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Los alemanes del Este, entre el alivio y la angustia

Lluís Bassets

La noticia en la RDA, ocho meses después de la apertura del muro de Berlín, en los mismos días de la unión monetaria, es todavía la frontera, o mejor, su desaparición. Cuesta habituarse a la libertad de movimientos cuando se ha estado anquilosado durante 25 años. Cuesta creer que Berlín sea una ciudad abierta y que todos los rótulos amarillos, que señalan las viejas y obligatorias rutas de tránsito, sean literalmente mentira. No es verdad, no hay 59 kilómetros desde Potsdam hasta Berlín, ni la flecha señala la dirección correcta para atravesar la frontera.Muchas casas lucen un cartel donde se anuncian habitaciones. Por 20 marcos (apenas 500 pesetas, si el cambio es bueno) es posible dormir en una habitación sencilla pero limpia. Este tipo de turismo permite penetrar en un hogar alemán oriental y oír las lamentaciones y las expresiones de esperanza que levanta la fecha mágica del 1 de julio.

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Los alemanes orientales son locuaces y simpáticos. Su facilidad de comunicación parece formar parte de una revancha contra el aislamiento de tantos años. Muchos tienen la sensación de haber perdido el tiempo durante 40 años, que en ocasiones es toda una vida, sin viajar, sin posibilidad de acceder a numerosas actividades y conocimientos, y sobre todo bajo el paraguas de acero del socialismo realmente existente. Casi todos comparten un gran sentimiento de inseguridad y miedo (angst) ante el futuro, mezclado con un alivio incomunicable por el fin de la dictadura.

Erika y Klaus Schnell son un matrimonio de expulsados (vertriebene) de las antiguas provincias alemanas. Viven en una aldea al norte de Weimar. Erika nació en Checoslovaquia, en la antigua zona de los Sudetes. Su marido, en Pomerania, hoy Polonia. "No todo es malo e inferior aquí", aseguran. Ellos no han querido pasar a recoger los 200 marcos de dinero de recibimiento que pagaba el Gobierno federal a los alemanes que saltaban el telón de acero. Tampoco han cobrado indemnización como expulsados de los antiguos territorios del Reich, cosa que echan en cara a los miembros de la Federación de Expulsados (BdV).

Erika y Klaus tienen un huerto, gallinas y conejos. "Para nosotros, este régimen podía seguir, aunque es verdad que había corrupción entre los dirigentes", aseguran. Este matrimonio, que pasa ya de los 60 años, ha estado toda su vida adulta bajo el régimen comunista. Ahora sienten una profunda angustia ante el futuro. Temen que los aumentos de precios y la congelación de sus pensiones les deje en la cuneta de la sociedad, en la marginación. A pesar de los malos pensamientos, Erika muestra satisfecha el sótano, donde hay patatas y conservas caseras y, en un rincón, las pastillas de lignito, el horrible carbón marrón, de olor azufrado, cuya pestilencia se extiende por todas partes en la RDA cuando aprieta el frío, y que es otro de los símbolos de la calidad de la vida socialista.

Hadesnky es el joven director de un hostal de carretera en Luisenthal, al lado de Gotha. Este mes recibirá su salarlo, 1.200 marcos, de la empresa pública propietaria del negocio. Junto con el cambio de moneda, el restaurante Libelle pasará a ser propiedad de los seis camareros y cocineros que hasta ahora formaban su plantilla. El mes próximo, el papá-Estado que hasta ahora tutelaba a todos los alemanes orientales, no pagará ni un duro a los nuevos propietarios, que tendrán que llevar sus propias cuentas. Para adquirir el negocio contarán con créditos blandos; pero, aunque todos; se manifiestan dispuestos a arrimar el hombro, no esconden su preocupación. "Nosotros somos los auténticos perdedores de la ll Guerra Mundial; nosotros sí que hemos pagado a la Unión Soviética por las indemnizaciones de guerra", asegura.

