca invierten el mismo porcentaje del PIB, un 28%, pero la desigualdad de renta disponible en Italia es un 30% superior a la danesa— y, sobre todo, cuando se constata que desde hace dos décadas en la mayoría de países de la OCDE está cayendo la capacidad de estas políticas para reducir la desigualdad entre la población en edad de trabajar.

En España, la reducción de la prestación media por desempleo y el peso reducido que por diseño tienen las restantes transferencias monetarias se están aliando con la demografía para convertir a las pensiones en las responsables del 80% de la redistribución que somos capaces de lograr con nuestras transferencias monetarias netas.

Obviamente, las políticas públicas de salud y educación, entre otras, contribuyen también a la redistribución, pero si realmente queremos ser una sociedad más igualitaria no deberíamos seguir olvidándonos de que nuestro elevado —y creciente— nivel de desigualdad tiene su origen en el equilibrio pre-distributivo. En un mercado de trabajo que en tres décadas no ha sido capaz de reducir la tasa de desempleo por debajo de los dos dígitos, en unos salarios reales que para el 40% más pobre de la población siguen por debajo de los niveles previos a la crisis, en un sistema educativo con evidentes debilidades, en una política de innovacion poco desarrollada y, en general, en una economía en la que los objetivos de mejora de la productividad y aumento del crecimiento se perciben como inalcanzables, cuando no sospechosos. Quizás por eso nunca acabamos de salir de laberinto.

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