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Los ecos y las voces de dos escritores

México se ha venido casi entero a España metido en sólo dos de sus ciudadanos. Octavio Paz por un lado llega hoy a Madrid para recoger el premio Cervantes que le concedieron hace unos meses. Y Juan Rulfo, por otro, con diferencia sólo de horas, aterriza en Oviedo, donde le reclamaron como jurado del premio Príncipe de Asturias. Dos hombres, dos escritores de muy dispar talante y carrera literaria. aun más contrapuesta, se han ido paso a paso convirtiendo en parte sustancial de lo que hoy entendemos por México. Sin ellos ahora mismo, su país no se entendería, y por lo tanto el nuestro tampoco.Su disparidad, el que uno y otro procedan de la misma tierra, de la misma colectividad y del mismo tiempo, y sin embargo ningún rasero para medir lo que uno hace valga para medir lo que hace el otro, es en la alquimia de la cultura un indicio irrefutable de vigor. Si México puede permitirse el lujo de tener en su censo a dos escritores convertidos en clásicos vivientes, que por sí solos componen una en encrucijada abierta de la escritura -y, por tanto, de la racionalidad- contemporánea, esto nos hace a todos mexicanos. Ellos son hoy nuestra lengua, en posesión de sí misma, y en medio de una legión de escritores que solo atinan a balbucirla.

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Octavio Paz recoge el Cervantes en Alcalá de Henares y Juan Rulfo recibe el Premio Príncipe de Asturias en Oviedo

Leer a Rulfo o a Paz, uno por uno o encontrados, en sus aspectos acordes o en aquellos otros con los que amablemente se llegan, es un reencuentro simultáneo con el lado sombrío y el lado luminoso del idioma castellano, lo que fue la cara y la cruz de su legendaria energía creadora. Tal duplicidad ocurre no sólo en los escritores puestos frente a frente, sino en cada uno de ellos aislado. Un poeta superdotado para el manejo de ideas en forma de torrente, un milagro de amistad entre lógica e inventiva, y un narrador pudoroso hasta límites casi suicidas, capaz de hacer resonar gota a gota en las palabras los rincones más secretos de las sensaciones, componen uno de esos duos que ocurren de siglo en siglo, pero que no obstante resulta familiar a nuestra memoria.

Les hemos oído, su pugna recíproca y solitaria es un remoto signo de la identidad de nuestro idioma, que sobrevive en sus voces. La voz de Paz se puede rastrear en los laberintos de la imaginación barroca; la de Rulfo en el seco el espojamiento de los pícaros o estoicos de nuestra estirpe. Pero uno y otro son, dentro de estas constantes de nuestro idioma, una especie de paradójica anticipación, porque proyectan esos ecos de nuestra memoria muy por delante de donde nosotros estamos, al menos en escritura. La renovación de lenguaje que suelen ofrecernos la inmensa mayoría de los escritores hispanoamericanos -incluídos los de más fama- es superficial: tonalidades irás adquiridas que engendradas, aparejos sintácticos más adverbiales que sustantivos.

En cambio, Rulfo y Paz, junto con un grupo muy pequeño y no el más publicitado de escritores hispanoamericanos, son quienes están recuperando para nuestra lengua su sustantividad perdida. La pequeña, casi confidencial obra narrativa del primero, y el enciclopédico cuerpo ensayístico y poético del segundo, son por sí solos un renacimiento.

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