Semblanza de un maestro
En la primavera de 1942, Antonio Tovar llegó a su cátedra de latín de Salamanca. Su primera actuación en los entonces llamados exámenes de Estado fue, precisamente, en la convocatoria en que yo, con algún año de retraso por los avatares de la guerra, revalidaba mi bachillerato en los claustros imponentes del viejo edificio de la universidad salmantina, llenos por unos días de pupitres y de severas miradas vigilantes. Como el latín era mi fuerte, confieso que me enteré, con cierta malsana satisfacción, de que en el tribunal figuraba un joven catedrático recién llegado, exigente y riguroso, que no se casaba con nadie, menos con su propia mujer, Chelo, cuya fama de guapa y bien plantada se instaló sólidamente en el mundo estudiantil.Más tarde pude darme cuenta de que la incorporación de Tovar a la Facultad de Letras de Salamanca, con sólo unas docenas de alumnos y unas pocas buenas cabezas entre el profesorado, fue un auténtico revulsivo para sacar a todos de cierta unamuniana modorra -de la que el mismo Unamuno no estaba exento de culpa- en aquel pobre ambiente de la posguerra nuestra, cuando había que leer clandestinamente a Unamuno, a Ortega, a Valle, a Baroja y al propio Goethe, y el cerco del mundo en guerra completaba la acción de la censura para obligarnos a cocernos en nuestra propia salsa, que era imperial a lo Larreta, Ricardo León y Luis de Santamarina. Todos admirábamos en Unamuno su independencia intelectual, a la que Tovar dedicó años más tarde la casa-museo, que consiguió instalar pero no inaugurar. Pero la verdad es que el gran vasco había contribuido no poco a aquel enrarecimiento, con su desprecio por la ciencia y aquel «que inventen ellos».
Como no le tuve de profesor en primer curso y como -con mi familia del lado de los perdedores- yo estaba lleño de prudencias y de reservas, tardé casi un par de años en tener algún trato con él y en percibir determinados rasgos fundamentales de su biografía y de su personalidad. Los estudiantes comentábamos admirativamente su paso por las universidades de París y de Berlín, su vinculación a la suprimida Junta de Ampliación de Estudios (pomposamente rebautizada Consejo Superior de Investigaciones Científicas), su edición de las Bucólicas, de Virgilio, su participación en el, para nosotros, mítico crucero a Grecia de 1935, su dominio de tantas lenguas, el nuevo estilo de sus clases sin resabios de dómine y con problemática y bibliografía a la europea, su ningún envaramiento lo mismo para atravesar la plaza Mayor con uno de sus pequeños en brazos, que para acarrear libros en la facultad y reunir los fondos de latín y de griego en el primer seminario que se creó en la Universidad de Salamanca, que fue el de Filología Clásica. Teníamos la sensación de que, gracias a Tovar, nuestras clases estaban a la hora de Europa.
Pronto estuvo claro que aquella cátedra en Salamanca, y de latín, era una especie de destierro político y científico (él era más bien helenista) que le prepararon desde el ministerio o monasterio de Madrid, cuando ciertos políticos puros y un tanto librepensadores comenzaron a ser incómodos en las alturas. Y lo que nos llenó de admiración fue que el profesor -que más de una vez, a la vuelta de algún acto oficial, andaba por la facultad con camisa azul- jamás involucrase consideraciones políticas en sus actividades universitarias. De no haber sido así, es seguro que personas como García Calvo, García Rúa y el que esto escribe nunca hubiéramos sido sus discípulos y colaboradores.