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Jürgen Schmidt, fresador de Erfurt, de 36 años, se largó hace ya casi un año a través de la Embajada de Polonia. Ha trabajado en Suiza y ahora tiene un contrato para irse a Brasil, donde va a cobrar 5.000 marcos al mes. No sabe ni una palabra de brasileño, pero sí de inglés. Jürgen confiesa que no ha conseguido aprender ruso, a pesar de que era lengua obligatoria en todo el ciclo escolar. "No me gusta ni ésta Alemania ni la otra", afirma.

Entre Gotha y Erfurt, en mitad de un hermoso campo violáceo donde crece un cultivo de facilias, está instalado un apicultor. Su pequeño Trabant se halla aparcado a mitad del camino. El remolque está metido en el campo, con las puertas laterales abiertas para que millares de gruesas abejas puedan salir y entrar en la docena de colmenas. El apacentador de abejas, con su bata blanca sucia de mi el, era un caso excepcional: un empresario libre en un país donde todo es del Estado. "El Estado me compraba toda la producción y me la pagaba muy bien", asegura. Ahora cree que las cosas pueden irle mejor, aunque no faltarán las dificultades. "De momento, la gente de aquí no quiere comprar miel sin envasar, sino productos de Occidente, productos artificiales, bien caros y bien etiquetados. Todo lo que viene de allí les parece bueno, y todo lo de aquí, malo".

Dieter bebe cerveza en el pequeño hotel turístico de Kelbra, al norte de Weimar. Es un joven campesino que trabaja en una granja estatal de cría de cerdos. Tiene mujer y dos hijas, y asegura que su única posibilidad está en el Oeste. "El Mercado Común no nos va a traer más que desgracias", apostrofa. Dieter no tiene ni una palabra de disculpa para el régimen caído, pero se confiesa atrapado por el miedo y roído por el resentimiento. "En la República Federal no han recibido más que subvenciones. Primero, el Plan Marshall; luego, los numerosos subsidios agrarios del Mercado Común. Nosotros, en cambio, hemos tenido que trabajar para los rusos".

El doctor Karl Ditzing vive en un pequeño chalé en las afueras de Chemnitz. Ronda la cincuentena y se confiesa tremendamente feliz. "Me he sacado 15 añosde encima", asegura, a pesar de que su partido, el Neues Forum, protagonista de primera Fila del cambio democrático, recibió escasa atención por parte del electorado. Su esposa, también médico, cuenta que nunca han militado en ninguna organización oficial del régimen. "Hemos atravesado este calvario sin perder en ningún momento la dignidad, y ni tan sólo hemos sucumbido a la tentación de quedarnos en la RFA cuando viajamos por razones profesionales", asegura.

Ambos afirman que todavía no terminan de creerse que puedan viajar por todo el mundo, recibir amigos, llamar al extranjero sin controles. "Inimaginable, inimaginable", dicen una y otra vez. La misma expresión, idéntica, se oye en uno y otro sitio, de punta a punta de la república en extinción. El pleno empleo, numerosos servicios sociales, los bajos alquileres, los alimentos con precios subvencionados, la seguridad y la tutela asfixiantes, el papeleo y muchas colas inútiles, todo quedará arrumbado. También las sentencias que pasaban de mano en mano en fotocopias y que describían el socialismo con humor ácido y triste: "No hay paro, pero nadie trabaja. Nadie trabaja, pero todos reciben un salarlo. Todos reciben un salario, pero con él no se puede comprar nada. No se puede comprar nada, pero todos son propietarios de todo. Todos son propietarios de todo, pero todos son infelices. Todos son infelices, pero todos votan por el sistema en las elecciones". Ahora, los alemanes dicen adiós a todo esto. Ende. Schluss. Fertig. Passé. Éstas son las palabras que repiten. De un lado a otro, de norte a sur de esta república que cumplió 40 años y no cumplirá ni uno más.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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