Un sendero por Noruega más allá del Ártico, donde “la naturaleza es cultura”
EL PAÍS recorre durante una semana la ruta que cruza toda la región de Nordland, entre paisajes sobrecogedores, recuerdos trágicos de la Segunda Guerra Mundial, un polémico Nobel de Literatura y la búsqueda de un turismo sostenible
Una lancha avanza solitaria por el fiordo. A bordo, los únicos cuatro invitados al espectáculo de la inmensidad. Bosques, acantilados, mar. El cielo los domina, el viento los golpea. De repente, el capitán gira el timón. El ojo foráneo no detecta razón alguna. Pero el veterano marinero mira hacia la orilla. Al rato, aparece el colosal motivo: la carcasa del Georg Thiele, navío alemán vencido durante la Segunda Guerra Mundial. Los lugareños aún presumen de ello: aquí, cerca de la ciudad de Narvik, Hitler sufrió su primera derrota.
“Sirve de recordatorio. Es lo que sucede si te portas mal en Noruega”, bromea John Petter Bachke, exmilitar reconvertido en guía turístico. Pero el destructor, de alguna forma, cuenta mucho más sobre estas tierras. Habla de tragedias y recuerdos que aún sangran. De un clima sin escrúpulos. De gentes curtidas ante cualquier adversidad. De un paraíso para el senderismo y el buceo. De un lugar al que cuesta llegar, cruzando el Círculo Polar Ártico, pero aún más marcharse. Cultura e historia. Belleza aterradora. Cuando el zódiac pone rumbo de vuelta a Narvik, un águila empieza a sobrevolarla. La postal ya está completa: bienvenidos a la región de Nordland.
La llaman la “Noruega en miniatura”. Un área tan extensa como Suiza, pero alargada y con apenas 240.000 habitantes. La nación helvética, por comparar, acoge a casi nueve millones. “Tienes toda Noruega en apenas tres horas”, apunta Sigrid Elise Lium, que vino de Oslo y se ha quedado trabajando en el Parque Nacional. Se refiere a circular en coche —por aquí, casi siempre eléctrico—, por carreteras tan espectaculares como desiertas. Pero la zona también puede recorrerse andando: la Nordlandsruta atraviesa la región entera, a lo largo de 650 kilómetros y 43 días estimados. Como en los Alpes, pero “más largo, espectacular, y menos concurrido”, según Northern Norway, organización que impulsa el turismo local. Y que invitó a EL PAÍS durante una semana.
La hermosura dependerá de las opiniones. Pero la escasez de caminantes es una realidad. El sendero se cruza con reservas naturales, picos nevados, pequeñas galerías de pintura, cabañas de montaña, clases de historia y ecos del Nobel de Literatura Knut Hamsun, que aquí ambientó algunas novelas y tiene su casa museo. Pero, este año, la ruta también se encuentra con teatro, danza, música, performances y distintos focos en los indígenas Sami: el centro principal de Nordland, Bodø, ha sido elegido como capital cultural europea 2024, la primera tan norteña. Y el mayor proyecto artístico de la última década en Noruega salpica todo el itinerario. Aunque las mayores obras maestras autóctonas llevan milenios en pie. Y el ser humano no las creó: al revés, amenaza con destruirlas. “La naturaleza es cultura. Cuanto antes lo entendamos, más la respetaremos”, sentencia el poeta italiano Davide S. Sapienza, otro visitante que vino una vez y ha perdido la cuenta de cuántas ha vuelto.
Puede que no haya mejor sitio para reivindicar el paisaje como arte. El de Nordland siempre muestra algún indicio de presencia humana. Pero, a la vez, no para de subrayar su pequeñez. Un barquito pesquero, en la bahía gigante. Un tejado escondido entre miríadas de árboles. La luz de una ventana, engullida en la oscuridad del monte. Un tren que corre sobre dos hilos de acero, ante la mirada de las cordilleras. Huellas minúsculas, en la naturaleza desmesurada.
