"Quiero pisar las calles nuevamente"
Tratábamos de recordar los (antes) famosos versos de la canción de las alamedas con las que todos reclamábamos justicia y reparación para el Chile ensangrentado, y ni Marcela Serrano, novelista chilena de viaje en Madrid para estar en los actos culturales organizados aquí por la embajada de su país con motivo de la primera visita de su presidente Frei, ni ninguno de nosotros era capaz de memorizarla ni entera ni mediada. Hasta que un hombre hasta entonces absorto, de mediana edad y gafas oscuras, que comía solo en una esquina del restaurante, se acercó a nosotros, nos extendió un papel y dijo:-Esta es la canción que ustedes trataban de tararear.
Y nos la dio. "Quiero pisar las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada / y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes". No nos acordábamos en Madrid, y no se acuerdan en Chile. Desmemoria paralela, historias similares, países hermanos hasta en eso, en la capacidad de olvido. Como si la seda de esa venda fuera la única alternativa, allí han vivido también las consecuencias -históricas, culturales, políticas- de la ceguera que produce el olvido de lo que ha pasado.
Y lo que pasó fue tan, tremendo que uno siempre se pregunta cómo se pudo haber superado tan pronto. Es que no se ha superado, deduce uno hablando con los chilenos. La épica terrible que tuvo, ante todo el mundo, el degollamiento de la democracia de Allende hacía presagiar un regreso alborozado -culturalmente también- a la libertad; pero es que ahí sigue Pinochet, al final de la alameda que las can ciones querían libres del pasado con olor a bota militar. Los chilenos fueron extremadamente responsables, sensatos, y contribuyeron -dicen- con su auto censura a que no se rompieran los cimientos de lo que es ahora la democracia aún vigilada de un país que se quedó callado por mucho tiempo. En ese entre paréntesis en el que uno olvida las canciones que tarareó con otros -como ha pasado aquí, como pasa allí-, los países se conjuran para perder su memoria, y Pablo Neruda, por ejemplo, se pasea ya sin aquel bastón ominoso que le añadió la primera sangre de la dictadura, y es objeto -aquí y allí, en todas partes- del culto de los que conservan los libros de cuero y convierten. en oro de ley las firmas de las obras completas de los grandes poetas de estante ría; y hasta Víctor Jara -como tantos nuestros, desde Blas de Otero a Celaya, por poner mil ejemplos- se ve como una reliquia molesta en las esquirlas de una memoria que se asienta a medida que sube la música de los conciertos de rock duro de Nirvana o de Pearl Jam, la educación sentimental de los nuevos adolescentes que nacieron al tiempo que Jara se desangraba al principio de esa alameda cruenta. Y Quilapayún es un recuerdo tan lejano que muchos lo guardan en la casa de campo, como los discos de Jara u otros, para que en la ciudad no se rían de su rancia memoria de otros tiempos que acaso no le pasaron a nadie nunca jamás y que sin embargo conviven ahí, como la asignatura pendiente que guardan los espejos ocultos de los pueblos. La novela, en los últimos tiempos, desde Donoso a Edwards y a Dorfman, hasta los más jóvenes la citada Marcela Serrano, Gonzalo. Contreras, Alberto Fuguet, Arturo Fontaine, Jaime Collyer...- parece ser el asidero en el que se asienta la memoria de los nuevos chilenos que no quieren que la historia, de pronto, sea en efecto una venda de seda sobre los ojos de un país que en un momento determinado de la historia de todos nosotros supuso en sí mismo una metáfora instantánea de lo que también perdió España para no recuperar sino a trancas y barrancas y tantos, tantos años después.
Que no se nos olviden las canciones, porque los países que olvidan las melodías que nacen de su dolor están condenados a repetirlas en sueños o en pesadillas. Que no se nos - olviden las canciones. Que no se nos olvide nada por el camino.
(En el camino del olvido, ha muerto Ovidi Montllor. La última vez que le vimos en Barcelona, hace un mes, su voz que tanta guitarra tuvo era ya una sombra que sólo se conservaba plena en los discos, en las películas y en su mensaje del contestador. Desgarrado por la palidez del dolor se mantenía activo como un superviviente. No pudo más. Queda la memoria).
Babelia
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