Defensa apasionada del español
Se juntan en Madrid dos gramáticos, Fernando Lázaro Carreter y Fernando Vallejo, español, colombiano, obsesionados ambos por el porvenir de la lengua española, atacada aquí y allí por la banalidad técnica y por la desidia. Se refieren a las palabras como si estuvieran hablando de peces extraños hallados en el fondo del mar, y se dan cuenta de que atesoran los vocablos, cada uno en su sitio, como si estuvieran hablando también de piedras preciosas amenazadas por la rapidez de los lugares comunes. Una chica les acaba de pedir sus diez palabras predilectas, y el colombiano dice "Uy, podrían ser mil", y empieza por alforja y termina por puñal, como si incluyera en sus vocablos la existencia de la memoria propia y del escalofrío. Los dos Fernando acuerdan, en todo caso, su entusiasmo por el español, el patrimonio principal de nuestra cultura, la única patria común que le queda al pasado, y la única patria común del futuro. Parecen dos herederos de Don Quijote con la lanza frente a los molinos, como si hiciera falta.Y hace falta, claro. En Barcelona, mientras tanto, los nacionalistas de los territorios históricos (¿qué territorio no es histórico, por cierto?) reclaman la desaparición del Ministerio de Cultura. No hace falta, ¿para qué? E1 ministro español que lo sustenta se enfada en Madrid y señala una serie de instrumentos comunes para cuyo cuidado hace falta el ministerio. Dice Rajoy, con alguna ayuda del locutor: el Museo del Ejército, el Museo del Prado, la Residencia de Estudiantes... ¿Y el español? No se acuerda del español, tampoco se lo soplan, le dejan que se olvide. ¿No es un patrimonio mundial el español? ¿Quién lo cuida, quién es responsable de ese negocio? ¿Y los nacionalistas históricos no saben que ese factor de entendimiento se habla también en sus parcelas, que para andar por ahí no es mal bastón, que sus propios artistas lo usan y lo abusan cuando viajan, que es un idioma que alivia el entendimiento, incluso la explicación de la cultura propia? ¿No saben que es imprescindible para que entiendan por ahí también quiénes son ellos? No es un idioma tan malo: es una belleza. ¿Cuál es la culpa concreta del español, cuál su delito, por qué ha de ser sometido al terrorismo del olvido? Ha de desaparecer de las películas, está penado (¡con la amenaza de la muerte!) en el ejercicio profesional de la judicatura, se le hace burla y mofa... ¿Qué ha hecho este pobre idioma tan rico? ¿Qué se llama español? ¿Y no se llama inglés al inglés de los piratas? ¿Se llama sajón acaso, o nada, se llama nada al inglés? ¿Que lo habló Franco? Vaya por Dios, también lo habló Franco...
En una de las declaraciones más sensatas de los últimos tiempos, el cineasta Carlos Saura, que vive en Collado Mediano y que últimamente ha rodado en español en Argentina, y por ello está a las puertas de un Oscar de Hollywood, decía en La Vanguardia que si esta lengua en la que ahora se escriben estas palabras fuera (también) de los ingleses, su potencia cultural en el mundo resultaría aún más imbatible. Pero aquí la asfixiamos, le tapamos la boca al español.
La estupidez actual ha puesto a este país en la Edad Media de la lengua y de la cultura. Álex Grijelmo, periodista de este periódico y autor de una verdaderamente vibrante Defensa apasionada de la lengua española, contó esta semana, en la presentación pública de su libro, el episodio en el que el Quijote se enfrenta a unos bandoleros catalanes que le reciben en su idioma y que, con ese instrumento propio, empiezan a hablar con el héroe inverso de Miguel de Cervantes, que, como es natural, les replica en español... Esa normalización lingüística que en el Quijote alcanza el estado de la metáfora se plantea hoy como una posibilidad repugnante.
No es sólo una cuestión coyuntural de la política: esta estupidez tiene porvenir, y en ese futuro que dibuja está la amenaza lenta pero segura, inexorable, de un idioma que es la única respuesta cultural posible a la mayor potencia de la industria de la cultura en el mundo: la cultura escrita, dicha o cantada en inglés. Aquellos dos gramáticos, el colombiano y el español, que hablaban de su lengua común como si estuvieran contando piedras preciosas, sabían en el fondo de su poesía que se estaban refiriendo a una especie en peligro en medio de las lanzas de una época de nuevo medieval.
José Luis Cano
Francisco Ayala lo dijo aquí el último miércoles: "Ahora ha desaparecido José Luis sin que, en medio de la marabunta de tantos farsantes, gritones, arribistas y desaprensivos, se le haya apenas recompensado por lo mucho que con callado sacrificio hizo a lo largo de toda su vida en pro del decoro y dignidad en las letras españolas". Su instrumento fue Ínsula, la gran revista alerta a la literatura de la España prohibida. Su espíritu fue el de la tolerancia vigilante: abrieron él y Enrique Canito (su director inseparable) las manos hacia un espíritu extemporáneo y saludable, y nos hicieron saber que después del páramo había vida. Su silencio final también fue símbolo de su modo de ser, no esperaba nada, no exigía nada, y le pagaron (le pagamos todos) con tajadas de aire.
Babelia
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