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El proceso de Buenos Aires

Aparecen los desaparecidos

La vista contra los dirigentes de las juntas se ha convertido en una monótona descripción de espantos

Los tenientes generales Videla y Viola, los almirantes Massera y Lambruschini y los brigadieres del Aire Agosti y Graffigna siguen la vista oral de su proceso desde la Unidad Penal 22 de la Policía Federal, en Buenos Aires, en pleno centro porteño y a dos cuadras -manzanas- del palacio de Justicia, donde la Cámara Federal de Apelaciones sesiona su causa. La Unidad Penal 22 es un caserón penitenciario para presos de elite que antes de recibirlos a ellos albergó al mayor de sus enemigos: Mario Eduardo Firmenich. El líder de los montoneros, tras ser extradido de Brasil, fue trasladado a la cárcel de Caseros, en las afueras de la capital, para recibir al otro platillo de la sangrienta balanza argentina.

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El teniente general Galtieri -que entre los vapores de su cerebro creyó verse el niño mimado de Washington en América Latina y el nuevo Patton del Cono Sur- y el almirante Anaya permanecen en los acantonamientos militares de Campo de Mayo, en su doble condición de reos en el proceso civil que ahora se les sigue oralmente por la guerra sucia contra la subversión y en la causa militar ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas por la pérdida de la guerra de las Malvinas. El brigadier del Aire Omar Graffigna vive en su domicilio, en libertad provisional por ambas causas; nadie se atrevió en este país a encarcelar antes de una sentencia firme al jefe de los pilotos que cruzaron el Atlántico Sur hasta el límite de su radio de acción para atacar con brillantez a la taskforce británica: los únicos oficiales que pelearon con valor.Los nueve, principalmente los dos reclusos en Campo de Mayo, gozan de un régimen carcelario privilegiado. Organizan su vida entre varias celdas, ven televisión, escuchan radio, leen periódicos, reciben visitas sin restricciones, se relacionan entre sí. Se encuentran bien: Massera, el que más tiempo lleva en prisión, ha engordado y combate su panículo adiposo con un aparato fijo de remo; Agosti, sumido en una depresión, recibe la adecuada farmacopea de sus doctores.

Los nueve guardan absoluto silencio público y, por supuesto, no comparecen en la sala del juicio, a lo que les da derecho el Código de Justicia Militar con que les juzga la cámara civil. Tras la primera semana de vista oral circuló la versión en Buenos Aires de que los triunviros habían decidido comparecer ante la sala y asumir gallardamente sus responsabilidades en la lucha contra la subversión. Las sesiones posteriores, sin duda, les hicieron variar de opinión.

El interrogatorio de los primeros testigos, ex ministros peronistas del Gobierno constitucional de Isabelita Perón, estuvo dedicado a demostrar que la señora había dado la orden a las Fuerzas Armadas de "combatir a la subversión hasta su aniquilamiento final". Orden cierta, legal y constitucional, firmada por el entonces presidente provisional, Italo Argentino Lúder -Isabelita había renunciado provisionalmente a la presidencia por una crisis de histeria-, y que para nada, como pretendían los abogados defensores de los triunviros, pretendía ni podía pretender la tortura y el asesinato de los subversivos.

La civilización cristiana

Después los abogados defensores abrieron una línea de interrogatorios tendente a dejar por sentado que entre 1976 y 1982 en Argentina se estaba librando una guerra no declarada entre la subversión marxista internacional y la civilización cristiana occidental, con lo que, insólitamente y con absoluto desprecio porel honor de los militares argentinos, pretendían justificar la aplicación de tormentos a los detenidos (o a los prisioneros), el asesinato de los mismos la desaparición sistematizada de las personas y el robo de niños como prácticas de guerra. De aceptarse el estado de guerra como eximente, podría fantasear se sobre el príncipe Andrés o el general Jeremy Moore, hipotéti cos prisioneros en Puerto Argen tino, picaneados por el general Meriéndez para obtener informa ción operativa.

El tinglado defensor terminó de derrumbarse no ya por el razona miento lógico sino por la contun dencia de la aparición de los de saparecidos. El fiscal Julio César Strassera comenzó a desgranar los más de 700 casos que se eligieron sobre los cerca de 8.000 atro pellos a la humanidad, estudiados y documentados por la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), que presidió Ernesto S ábato. La estadística de la Conadep no se contradice con las 30.000 desapariciones denun ciadas por las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo por cuanto la comisión Sábato sólo ofició de re ceptora de información, y son mi les los argentinos que sufrieron desaparición y que, vueltos de los infiernos, se niegan por temor a testificar públicamente.

Así, la aparición de los desaparecidos trastocó desde su inicio la estrategia de las defensas y disipó como humo la supuesta intención de los triunviros de comparecer ante la sala, sacar el pecho y proclamar que lo hecho bien hecho estuvo, que fue llevado a cabo para preservar a la nación argentina de sus enemigos y que asumían todas las responsabilidades.

Las citaciones del fiscal cercenaron la politización del juicio y lo centraron en su esencia: embarazadas pariendo rríaniatadas ante la presencia jocosa de policías federales militarizados y limpiando desnudas el suelo ensuciado por sus placentas; recién nacidos sustraídos a su familia; aplicación de torturas, no ya como sistema sino como excitante entretenimiento sexual; desaparición, asesinato, muerte, horror, con datos, nombres, fechas, locales, detalles, todos remitidos a altos jefes militares, vistos, escuchados, presentes en la Administración de la pesadilla.

La estrategia del fiscal ha sido muy clara y va dirigida directamente hacia el ex general Ramón Camps, ex jefe de la policía bonaerense durante lo peor de la represión, a las órdenes directas del comandante del Prirner Cuerpo de Ejército, general Suárez-Mason, ahora prófugo. Camps -un fanático paranoico, encausado en otro proceso- y Suárez-Mason, por su alta jerarquía rnilitar, tratan el trabajo en los centros clandestinos de detención, en los chupaderos o pozos, con los triunviratos castrenses que gobernaban el país. Es difícil sostener que los triunviros desconocían o desaprobaban lo que hacían los más destacados de sus jefes operativos con mando de armas.

De esta manera el proceso de Buenos Aires ha entrado en una monótona descripción de espantos, de tal eficacia jurídica y moral que ha hecho pensar al fiscal en reducir voluntariarriente su listado de testigos previsto.

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