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Columna
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En casa del niño asombrado

Juan Cruz

Hay una fotografía de Gabriel García Márquez cuando Gabito, luego Gabo, tenía dos años. Parece un niño asombrado, está entre los pliegues de una ropa historiada y mira al frente. Luego hay fotografías, como las que le hizo (y ahora ha coloreado) su amigo Guillermo Angulo, uno de los grandes de la imagen de América Latina, en las que el autor de Cien años de soledad también mira de frente; con su quijada prominente y enflaquecida por los años de pesadilla y también de hambre, el escritor contempla lo que pasa con los ojos con que entonces se asomó a la vida; él dice que hasta los ocho años no habló con su abuelo de veras, y que luego todo lo que hizo fue reproducir esa conversación, que ha resultado ser una de las más productivas de las literaturas del mundo. Esa conversación, que les sorprendió a los dos un atardecer (y uno de los últimos atardeceres del abuelo) de Aracataca, contiene las claves de las fábulas que la gente creyó increíbles, y que se convierten en una realidad magnífica y perturbadora en cuanto uno llega a esa polvorienta y rulfoniana ciudad perdida del Caribe. Él dice que el abuelo le dio la leyenda, y la madre la seriedad. Con esa combinación a la que él le ha añadido sintaxis, nació para la literatura una obra que tiene (como él dice), en la soledad su sustento, su esencia; nadie lo diría, porque desde que era un chiquillo y arañaba periodismo como un animal se quita las legañas, está entre gente, es un hombre pobladísimo (o no tanto) de amigos y de conocidos, y no sólo está poblado sino que lo pueblan cada vez más. Ninguna de esas interrupciones, que vienen de su vida pública, han desprendido a García Márquez de la sorpresa que lleva dentro, y que es la que se ve en esos ojos, y es asimismo la sorpresa que lo hace escribir. Dice, y no debe de ser leyenda porque lo dicen también otros, que le sorprendió Cien años de soledad mientras viajaba a Acapulco, dio la vuelta y se encerró en su casa consumiendo folios y folios que Mercedes, su mujer, compraba con el dinero que no tenía para pagar el pan. Fue una revelación, dice, pero fue una revelación de la memoria, no de la inspiración, en la que no cree, acaso porque en su esencia sigue siendo un periodista. Lo que le devolvió a la cabeza Cien años de soledad fue el fogonazo del recuerdo de esa casa en Aracataca. Cuando estuve allí, recientemente, rodeado de niños que le estaban leyendo, los que enseñaban esa mansión de cañabrava y de barro, hablaban de él como si no se hubiera ido, como si siguiera estando allí, y mirando. En un momento determinado, frente al lugar donde estuvo su cuna cuando tenía dos años, y cuando nació, surgió como del vacío una mujer de pelo blanco, o grisáceo, que miraba al vacío, como si todo fuera transparente y ella estuviera caminando sin pies, casi ingrávida, hacia la nada y al todo al mismo tiempo. Nos atravesó, literalmente, y dejó en el aire un misterio que acaso sólo podría contar, otra vez, el propio Gabriel García Márquez. Luego preguntamos cómo se llamaba esa mujer, y era Soledad Noches, que fue amiga de Gabo cuando éste era un niño; por fuera de esa casa que ahora va a restaurar el Gobierno colombiano, aprovechando que el Congreso pasa por Cartagena y por Medellín, y por Gabo, había un hombre que fumaba un veguero, y miraba también al vacío, como la gente de Aracataca, esperando (como aquel coronel de El coronel no tiene quien le escriba) que venga algún milagro que le devuelva al sitio el esplendor de antaño, cuando los hombres encendían sus puros con billetes de mil dólares, y un poco más allá de la casa del telegrafista (el padre de Gabo tuvo ese oficio en Aracataca) la fábrica del hielo es ahora una ruina de reliquias inservibles. Ese hombre, Nelson Noches, que fue alcalde allí, y ahora lleva su camisilla blanca como si acabara de salir del sueño, nos dijo: "¿Cómo que nunca ha vuelto? Gabo vuelve todas las noches. Yo lo he visto, mirando".

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