Un cancerígeno industrial
Las dioxinas no sirven para nada. Ninguna fábrica las usa o las produce intencionadamente. Son desechos, residuos de procesos industriales. En el caso de Nápoles, de la quema de basuras (por eso la incineración de basuras tiene tan mala fama y hay que hacerla en plantas que controlen las emisiones). Pero como tradicionalmente esto no ha sido así, están en todo el planeta, y forman parte de la llamada por los conservacionistas docena sucia, un conjunto de sustancias consideradas de las más peligrosas y contaminantes.
Entre los efectos que les atribuye la Organización Mundial de la Salud está la de producir cáncer. Aunque para ello el ser vivo debe estar sometido a una presencia constante y elevada de dioxinas. El Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta (el asesor científico de las autoridades de EE UU) le atribuye otros efectos, como irritación en la piel, las mucosas y daños hepáticos.
Las dioxinas (un nombre genérico para 75 moléculas distintas), junto con otros compuestos tristemente famosos, como las anilinas que contaminaron hace 27 años el aceite de colza en España y los benzopirenos del aceite de orujo de hace siete, forman parte de la familia de los hidrocarburos aromáticos. Su principal característica es que tienden a acumularse en el organismo, que no sabe cómo eliminarlos.
Por eso sus efectos adversos se producen, sobre todo, por acumulación: hay que estar ingiriéndolos durante bastante tiempo o en grandes cantidades para que hagan daño. No hay un mínimo inocuo.
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