En el fondo, desde su etapa madrileña de los años 33 a 36, Tovar era un místico de la enseñanza y de la ciencia y un asceta de la probidad. No fue miembro de la Institución Libre, pero sí que quedó empapado del espíritu de aquellos cruzados reformadores de la España contemporánea. En su escala de valores, el cumplimiento -empezando por la humilde tarea cotidiana de la clase- y el estudio tenían toda la primacía. Muchos recordamos a aquel Tovar que regresaba de Madrid en un tren de noche, vía Medina del Campo, para poder estar a las nueve en punto en su clase de latín. Como Sócrates en Potidea, Tovar era un asceta en el estudio: sentado en su pupitre del seminario de clásicas leía o escribía impertérrito, como si no fuesen con él los rigores del invierno o del verano salmantino. Ya en los años cincuenta recuerdo que, siendo ya rector, no me autorizó el uso de una estufa eléctrica para suavizar los diez o doce grados de temperatura del seminario, porque entendía que ese dinero podría tener aplicaciones más universitarias, para libros, por ejemplo. En su época de rector -de 1951 a 1956, con Ruiz Giménez en el ministerio y Laín Entralgo en el rectorado de Madrid- fue mucho el dinero que se justificó como ladrillos o como carbón y que, de hecho, se gastó en libros o en material de laboratorio. Su despacho de rector estaba abierto a todas las iniciativas y fue intolerante con los que no cumplían o los que pretendían cumplir con semanales idas y venidas a su residencia madrileña. La verdad es que, llevado de sus entusiasmos, Tovar no cuidó siempre las formas administrativas, y alguna vez algún vivo logró esquivar leguleyamente la autoridad rectoral. Pero la verdad es que con su ejemplo, con su actuación rectoral, con su política de publicaciones científicas a la europea, con la organización de los actos del VII Centenario de la Universidad como toma de conciencia, en la Salamanca de sus a tíos de rector se respiraba un ambiente nuevo.
Creyente sincero
Entonces tocó a los universitarios salmantinos la difícil etapa del nacionalcatolicismo, con Pla y Deniel y, sobre todo, con su sucesor en la diócesis salmantina, un dominico de miras cortas, fray Francisco Barbado Viejo. Tovar, creyente sincero, con ribetes de librepensador y de liberal fue, al fin y al cabo, respetado por su posición importante todavía en la política y también por su moral intachable en su vida familiar y profesional. Pero los dardos se dirigieron contra varios discípulos, como si éstos tuviesen vinculación ideológica con el maestro, cosa que éste nunca ni pidió, ni siquiera insinuó. Desde los púlpitos se hacía una guerra implacable a la facultad de Letras, y todavía en 1961, en tiempos del rector Balcells, el obispo logró montar una especie de auto de fe, basado en la delación anónima, contra ciertos catedráticos que en sus clases leían a Aristófanes, o a Valle-Inclán, o mandaban leer a HuxIey o a Anatole France, o sencillamente explicaban que en el Japón de la posguerra estaba autorizado el aborto como medio de lucha contra el crecimiento demográfico. El fantasma de Tovar se les aparecía en esa caza de brujas.
Después de su estancia en Argentina en 1948-1950, desde 1957 Tovar recibió frecuentes invitaciones para impartir sus enseñanzas en Alemania y en Estados Unidos. Estuvo varios años en Illinois, y desde 1967 rigió una cátedra en Tubinga. El habla servido de puente entre la siembra científica de la preguerra y la cosecha de filólogos de la posguerra. Había explorado muchos campos con conciencia de pionero. Supo contagiar entusiasmos y crear grupos de especialistas en campos más acotados. Nadie mejor que los que le hemos tratado de cerca podemos apreciar la justicia de las muchas distinciones científicas y académicas que se le han otorgado. Junto al maestro, siempre dispuesto, siempre inquieto y siempre abierto, gran humanista en las letras clásicas y estupendo lingüista en el campo de las lenguas prelatinas de Hispania, del celta, y de las lenguas de América del Sur, vastísimo conocedor de la literatura actual, nosotros siempre vemos en Tovar al hombre auténtico, siempre fiel a sí mismo, místico de la ciencia y de la docencia. Con innegable frustracción se desenganchó de la clase política hace muchos años por lealtad a sí mismo, como Ridruejo y Laín, sin oportunismo ninguno. En la democracia de tanta chaqueta nueva, él y Pedro Laín hubieran podido ser líderes; han tenido el pudor -que les honra- de no pretenderlo siquiera.
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