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Un centro geométrico

Resulta curioso comprobar un triunfo parecido con una obra tan escasa, un lugar tan central ocupado por un protagonista en apariencia tan marginal. Para hablar de Augusto Roa Bastos habría que retroceder a otros casos literarios tan singulares como míticos, como el del joven Rimbaud, que tras escribir dos libros enmudeció para siempre, o el del recientemente desaparecido Juan Rulfo, que hizo lo mismo aunque sin apartarse nunca de la literatura. Roa Bastos nunca ha dejado de escribir, desde que apenas con 30 años de edad partiera para el exilio bonaerense con algún libro de poesía en sus alforjas, una juvenil experiencia de combatiente en la guerra del Chaco y otra más amplia como periodista en su propio país y en una Europa bañada también en la sangre de la guerra. Pero su fama se basa sobre todo en dos novelas, Hijo de hombre y Yo, el supremo, publicadas en 1960 y 1974, aunque también se prolonga en otros seis libros de relatos importantes. Y pocas veces es posible verificar tal celebridad con tan breve aunque rotunda obra. Para subrayar el hecho, Roa Bastos no tuvo empacho en confesar hace poco más de un año que había destruido el original de esa tercera novela -El fiscal- prometida durante años.Sólo hay una palabra para facilitar este hecho: rigor. Pues Roa Bastos nunca ha abandonado la literatura, siempre ha seguido al pie del cañón, ha cultivado la narrativa y el teatro para niños, ha escrito guiones de cine, y más poemas también, claro está, pues sabe bien que la poesía es el centro de todo. Es su rigor el que le ha impedido hasta hoy no tanto el escribir como el publicar todo lo que lleva escrito. Roa Bastos sólo publica aquello de lo que se siente seguro y ello resulta refrescante en una época de graforrea desenfrenada en lo que, para parodiar a Mallarmé, el mundo no parece existir para convertirse en el libro, sino para dar excusa a los miles y miles de libros innecesarios que ya no nos dejan apenas respirar. Pues cuando Roa Bastos destruyó el manuscrito de El fiscal, también estaba escribiendo, no se olvide. Este marginal, discreto y casi silencioso escritor ocupa, sin embargo, un lugar central en las letras hispánicas del presente siglo. Y también lo ocupa en su propia posición lingüística, en la que, partiendo de lo más clásico de la lengua española, asume la realidad guaraní de su propia patria, Paraguay, donde la lengua indígena es la más hablada y la menos escrita, el español la más escrita y menos hablada, y la lengua literaria de Roa Bastos equilibra la sabiduría de lo escrito con la sensibilidad de lo hablado.

Sus primeros libros comportaban glosarios de las voces indígenas que allí aparecían; pero los últimos -y algunos de los antiguos revisados y corregidos- ya no necesitan estos mínimos vocabularios, pues las palabras guaraníes, los versos y expresiones indígenas se explican en el interior del texto mismo. Dejando aparte, claro está, lo que la sensibilidad poética y lírica de la lengua guaraní ha podido aportar al magistral despliegue de su lengua española.

La obra de este singular narrador oscila, además, entre lo épico y lo lírico, pues mientras cuenta historias terrestres y perfectamente novelescas siempre nos llegan repletas de una intensidad poética extraña y patente. Tal vez ello provenga precisamente de esa sensibilidad guaraní antes citada, un pueblo acostumbrado a las guerras, que ha sufrido atroces dictaduras -la del doctor Francia en el siglo pasado y la del general Stroessner en el presente, que inspiraron además gran parte de la obra de Augusto Roa Bastos-, pero que al final es más aficionado al canto y a la poesía, o a los cuentos mágicos y folclóricos, que a narrar su propia historia, como demuestra el hecho de que sea bastante ireciente la aparición de la novela moderna en el país, a principios de la pasada década de los cincuenta.

Otra bipolaridad en la obra de Roa Bastos es la que se observa entre el mito y la historia, como se observa al acercarse a sus dos grandes novelas: Hijo de hombre parte de lo mítico, de esas extrañas historias religiosas donde se entrernezcla la presencia del cristianismo con el legado legendario guaraní, para, a partir de una especial recreación de lo religioso -algunos dicen que da la vuelta a las propuestas y las humaniza, y el hijo de Dios se convierte en el hijo del hombre-, desembocar en personajes reales, en la guerra del Chaco, en esa mezcla de miseria y heroísmo donde se cumple la nueva pasión humana. Mientras tanto, Yo, el supremo empieza bien anclada en la historia, pues el autor revela que empleó más de 20.000 legajos y documentos para poder construir su gran novela. Pero aquí la figura del doctor Francia, a través de un alucinante y mágico monólogo, se eleva a la categoría de mito, hasta el punto de que la novela desborda todo maniqueísmo, todo vulgar aspecto de denuncia panfletaria o simplemente justiciera para inscribirse en el mundo de la imaginación literaria de una vez por todas. Esto es, parte de la historia para terminar en el mito.

Y aquí, en el centro geométrico, entre épica y lírica, español y guaraní, mito e historia, Paraguay y América Latina, el exilio y el reino, también ahora recobrado, está el lugar de Augusto Roa Bastos.

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