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Retorno al 20-N

La victoria del no en el referéndum chileno ha significado para muchos españoles algo más que una conmovedora noticia o un motivo de euforia. La derrota en las urnas del general Pinochet también ha activado un turbulento proceso de asociación de ideas y emociones entre las historias políticas de Chile y de España durante los tres últimos lustros.Hace 15 años, el bombardeo del palacio de la Moneda acababa en Santiago con las instituciones democráticas, con un Gobierno de izquierda respetuoso de la legalidad constitucional y con la vida del presidente Allende. Si el triunfo de la Unidad Popular chilena en 1970 había despertado optimistas expectativas en la oposición española confinada a la clandestinidad, el golpe militar de septiembre de 1973 influyó tan poderosamente sobre la cultura política de la izquierda europea que inspiró incluso la estrategia de compromiso histórico entre democristianos y comunistas propuesta por Berlinguer en Italia.

Hace 13 años, el fallecimiento del general Franco abría a los españoles, si no las alamedas de la libertad prometidas a los chilenos por Salvador Allende, al menos un camino practicable para recuperar la democracia. La presencia del aislado general Pinochet en las exequias fúnebres del dictador y en la proclamación de don. Juan Carlos como rey por las últimas Cortes franquistas simbolizó los lazos de familia y de mimetismo entre el régimen autoritario que iniciaba su desaparición en Europa y la dictadura militar que alzaba el vuelo en el Cono Sur latinoamericano. La presencia de Adolfo Suárez -una figura emblemática de la transición española- en las calles de Santiago como firme avalista del no a Pinochet parece una simbólica devolución de tarjeta.

La quiebra de los sistemas democráticos ha sido objeto de ambiciosos estudios de política comparada y ha dado lugar a interesantes tentativas de generalización y conceptualización. Hace ya algunos años, Juan J. Linz y Alfred Stepan compilaron un articulado conjunto de estudios monográficos sobre las crisis de las democracias, desde el ascenso de los regímenes fascistas o autoritarios en la Europa de entreguerras (Italia, Alemania, Austria, España) hasta la bancarrota del pluralismo en diversos países de Latinoamérica a lo largo del siglo XX (Argentina, Colombia, Venezuela, Brasil y, por supuesto, Chile). Desde el retorno a la democracia de Portugal, Grecia y España a mediados de la pasada década, y de Argentina y Uruguay ya en los años ochenta, el interés de los especialistas en política comparada ha cambiado de signo y ha pasado a centrarse en las secuencias de dirección opuesta con el propósito de descubrir las pautas de regularidad y los elementos comunes en los procesos de transición desde la dictadura hasta la democracia.

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¿Qué ayuda pueden aportar esos estudios comparados, en los que el ejemplo español ocupa siempre un lugar destacado, a la recuperación de las libertades en Chile tras la derrota de Pinochet el pasado 5 de octubre? Es evidente que las analogías descubiertas entre los diferentes procesos de conquista del pluralismo en Europa y Latinoamérica son bastante menos precisas, obvias y abundantes que las diferencias señalables por cualquier analista. En todo caso, parece conveniente subrayar que la transición democrática no es la feliz derivación práctica de una receta lista para aplicar a cualquier país enfermo de dictadura.

La metáfora atribuida a Torcuato Fernández Miranda según la cual el Rey habría sido el empresario teatral de una obra dramática escrita por el propio Fernández Miranda y escenificada por una compañía de actores encabezada por Adolfo Suárez ha contribuido a extender la fábula, a medio camino entre la ingeniería social y la concepción conspirativa de la historia, de un modelo patentado y exportable de cambio democrático inventado en España. Sin embargo, la simplista interpretación de la transición española como una operación planeada hasta el mínimo detalle en laboratorios ideológicos secretos, de forma tal que los vertiginosos meses del primer Gobierno de Suárez habrían sido sólo el tiempo necesario para que los maestros de obras y los albañiles levantaran un edificio previamente diseñado por sus arquitectos, no resiste la más mínima prueba empírica.

Por lo demás, saltan a la vista las disonancias políticas -para no hablar de las diferencias de desarrollo económico, estructura social, contexto geoestratégico y cultura cívica- entre la España de noviembre de 1975 y el Chile de octubre de 1988. El general Pinochet no sólo no ha muerto en la cama, sino que sigue arrellanado en su butaca presidencial. No existe en Chile ese nexo simbólico de continuidad del Estado, abstracción hecha de los contenidos autoritarios o democráticos del sistema político, que encarno en España la figura del hoy Rey constitucional y ayer sucesor designado por Franco. El transcurso del tiempo no ha cerrado en Chile -ni en Argentina y Uruguay- las cicatrices de la represión, abiertas en la memoria de los familiares, amigos y compañeros de los fusilados desaparecidos y en las carnes de los presos y de los torturados. Los tres lustros de la dictadura de Pinochet han sido insuficientes para promover el relevo generacional de la clase política; mientras que la transición española fue conducida básicamente por gentes sin vivencias directas de la guerra civil (Suárez nació en 1932; el rey, en 1938, y Felipe González, en 1942), la mayoría de los políticos chilenos en activo, situados en el Gobierno o en la oposición, participaron, fueron espectadores o sufrieron el golpe de Estado de Pinochet. Ese conjunto de condiciones no facilita necesariamente la aceptación -aunque sea a regañadientes- por las fuerzas armadas chilenas de una salida negociada y pacífica de la dictadura hacia la democracia.

La presencia de Adolfo Suárez en Santiago sirve para subrayar, de forma paradójica, esas diferencias entre las situaciones predemocráticas española y chilena. El ex presidente del Gobierno personifica en buena medida la transición democrática en España, tanto por su eficaz labor para lograr el desmantelamiento del franquismo como por su valerosa actitud frente a los asaltantes del Congreso del 23-F. Aunque ahora ha a apoyado con admirable coraje el no a Pinochet desde el desamparo de la calle, Adolfo Suárez pudo jugar su decisivo papel en el proceso español de cambio precisamente por hallarse al abrigo de los despachos del Estado; esto es, por la especialísima cualificación que le daba para realizar esa función su hoja de servicios a la dictadura franquista.

Pese a las particularidades de la situación chilena (sus diferencias con el caso español podrían ampliarse hasta el aburrimiento), los recientes estudios de política comparada ofrecen probablemente útiles analogías, al igual que cualquier otra lectura atenta de la historia, para el tránsito desde la dictadura de Pinochet hasta la democracia plena. Aprender de los errores es casi tan importante como imitar los aciertos; pero corresponde únicamente a los chilenos la tarea de separar el grano de la paja en las enseñanzas brindadas por otros países.

Se trata, en cualquier caso, de un camino de ida y vuelta. Las experiencias posteriores arrojan nueva luz sobre los acontecimientos que les preceden causalmente en el tiempo y ayudan a su valoración y enjuiciamiento. Para que los chilenos pudieran obtener algún provecho de nuestra reciente historia, sería preciso -como muestra la paradoja viviente de Suárez- que estudiasen los orígenes de la democracia española sin mimetismo, pero con frialdad y realismo. A la vez, la deseable y probable fortuna de la causa de la libertad en Chile durante los próximos meses servirá a los españoles como elemento de contraste para medir sus propios fallos y aciertos en ese imaginario retorno analítico al 20-N.

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