Tanto que ni siquiera el ojo habituado de Joakim Jaksland termina de encontrar la cabaña de Storsteinshytta, a la que se dirige. “Parece el fin del mundo, eh”, suelta el guía y encargado de márketing de Visit Narvik. Le rodean tierra, piedra y silencio. Un glaciar observa desde una cumbre, a pocos cientos de metros. Un riachuelo impide el paso, obligando a vadearlo. La naturaleza parece escéptica: ¿qué pintan dos caminantes aquí? Las tres tiendas rojas que se veían acampadas a lo lejos durante la subida se alzan ahora como una heroica avanzadilla humana. El sol de medianoche, esas largas semanas veraniegas sin oscuridad, es la única ayuda que concede el paisaje.
En una película sería el escenario del duelo final. Por suerte, no aparecen villanos, u osos, a los que retar: solo la resistencia de uno mismo. Hasta que al fin se vislumbra la silueta del refugio. Ninguna ceremonia festiva espera al ganador. Le aguarda, sin embargo, algo mucho mejor: dormir a solas con la montaña. Hasta Jaksland cae rendido una vez alcanzada una litera. Antes, le da tiempo a aclarar: “Si mañana hay niebla, no se puede salir hasta que pase”. Cuando la naturaleza levanta la voz, aquí se obedece. Tanto que el itinerario inicial cambia en varias ocasiones para reaccionar a los antojos del entorno. Y un día de caminata bajo la lluvia se celebra como “una suerte, una oportunidad”.
Quizás sea una de las esencias del Ártico: adaptabilidad, valentía, sencillez, enormes contrastes. El pan de cada día de la familia de Barroy, un islote frente al cercano archipiélago de Lofoten, en la novela Los invisibles (AdN), de Roy Jacobsen. “El horizonte es, probablemente, lo más importante que tienen por aquí”, se lee en sus páginas. Aunque lo majestuoso en Nordland deja sitio para lo microscópico. Tal vez, incluso, permita valorarlo más. En Nordnes Kro & Camping, Molly prepara una delicia local: la Møsbrømlefse, una crepe de queso marrón. El mejor cumplido es cuando un cliente dice que le “recuerda a su abuela”.
El propio Nordland también mira al pasado y al futuro. Pese a que Noruega comparte frontera con Rusia, el conflicto más comentado en la zona parece ser la Segunda Guerra Mundial. Roger Johansen, vecino y responsable de marketing de Northern Norway, explica que “cambió para siempre la región”. Porque hasta la contienda ni siquiera había ciudades de más de 20.000 habitantes; porque los bombardeos destruyeron y obligaron a realzarse a centros como Bodø; porque Nordland tuvo un papel clave, según sus vecinos, pero su tragedia y heroicidad fueron olvidados para encumbrar a Oslo. Un oficial responsable de la armada local se suicidó cuando los Aliados decidieron trasladar las tropas a lugares más decisivos y abandonaron la región, tan estoicamente defendida. Narvik, un reciente filme en Netflix, busca recuperar esa memoria.
La Nordlandsruta también pisa la Historia. Avanza por tierras que un día fueron campos de trabajo forzoso, escombros del sueño quebrado de Hitler, que pretendía cubrir el área de ferrovías para agilizar el transporte de armas y mercancías. Un apacible cementerio cerca de Rognan recuerda el coste humano de aquel delirio: los miles de prisioneros yugoslavos arrastrados a morir aquí. “Fue una pequeña guerra dentro de la gran guerra”, lo resume Ronald Rusaanes, que relata a los visitantes del Blood Road Museum, en Saltdal, los horrores perpetrados. En el marco de Bodø 2024, la casa museo de Knut Hamsun se atreve a mirar con una exposición hacia otra sombra de la época: el colaboracionismo nazi del premio Nobel.
Cuando la conversación recae sobre el pasado de su país, Antonia Wagner no opina. Puede que la joven berlinesa no quiera, no le interese algo tan lejano para sus 24 años o ande demasiado cansada. Tendría razones válidas: lleva dos semanas caminando sola por la Nordlandsruta, alternando su tienda con las cabañas que pueblan el sendero. Sobre otro asunto muy relevante, sin embargo, bien podría dar clases. Vino hasta Nordland con trenes y buses. Enseña un pequeño cacharro capaz de enviar mensajes o peticiones de socorro si le hiciera falta. Tiene planeada una semana más, pero puede que deba acortarla porque su comida se va agotando. Viaja con lo mínimo. Tampoco parece necesitar mucho más: se tiene a sí misma. He aquí la turista sostenible que tantos teóricos y urbanistas andan buscando.
