El laberinto argentino
El juicio al triunvirato militar, las provocaciones terroristas y una inflación galopante amenazan con desgastar a Raúl Alfonsín
Cada mañana el sol se levanta en Argentina sobre 75 millones de vacas propietarias de la mejor carne del mundo, más de 2.700.000 kilómetros cuadrados, una pampa húmeda, que al recorrerla provoca el vértigo horizontal o la melancolía de las estepas rusas y se extiende por las provincias de Buenos Aires, La Pampa, Santa Fe y Córdoba, en una orgía de miles de kilómetros cuadrados de tierra con metro y medio de humus, "en los que escupes desde el caballo y crece un árbol", y sólo 30 millones de habitantes, en su mayoría descendientes de españoles e italianos, educados, corteses y hasta refinados.El país se autoabastece de petróleo, del que posee reservas inexplotadas; quema al aire su gas en los pozos australes por falta de aprovechamiento industrial; posee la primera industria atómica del subcontinente, y es el primer suministrador de grano de la Unión Soviética. El chovinismo que suponía que Dios es argentino siempre tuvo su razón de ser en este país privilegiado, como la amarga reflexión nacional que suponía que Dios mediaba cada noche lo que los argentinos estropeaban durante el día.Tantas bendiciones -ciertas- parecen tener crudas contrapartidas. Argentina tiene las peores fuerzas armadas del Cono Sur latinoamericano: más que golpistas, elitistas y autoconvencidas de la necesidad y bondad de su intervencionismo en política; la peor Iglesia católica: ultraconservadora, insensible a los sentimientos de las masas, sumisa aliada del poder económico; la peor oligarquía financiera y agrícola-ganadera: fuertemente antinacional, antilatinoamericana y siempre desmayada ante los fastos culturales europeos y el poder económico-tecnológico estadounidense; y los peores sindicatos: mafiosos, corruptos, políticamente reaccionarios -el sindicalismo argentino es el mejor freno para la izquierda-, perennes aliados de los militares.
El cuadro de las desventajas se completaría con la ausencia de proletariado, la destrucción de las opciones políticas de izquierda por el peronismo, la permanente, obsesiva y cainita multidivisión de éste, y el carácter homicida y bucanero de la última, intervención militar, que dejó por saldo contable nacional la desaparición de 30.000 personas y 50.000 millones de dólares.
Este es el imprescindible marco de referencia para situar a un Gobierno como el de Alfonsín que, electo por mayoría absoluta tras siete años de dictadura militar, se ve obligado a denunciar nuevas conspiraciones golpistas y a negociar con la oposición derrotada y dividida una nueva multipartidaria que defiende el sistema, democrático.
En menos de dos años, el Gobierno de la Unión Cívica Radical se encontró illiaizado y vapuleado en los corrillos políticos de Buenos Aires como si hubiera ganado las elecciones de octubre de 1983 por el 20% de los votos en vez de por el 52%. Arturo Illía, un anciano médico rural cargado de buena voluntad y sentido común, gobernó constitucionalmente el país entre 1962 y 1964, tras ganar los radicales en minoría unas elecciones de las que estuvieron excluidos los peronistas. Una activa campaña de opinión pública basada en la hipotética ineficacia de Illía movilizó a las fuerzas armadas, encabezadas por el teniente general Onganía, a un nuevo arrasamiento de la Casa Rosada.
El 'síndrome de Illía'
Los últimos seis meses Buenos Aires ha vivido bajo el síndrome de Illía ante el desmoronamiento económico de una inflación aceptada oficialmente en un 1% diario y estimado en el doble por la oposición. Políticos sin representación parlamentaria o con sólo dos diputados, como Rogelio Frigerio y el ex presidente Arturo Frondizi (Movimiento de Integración y Desarrollo), o como Álvaro Alsogaray (Unión de Centro Democrático), representantes de la derecha más conservadora, plantaron dos puentes de diálogo en sendas direcciones: uno hacia las fuerzas armadas, descontentas con los severos recortes presupuestarios y de alguna manera enjuiciadas en el proceso a tres de sus cúpulas militares por la guerra sucia contra la subversión, y otro hacia la extrema derecha del peronismo, acaudillada por Herminio Iglesias.
