Argentina, un viraje histórico
LA VICTORIA abrumadora del Partido Radical y de Raúl Alfonsín significa un cambio de proporciones históricas en la República Argentina. No sólo coincide con el restablecimiento de las libertades, democráticas en un país asolado por la dictadura militar, sino que implica también la humillante. derrota del peronismo, causante de no pocos de los males, de la Argentina moderna. Desde :el fallecimiento del general Perón, sus huérfanos políticos se habían alejado hasta tal punto de la realidad que no tuvieron empacho, en el país de los desaparecidos, en solicitar el voto para un muerto. A nadie debe, pues, sorprender que los argentinos hayan provocado este terremoto electoral y hayan votado por la vida, por el olvido de las pesadillas de su más reciente historia, por el progreso, por la libertad, por la moderación y por la razón.Más interesados en repartirse parcelas de poder, que creían tener nuevamente asegurado, que por ofrecer a sus compatriotas un programa capaz de superar las profundas crisis del país, los peronistas mostraron, a lo largo de su campaña electoral, elevadas dosis de autoritarismo, desprecio por los valores democráticos y rampante demagogia. El Congreso Nacional Justicialista vino a constituir un monumento a la nada y a la intriga: entre ¡das y venidas a Madrid para conseguir el respaldo de Isabelita, la Señora, el peronismo sólo discutió sobre el reparto de los cargos: el Gobierno de la nación, para Lúder, un hombre débil, con buena imagen y respetabilidad personal, que se había mantenido alejado de las querellas intestinas, y el gobierno del partido, para Lorenzo Miguel, el líder de los sindicatos peronistas, temido y temible, convertido en jefe político y primer vicepresidente ejecutivo del justicialismo. Desde el primer momento de la campaña electoral quedó patente esta inclinación peronista hacia el autoenfrentamiento interno y violento. Incapaces de alcanzar un acuerdo y de ofrecer un mensaje unitario, las facciones peronistas hallaron su común denominador en los cementerios porteños de Chacarita y La Recoleta, donde reposan Perón y Evita.
La Unión Cívica Radical hizo exactamente lo contrario. Desde la rendición argentina en Malvinas abrió un valiente debate interno que enfrentó las tesis más conservadoras de Fernando de la Rúa (ahora senador electo por la capital federal) con el movimiento de renovación y cambio patrocinado por Raúl Alfonsín, que ponía el acento en la moralidad y el regeneracionismo. Triunfante Alfonsín en las elecciones de su partido, Dela Rúa sirvió lealmente de telonero en los mítines del ya candidato a la Presidencia. Los radicales comprendieron que la sociedad argentina atraviesa una profunda crisis moral y atinaron en su campaña al detectar los males de sus compatriotas: el apagado horror por las desapariciones, el difuso sentimiento de culpa, la inmoralidad imperante, la depresión tras la posguerra malvinense, la sensación de sentirse rechazados por la comunidad internacional occidental, la sinrazón de que en el llamado granero del mundo haya niños en Tucumán que mueran por desnutrición.
Raúl Alfonsín, admirador de la socialdemocracia europea, con un partido unido tras de sí, levantó la bandera de la moralidad, del respeto por la verdad, de las grandes palabras, que siguen teniendo vigencia en cualquier parte del mundo. Desde que hace 17 meses comenzó a recorrer las provincias del país, sólo ha prometido una cosa: acabar con la corrupción, la prepotencia y la ausencia, de horizontes para restituir a los argentinos su orgullo perdido. Ha sido el único en ofrecer una solución jurídica al problema de las responsabilidades por los muertos y desaparecidos desde 1976: derogación, por el poder legislativo, de la ley de Amnistía, que la Junta Militar se había autoconcedido, y esclarecimiento, por el poder judicial, de las responsabilidades en la guerra sucia de las cúpulas castrenses y de los jefes u oficiales que se excedieron en la ejecución de las órdenes recibidas, exculpando a quienes se limitaron a cumplir lo que se les mandaba. La fórmula podrá resultar insatisfactoria para algunos, pero es una respuesta elaborada frente a las vaguedades peronistas o ante el utopismo que reclama un nuevo Nuremberg aplicado a un Ejército que nunca -perdió la guerra interior y que es el que ha organizado las elecciones.
Respecto a la deuda externa, el radicalismo acepta que Argentina asuma sus compromisos internacionales, con la salvedad de que se determinen primero los componentes de la verdadera deuda (al menos, un tercio es mera evasión de capitales) y se pague después a un consorcio financiero internacional bajo condiciones sensatas que no arruinen las posibilidades de recuperación de la República. En el orden interno, Alfonsín siempre ofrece una mano tendida a los peronistas para emprender la reconstrucción nacional. Sólo ha sido terminante en su exigencia de una democratización de los sindicatos, lo que motivó que la cúpula sindical (elegida por cooptación) lanzara sobre el líder radical una feroz campaña de calumniosas acusaciones.
El radicalismo, ya en los umbrales del poder, no ofrecerá ninguna sorpresa a los conocedores de este país. Vuelve al Gobierno con sus características de siempre: liberal, progresista, tolerante, respetuoso de las leyes, moralista, serio, empecinadamente reformista, siempre un punto ingenuo, y, ahora, con otro heredero de la dinastía de los Alem, Irigoyen, Illía, Balbín. El peronismo, por su parte, no ha sido barrido, sino sólo reducido a límites nada menospreciables. No es descartable que la resaca de la derrota electoral -la primera de su historia- produzca en su seno una catarsis de consecuencias imprevisibles: sus actuales líderes no son los adecuados para emprender ninguna reflexión histórica ni para proceder a la reorientación y modernización del movimiento. Los comunistas argentinos, firmes prosoviéticos y aliados tácticos del peronismo en esta elección, han culminado su carrera de despropósitos políticos. El Partido Intransigente, tercero en estos comicios, recibe en su seno a los jóvenes desencantados del justicialismo y que aspiran a ir más allá que los radicales.
Por el momento, Argentina ha ganado en dos frentes: es el primer país del Cono Sur que se sacude la pesadilla militar y ha colocado a los pies de los caballos el tradicional hegemonismo peronista. Sin embargo, Raul Alfonsín, como presidente de la República, no podrá gobernar sólo mediante esas exhortaciones a la conciencia moral y a la dignidad de su pueblo que le han abierto las puertas de la Casa Rosada. La exigencia de responsabilidades a quienes desataron en 1976 la guerra sucia contra los propios argentinos le enfrentará con poderosas resistencias institucionales. Algunos dirigentes del sindicalismo peronista, mucho más próximo en algunas de sus formas degeneradas a las manifestaciones de gremialismo gansteril que al movimiento obrero organizado, pueden ensangrentar las calles y desestabilizar la situación, en connivencia con los aspirantes a golpistas, para resarcirse de su derrota en las urnas y para provocar una nueva dictadura militar. La deuda externa, la hiperinflación, la crisis de sectores industriales incapaces de competir en el mercado internacional y el desempleo constituyen, también, retos formidables para Raúl Alfonsín, un hombre honesto y un político tenaz a quien esperan problemas de difícil solución cuando ocupe la Presidencia de la República.
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