El refugio donde se ha parado también da muestra de que otro tipo de viajes es posible. Trygvebu es una de las cientos de cabañas esparcidas por este sendero, y por toda Noruega. Se mantienen sobre todo gracias a una red de voluntarios. Y a la conciencia ciudadana: con una fianza de 10 euros se obtiene una llave maestra que las abre todas. El coste por noche oscila entre 20 y 50 euros, que deben pagarse través de una aplicación. Nadie vigila si el pícaro se los ahorra. Tampoco se concibe que alguien lo haga. Si más huéspedes coinciden, de alguna manera se apañan. “No suele suceder, pero siempre hay alguna historia de alguien con el saco de dormir tirado en la cocina”, sonríe Johansen.
Hay cabañas espartanas, y otras casi de lujo, como se ve en las fotos de Antonia Wagner. Esta, Trygvebu, tiene varias habitaciones, un gran salón dominado por una cabeza de alce, luz corriente y hasta juguetes o libros de Astrid Lindgren. “No use más de lo necesario”, reza una de las normas en la pared. Enseguida, Wagner llena varios cubos de agua y Johansen corta leña para el fuego, que su pareja enciende y alimenta. Un baile sincronizado de eficiencia y altruismo. La única contribución del urbanita resulta ser dar conversación. Ni siquiera mucha.
La charla sobre el turismo, eso sí, continúa toda la semana por la Nordlandsruta. Frente a las protestas y el hartazgo en Málaga o Mallorca, aquí las nuevas visitas son un deseo. Y la naturaleza, a menudo, el único acompañante. Sapienza, sin embargo, alerta de la “muerte de Tromsø”, desde que la ciudad recibe varios vuelos directos de Ryanair desde el centro de Europa. El polémico y enorme Wood Hotel levantado en Bodø convive con el minúsculo Storjord, el autoproclamado “hotel más pequeño de Noruega”: un puñado de habitaciones de madera a gestión familiar, con vista al verde y ruido de un río de fondo. A Nordland, hasta ahora, se va sobre todo para esquiar o ver la aurora boreal. La mayoría de los entrevistados cree que hay sitio para más turistas. Habrá que decidir cuántos. Y de qué manera.
Porque un mapa colgado en el centro del Parque de Saltfjellet-Svartisen muestra que flora y fauna noruegas han cedido casi todo su terreno al ser humano en el último siglo. E incluso aquí el hambre de petróleo y gas de grandes empresas genera temores y controversias. Quizás por eso en Nordland se ha forjado otra alianza: artistas locales se vuelven activistas del medioambiente. Y viceversa. Renos o lobos se asoman en los cuadros de Adde y Kajsa Zetterquist, igual que en sus vidas. En la galería que expone sus pinturas, en Saltfjellet, se recoge su lucha por los indígenas Sami. O cuando la pareja se plantó contra la explotación industrial de los recursos naturales.
Benny Sætermo también contribuyó a paralizar la construcción de una presa en la zona. Pero a la vez, en un paseo que lidera hacia una cumbre, desvela su faceta de poeta. Sus versos dicen que el ser humano puede ser una “contrafuerza” a favor de la naturaleza. “El sonido de la cascada a nuestro lado es el mismo que oían hace 7.500 años”, subraya. Toda la comitiva calla un minuto, para dejar hablar a la montaña.
Días antes, cerca de Narvik, el sendero bordea una piedra gigante. ¿Cómo llegó allí? John Petter Bachke ofrece dos explicaciones. La científica lo atribuye a la retirada de la edad del hielo. Pero él prefiere creer que fue un combate entre trols. El guía tiene más leyendas para compartir: la aurora boreal se debe a la cola de un zorro blanco o una valquiria al galope, según distintas visiones autóctonas. Mientras Bachke narra, el camino se adentra por un bosque digno de las fábulas. Ahí donde los árboles se despejan, cerca de un río, el guía para su andadura, igual que lo hizo meses atrás. Cuenta que una pareja de ancianos estadounidenses se pasó el viaje buscando un lugar donde revalidar sus votos matrimoniales. Una vez aquí, al parecer, les bastó mirarse. Puede que sea otro mito, pero no habrá muchas cosas que conmuevan tan visiblemente a un exmilitar.
“¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a estas tierras. Antes de él no existía ningún sendero. […] Así se fraguó la senda a través de esta extensa tierra sin dueño, la tierra de nadie”, arranca Hamsun en La bendición de la tierra (Nórdica), la maravilla literaria que le dio el Nobel. Escrita en 1920, narraba cómo Isak e Inger, primeros colonos del monte, consiguen abrirse paso y levantar la vida en un entorno abrumador y hostil. Y, a la vez, criticaba la llegada del progreso y la pérdida del vínculo con la naturaleza. Medioambiente y cultura, de nuevo abrazados. Junto con una oda a la gente simple y trabajadora de Noruega.
Hombres y mujeres como macizos inquebrantables. “Los norteños son tan duros como pegados al suelo”, escribe la estudiante Julie Sb, 19 años, en la publicación Ahora nos escucháis, editada por la galería Noua, en Bodø. Lo cuentan sus leyendas, sus novelas, y también la realidad de unos pocos días. Puede que su estilo de vida, codo con codo con fuerzas infinitamente mayores, imponga realismo y humildad. “Es todo un poco más áspero. En verano tenemos seis semanas de sol de medianoche. Pero, luego, nunca lo vemos entre finales de noviembre y enero. El tiempo, la luz y el clima forman mucho más parte de la vida cotidiana. Afectan a todo. Es un factor constante y te vuelve más flexible”, sostiene el director del programa de Bodø 2024, Henrik Sand Dagfinrud. Para habitar en el Ártico, por lo visto, no queda más remedio.
Eso sí, se puede aprender. O, mejor aun, mamar desde la infancia. Literalmente, en el caso del bebé que una madre empuja con un carrito cuesta arriba por la montaña, cerca de Katterat. La apariencia menuda de la joven contrasta con la hazaña. Resulta que le quedan 10 kilómetros. Enseguida, Joakim Jaksland despeja más dudas eventuales: “Va a clases de tiro conmigo. No sabes qué brazos”. Y John Petter Bachke concluye con una sonrisa: “Somos fuertes”. En Nordland, dicen también que más abiertos y caóticos que sus compatriotas del Sur. Y que los vecinos suecos, de los que Noruega se separó en 1905.
Desde fuera, algún estereotipo también ha tachado a los noruegos de “locos”. No hace falta acudir a las extrañezas de la princesa Marta Luisa, que se acaba de casar con el chamán Durek Verrett y asegura estar en contacto con los ángeles. A Gonzalo Beamonte le sorprendió algo mucho más cotidiano. Un día el cocinero español, que mezcla platos mediterráneos e ingredientes locales en Txaba, en Bodø, se acercó al camarero de un restaurante antes de entrar. Había un carrito fuera de la puerta, en pleno invierno. “Perdone, creo que han dejado abandonado a un niño”, alertó. Descubrió así una práctica habitual en el país. Clase intensiva y tempranera de adaptación, supervivencia y autonomía. Ahora lo ha aprendido él también: “No es frío de más, sino ropa de menos”.
Hay otros indicios que sugieren la forma de ser local: se ven corredores a todas horas y tiendas de deportes y bienestar por cualquier lado. Aquí, el pelo canoso en absoluto está reñido con la mochila. El vino es más caro que un gin tonic, se encuentran monumentos a morsas o águilas, hay parques infantiles por doquier y hasta un rocódromo en el aeropuerto de Bodø. “Los atascos son una seña de identidad de Madrid”, dijo una vez la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso. Por estos lares sucede justo lo contrario. Se ven más casitas rojas de madera que vehículos. Si acaso, en la carretera, aparece otro tipo de hogar: unas cuantas caravanas.
El que busque huir de la gentrificación hallará paz, pero también aventura. Cualquier aficionado de la serie Doctor en Alaska no tardará en encontrar por aquí su Cicely, aquella aldea entrañable entre montes y bosques. Hasta comparten los renos. Pero, junto con sus magníficos paisajes, la Nordlandsruta ofrece recordatorios. Las heridas de la guerra. Las huellas del turismo. El sufrimiento del medioambiente. Como plantea Sætermo: “Tenemos que decidir si usar la naturaleza o conservarla”. Nadie destruiría una obra maestra en un museo. El paisaje noruego solo pide lo mismo.
Babelia
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