Un camionetazo -miles de camionetas de estancieros convergiendo sobre la plaza de Mayo- intentó remedar la marcha de las cacerolas que significó el comienzo del fin de Salvador Allende en Chile; el ministro del Interior, Antonio Troccoli, impidió con la Guardia de Infantería que las camionetas de los hacendados invadieran la capital federal para protestar por la política económica del Gobierno.
Sumidas las fuerzas armadas en el mayor desprestigio de su historia -desapariciones, hundimiento y latrocinio económico, guerra de las Malvinas-, la conspiración golpista buscaría sólo el forzamiento de la renuncia de Alfonsín en su vicepresidente, Victor Martínez, oscuro representante de la derecha del partido. La reacción de Alfonsín fue su discurso radiotelevisado denunciando públicamente la conspiración y citando a las masas en plaza de Mayo para defender la democracia. El presidente argentino intentaba retomar políticamente el espacio perdido en el terreno económico, donde se mueve con mayor dificultad. Pero la realidad es que Alfonsín había dejado perder un año de gobierno.
La Unión Cívica Radical, firme, decidida y prudente en su política de defensa de las garantías cívicas, los derechos humanos y el juzgamiento de las cúpulas castrenses responsables del genocidio durante la dictadura, careció de valor moral para relatar *al país la dramática situación de la economía. Temerosa de perder el impulso de su victoria democrática sobre el peronismo, anunciando penurias, lo dilapidó prometiendo voluntaristas y mágicas recuperaciones económicas.
Alfonsín fracasó asimismo en un prematuro intento de democratizar la burocracia del sindicalismo, de mayoría peronista, y con su apoyo a Isabelita Perón coadyubó a disolver la oposición justicialista debilitando al antagonista necesario para pactar una economía de austeridad: la economía de guerra que prometió al pueblo argentino desde la Casa Rosada.
Ante la insostenible carga financiera que suponen los 50.000 millones de dólares de deuda externa -Argentina exporta por 7.000 millones de dólares anuales-, Raúl Alfonsín emprendió
El laberinto argentino
una política no menos errática. Al comienzo de su mandato rechazaba la idea de un club de deudores y, en su bonhomía, confiaba en que el Fondo Monetario Internacional, los Gobiernos europeos y Estados Unidos dieran a Argentina un trato político preferencial, individualizado y comprensivo. Negociaciones a cara de perro demostraron al presidente Alfonsín que los países ricos de Occidente se congratulaban por la recuperación de la democracia en la Argentina, pero que no estaban dispuestos a perder un sólo dólar por ella y exigían una política recesiva que contuviera la inflación y permitiera el pago ordenado de al menos los intereses por el dinero prestado. Bernardo Grispun, primer ministro de Economía de Alfonsín y resistente a las recomendaciones del FMI, acabó siendo sustituido por Sourrouille, un técnico proclive a respetar las pautas de la banca internacional: congelación del gasto público, ahorro obligatorio, nuevas cargas fiscales, retracción del consumo, economía de guerra.La derrota económicaNo obstante, para Raúl Alfonsín aún no ha llegado la hora de la impopularidad -mantiene intactos su carisma y credibilidad-; carece de alternativa dentro de su propio partido, y la antaño orgullosa Confederación General del Trabajo necesita ahora todo un mes de movilizaciones provinciales previas para atreverse a convocar la huelga general de 24 horas prevista para el día 23. Las fuerzas armadas tienen demasiados esqueletos en el armario -en el sentido literal de la expresión- como para intentar volver a gobernar, y el viento de la historia y de los intereses internacionales no sopla ya favorablemente a la instalación de dictaduras militares en el Cono Sur latinoamericano.
Pero con el juicio abierto a los triunviros de la dictadura, las provocaciones terroristas de la extrema derecha en la calle, la inflación galopando y la penuria institucionalizada, el hombre que hace menos de dos años se alzó en un triunfo histórico sobre el peronismo con el 52% de los votos acaba de sentarse en la Casa Rosada con Oraldo Britos, un dirigente peronista de tercera fila, cabeza del justicialismo renovador, para negociar el establecimiento de otra multipartidaria que defienda las instituciones democráticas y pacte la administración de la derrota económica argentina.
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