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La ciudad los bárbaros

Antonio Muñoz Molina

Quien quiera aprender algunas cosas sobre la belleza y la barbarie, debe visitar Cáceres cualquier fin de semana. El viaje en tren desde Madrid es una perfecta travesía, lo bastante breve como para no fatigar con su monotonía, y al mismo tiempo con la duración necesaria para concederle a uno ese estado de espíritu particular del viaje, la expectación de la salida, las horas de en5imismamiento y quietud en el vagón, el gusto siempre un poco novelesco de llegar a una ciudad en la que nadie nos conoce, de inscribirnos en el hotel y dar el primer paseo por la calle. De Cáceres todo el mundo sabe vagamente que es lo que llaman las guías, una ciudadmonumental, pero casi nadie tiene imágines precisas de ella, al menos no en la medida en que cualquiera identifica, por ejemplo, a Salamanca a través de la imagen de su plaza Mayor, o a San Sebastián por la bahía de la Concha. También ese desconocimiento parcial se agrega a los placeres del viaje: el de llegar a una ciudad que no promete nada consabido, que no ha sido malograda para la imaginación y la caminata por las postales y los carteles turísticos.Los viajeros más prestigiosos son los que cuentan expediciones a países remotos, a playas caribeñas o junglas asiáticas, si bien lo único que en realidad les hace tolerables tales inmersiones en lo exótico es elaire acondicionado y la cocina internacional de los hoteles en los que han recalado y en cuyo vestíbulo compran las postales y los tesoros de artesanía nativa que luego muestran al regreso. Debería de haber un arte del viaje a lo próximo, una literatura de los trayectos breves, de los parajes familiares, de las ciudades en las que no podemos sentirnos tristemente perdidos porque se parecen a nuestra propia ciudad, si bien tienen sobre ella -la ventaja de no serlo, y de permitirnos por tanto la modesta libertadde los desconocidos.

En un país donde hasta hace poco nadie viajaba, a no ser en calidad de emigrante o de fugitivo, la libertad nos trajo una avidez de paso de fronteras, una sensibilidad especial para la poesía de los nombres de las capitales lejanas. No creo que se haya reparado debidamente en la abundancia de nombres de ciudades extranjeras que hay en los títulos de las novelas y los libros de versos españoles de los. años ochenta. Tal vez, nos va sobreviniendo ahora un impulso contrario, un reflujo hacia lo que tenemos más cerca, hacia geografías de palabras menos literarias que los de Bangkok o Praga, o Lisboa o Chicago.

La palabra Cáceres seguramente no provoca en nadie una resonancia poética: tiene algo de ciudad escondida, de perfecta capital de provincia con un gran teatro y una avenida muy arbolada con quiosco de la música y estatutas de poetas regionales. Pero cuando, se sube a la ciudad alta, sobre todo de noche, uno es inmediatamente arrebatado por la belleza y el silencio, por las calles empedradas en las que se suceden palacios, caserones e iglesias de una severa elegancia, torreones circulares y hoscos de piedra sin labrar y saeteras medievales, torres y almenas, sobre las que siempre hay nidos de cigüeñas. De noche, en Cáceres, uno levanta los ojos hacia un campanario y hay encima de él una figura blanca y rígida, que parece mirarlo desde su distancia de vértigo, y uno no sabe si es una estatua o una gárgola o una presencia real: de noche, las cigüeñas permanecen inmóviles sobre los tejados -de Cáceres, y el viento les estremece las plumas, que se agitan en un silencio como de llamarada, frías y blancas, iluminadas por los reflectores que permanecen encendidos sobre los tejados.De pronto, en las noches del fin de semana, nos damos cuenta de que estamos escuchando algo más que nuestros pasos sobre el empedrado. De alguna parte sube un gran rumor que no es el del tráfico, una sonoridad cóncava y borrosa de voces. La perdemos, la oímos más cerca al doblar una esquina, se convierte en escándalo si nos aproximamos a las calles que bajan hacia la plaza Mayor, que es por cierto, una plaza sin la antipatía normativa de otras plazas mayores, alargada y en cuesta, con perspectivas cambiantes y admirables, con torreones y tejados que ascienden hasta los pináculos donde se agitan de noche las plumas de las cígüeñas inmóviles.

Al llegar a la plaza Mayor, la sonoridad de voces se convierte en escándalo de gritos y de cristales rotos, y uno se encuentra sin aviso frente al espectáculo alucinante de una flesta multitudinaria y vandálica. Las escalinatas del Ayuntamiento y las que suben hacia la ciudad vieja están ocupadas por cientos o millares de jóvenes que se emborrachan a toda velocidad con combinados a base de whisky mesetario y de ginebras venenosas. Por las puertas de los bares sale a la calle un escándalo de bakalao, con su machaconería idiotizadora de mecanismo indu Algunos de los borrachos rrachas que vomitan en quier zagüán no tienen n 13 o 14 años. Según aval noche, las escalinatas y 1 llejones de una de las ciu más admirables de Eur( van llenando de una in.

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