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La trama de los justos

Antonio Muñoz Molina

Cada vez me parece menos cierto que la inutilidad sea un mérito sofisticado de la literatura o del arte. Un libro de poemas puede resultarnos más práctico que un manual de instrucciones a la hora de dilucidar una percepción y un sentimiento, y una buena película mejora sutilmente las condiciones materiales de la vida. La turbia actualidad inmediata se nos amortigua o se nos ilumina a veces gracias a la literatura, y entre una noticia del periódico, una leyenda de la Kábala y uno de los últimos poemas de Borges pueden descubrirse hilos invisibles que se vuelven brillantes por un segundo al trasluz de la rememoración. Leo el domingo, en este periódico, la historia ejemplar de los cuatro hombres que sin conocerse entre sí se confabularon para que los dos asesinatos más crueles de los GAL no fueran abolidos ni quedaran impunes, y al ver sus caras en las fotografías reconozco en ellas como un rasgo común la expresión tranquila y determinada de los justos y me acuerdo de esa fábula de los cabalistas que contó Gershom Scholem en un libro memorable -La Kábala y su simbolismo- y que Borges recogió en uno de aquellos poemas lapidarios que le dictaba a María Kodama en la oscuridad errante de sus últimos años.Según cuenta Scholem, los cabalistas consideraban que Dios estaba siempre a punto de destruir el mundo, espantado por los extremos de la maldad humana. Si no lo hacía, si no lo ha hecho aún, es porque en cada generación hay exactamente 36 hombres y mujeres justos que la salvan en secreto, sin que nadie lo sepa, ni siquiera ellos mismos, que desde luego no se conocen entre sí ni llevan vidas de particular relieve. El heroísmo de los justos es tan sigiloso que apenas nadie lo advierte, pero su eficacia puede ser colosal, y la cadencia de sus actos puede establecer una frontera entre la humanidad y el infierno. Borges, en su poema, enumera un censo breve de los justos: quien cultiva un jardín, quien juega tranquilamente con un amigo al ajedrez, quien lee junto a la persona amada el final de la Divina Comedia, quien acaricia a un animal dormido, quien compone escrupulosamente la tipografía de una página, quien agradece que existan la música y los libros de R. L. Stevenson, quien prefiere que los demás tengan razón.

Yo no sé si nuestra generación merecerá salvarse, o si el número de los justos que la mantienen a pesar de todo a salvo del desastre llegará a 36, pero sin duda el periódico del domingo retrataba a cuatro de ellos, que sólo ahora, después de cumplir cada uno su tarea con paciencia y secreto, se han revelado a la luz pública, desmintiendo con su simple presencia la inevitabilidad de la vergüenza, la normalidad de la desgana, la corrupción y el horror.

Vivimos en los tiempos del regreso póstumo de Albert Camus, y se va viendo cada día que las palabras que él escribió, proscritas por el cinismo y el dogmatismo intelectual de sus contemporáneos más célebres, se vuelven contemporáneas de nosotros mismos y nos asisten ahora enmedio de la confusión. "Que chacun fait son métier", exigía Camus, que cada cual haga honradamente su oficio, que nadie se sienta exculpado de su íntima responsabilidad personal en virtud de las ideologías o de las circunstancias. Lo que une a esos cuatro hombres que no se conocían entre sí, al inspector García, al fiscal Gordillo, a los forenses Echebarría y Bru, es la tenacidad solitaria de cada uno de ellos en el cumplimiento del trabajo que les correspondía, la firmeza de una convicción moral no desperdiciada en gestos ni exagerada en palabras, sino llevada a cabo hasta el final y en la práctica, en el reino lacónico de los hechos y, los informes forenses, en la pura legalidad de las investigaciones policiales y los dictámenes jurídicos.

Parecía que todo daba igual, y que la única actitud posible: era la resignación, la huida o la, complicidad con la trapacería, unánime. A la codicia de los corruptos y a la soberbia más o menos impune de los poderosos se correspondía el puro abatimiento de los todavía íntegros, la convicción triste de que lo único que podía hacerse era buscar refugios casi clandestinos de dignidad personal. De un modo imperceptible la escandalosa evidencia de la inmoralidad pública se había ido convirtiendo en justificación de las mezquinas inmoralidades y claudicaciones privadas. Si el robo es lo más común, no vale la pena un gesto solitario de honradez personal; si se ha vuelto habitual y tolerado el uso de la mentira, no sirve de nada el esfuerzo por determinar una fracción de verdad que muy probablemente no será escuchada, o que se perderá en el ruido de la confusión; si los terroristas matan, quebrantar la ley para matarlos a ellos es un acto de legítima defensa...

Cualquiera puede encontrar una justificación a un comportamiento vergonzoso. Tal vez lo que distingue a los justos es que se niegan a secundar ese juego de coartadas mutuas, y que a pesar del ineludible desaliento procuran no dañar a nadie y hacen lo que tienen que hacer lo mejor que saben y pueden. En las escuelas públicas, en los institutos de los barrios más despojados, uno encuentra profesores que siguen manteniendo la tarea del conocimiento y del aprendizaje a pesar de la cotidiana barbarie y del abandono de las autoridades educativas, que aspiran a gobernar cuanto antes sobre un país de asnos. Una persona que abre con cuidado una puerta o que baja la voz para no molestar o que cede el paso a un desconocido está mejorando la vida. Un médico jubilado, un forense joven y serio de San Sebastián, un inspector de policía y un fiscal amenazado de muerte por ETA se han confabulado sin saberlo para que un doble crimen de hace más de 10 años no quede sin castigo, pero su conspiración de rectitud no afecta sólo a las víctimas y a sus torturadores y verdugos. Al ver sus caras en el periódico del domingo me acordé de la última línea del poema cabalista de Borges: "Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo". Al menos nos han salvado el sentimiento y la exigencia de la dignidad.

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