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Pinochet y el arte moderno

Vicente Molina Foix

Este artículo no trata de los efectos involuntarios que la dictadura militar impuesta por las armas en 1973 tuvo sobre el artista chileno. Material para ese estudio sobra, y, sin ser un experto, me vienen a la cabeza los nombres de Miguel Littin y Raúl Ruiz, de Nicanor Parra, Luis Sepúlveda, Ariel Dorfman. A estos cineastas y escritores el exilio -una tragedia privada que trae a veces la paradoja del beneficio público al suelo de acogida- les hizo seguramente más frágiles, pero más curiosos, más universales. A los jóvenes creadores que crecieron en Chile sin el imán de esos padres ausentes debió pasarles lo que a nosotros en la España diezmada del primer franquismo: privados de la savia natural, buscarían sus alimentos terrestres en la lejanía de otra cultura o un tiempo anterior.Lo que pretendo desarrollar es casi una fantasía. Mientras seguía apasionadamente en las semanas últimas la detención y el enjuiciamiento del general golpista, al leer los artículos y respuestas provocados por este caso singular, en el momento mismo del brindis que compartí en la tarde del día 25 de noviembre con millones de seres satisfechos del mundo, iba estableciendo una coincidencia entre las tres nociones esenciales en las que para mí se basa el arte y aquellas que están permitiendo el vuelco espectacular, tan esperanzador, en el tratamiento del criminal que con impunidad y alarde andaba suelto.

Se nos ha reprochado a los que celebramos personalmente esta caída de Pinochet la reivindicación egoísta de nuestra propia nostalgia de héroes de una derrota histórica. Así es, en efecto, pero no hay que avergonzarse por ello. También el arte, que es el espejo donde nos encontramos siempre favorecidos, tiene como finalidad la remembranza y el rescate de lo escamoteado o desaparecido.

Dar voz a los silencios del ser común, rostro al que fue borrado, patrimonio narrativo a quienes no pudieron contar su historia. Novelas y pinturas llevan siglos cumpliendo esta misión. A las víctimas vivas de aquel nefasto 11 de septiembre -cualquiera que sea el grado de su pérdida-, la iniciativa del juez Garzón les devuelve algo de lo que entonces murió, física o civilmente. El arte y la justicia como resurrección.

Es el segundo punto de mi fantasía. Toda obra artística, por enrevesados o herméticos que resulten sus modos de expresión, apunta a un esclarecimiento. El músico, el poeta, el actor: detectives de una verdad que pasa por uno mismo en el camino de su recepción final, de la completa realización ante el público.

Se ha insistido lo suficiente en la raíz mentirosa del pacto sobre el que se fundó la transición chilena. Los jueces españoles y británicos, franceses, norteamericanos, suizos, y también alguno chileno, tan sólo tratan de llevar a cabo, con las mejores filigranas profesionales, aquello que constituye su alta tarea: la restitución de la verdad frente a los delitos de una conveniencia falaz.

Por eso era tan estúpido (y entro en un tercer y último movimiento) el paralelismo que primero el presidente Frei y después Jorge Edwards (Razones chilenas, EL PAÍS, 14 de noviembre de 1998) trataban de reclamar entre el Chile actual y la España que (para desgracia nuestra) no pasó por el exorcismo de castigar a los responsables franquistas.

¿Podría hoy argüir el acusado por traficar sexualmente con niños orientales que hace algunas décadas ciertos países permitían el libre comercio de los cuerpos esclavos? ¿Se pinta hoy o se escriben novelas con la ingenuidad de quienes con genio y esfuerzo sentaron los fundamentos de su arte? El progreso es una cantidad difusa en cuyo nombre se han cometido dislates. Pero al igual que los signos de la modernidad avanzaron irremediablemente con Picasso y Schoenberg, Proust o Lloyd Wright, con todos los artistas que rompieron los límites de un lenguaje doméstico, la justicia progresa extraordinaria, revolucionariamente, al hacerse extraterritorial.

En el castigo de Pinochet, como en las grandes obras maestras, la nostalgia se hace verdad para acercarnos al futuro.

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