Eternas sirenas de Formentera
Literarias, pictóricas o reales (más o menos), no hay verano en la isla balear sin ellas
No hay verano en Formentera sin sirenas. Suelen aparecer cuando menos te lo esperas. Un año unos niños encontraron una varada en cala Saona (trató de hacer creer que era una animadora disfrazada, pero ni los niños ni yo lo creímos). Otras veces parecen personas normales y sin embargo si las miras bien las reconoces, incluso de cintura para arriba. Estas vacaciones van surgiendo sirenas en la isla, variaciones de la gran sirena primordial, ese arquetipo que nada en nuestro inconsciente (siempre pienso en tatuarme una como la que llevaba Patrick Leigh Fermor en el brazo izquierdo, para no perderla). La más conspicua es la de cabello azul y pecho generoso que ha pintado Azahara Torres a todo lo largo de la vieja camioneta aparcada junto al bar Ses Roques coronada con un muy hippy letrero de “Love” en el techo del vehículo, del que se ha borrado la referencia a Pink Floyd. Dentro del bar, hay otras dos exuberantes sirenas retratadas en una pared, en la zona de discoteca donde el miércoles, por cierto, ofrecieron una animadísima sesión de tecno mestizo Las gatas voladoras, Ely, Laura y Lou, tres dj que tenían su punto sirénido, sin duda, aunque ellas se identificaban más con las brujas, unas brujas de Macbeth en versión feminista-reivindicativo a lo Mona Chollet, incluso con pancartas.
Pero quizá el más notable avatar de sirena de esta temporada sea — al menos para este cronista, convertido en el Lady Whistledown de Formentera, que ya es destino— Jamu, la guapa hija modelo de Sílvia Figarola. Una curiosa sirena, desde luego, pues es de origen nepalí, y en Nepal no hay mucha tradición de esos seres como puede imaginarse, aunque una legendaria criatura del país, Cheppu, vivía en el lago que había en lo que hoy es Katmandú. Sea como sea y aunque llevar sirenas a Formentera —donde el propio mar riela a mediodía convertido en un manto de escamas— es como llevar carbón a Newcastle o polvorones a Estepa, para mí es ya una tradición viajar a la isla con algún libro sobre ellas, no sea que te quedes sin. Este año, a pesar de que con motivo del centenario de la muerte de Joseph Conrad llevaba sobrepeso literario en el equipaje, me he traído no uno, sino dos libros de sirenas.
Son dos novelas, que me han parecido muy buenas ambas. Una es de terror, Into the drowning Deep, de Mira Grant (Orbit, 2017), que advierte desde la primera página “¡manteneros fuera del agua!” (como si eso fuera posible en Formentera). El argumento es sensacional: el barco Atargatis (el nombre de la vieja diosa siria relacionada con el agua y a la que, venerada como Derceto en forma de mitad mujer y mitad pez, se la ha calificado a veces de la primera sirena de la humanidad) desaparece en la zona de la fosa de las Marianas llevando a bordo un equipo para filmar un falso documental criptozoológico sobre sirenas. El barco es hallado a la deriva semanas después, sin nadie a bordo, y se recupera un vídeo que muestra el ataque de… sirenas (o seres muy parecidos pero terriblemente letales). Siete años después, otro barco, el Melusina (!) parte para esclarecer el asunto. De lo escalofriante de este thriller baste con decir que para leerlo he tenido que salir de debajo de la sombrilla pues para conjurar todo su horror hace falta pleno sol. Y luego solo te metes en el agua mirando hacia todos lados; vamos, una lectura ideal para después del ensayo Megalodón, sobre el gran tiburón prehistórico, del que hablábamos el otro día.
La segunda novela que me he traído es muy distinta: American mermaid, de otra escritora, Julia Langbein (Vintage, 2024), que se presenta como una obra provocadora y divertida, aunque maldita la gracia que tiene de entrada el que una pareja encuentre a una sirena niña en las islas Feroe (donde, por cierto, hay una rica tradición de esas criaturas marinas, las selkies) y para quedársela y humanizarla la sometan a una brutal y dolorosa operación a cargo de un cirujano japonés (¿por lo del sushi?) que la deja en silla de ruedas. La historia, metaliteraria, la cuenta en una novela una profesora metida a escritora que consigue un gran éxito con su libro y se ve arrastrada al enloquecido mundo de Hollywood cuando se decide llevarlo al cine. Lo pretenden hacer, desde luego, cambiando sustancialmente el relato original, para desesperación de la autora que no quiere que Sylvia, su sirena creada desde una perspectiva feminista y ecológica, carne (o pescado) de empoderamiento, se convierta en un cliché de personaje enamoradizo y con el pecho cubierto por un sucinto sujetador de conchas. Entre las escenas singulares, aparte de las propuestas de casting, la visita que hacen la escritora y los descerebrados guionistas a un restaurante japonés para estudiar la anatomía de los pescados y ver de qué forma se puede llevar (o no) la vida sexual de una sirena a la pantalla. Lo que hace pensar, por cierto, en la perturbadora sirena abierta de ¿piernas? de El faro, de Robert Eggers, en la sirena tatuada de Paddy (con su práctica división en dos colas), o en la sirena del valiente y premiado anuncio del medicamento GineCanesbalance contra la vaginosis (y no en la Ariel de La sirenita). En American mermaid, con sorpresas que no vamos a desvelar —en el pasado artículo un lector se quejó con razón de que le reventé el final de Lord Jim, mis excusas desde aquí— se van incluyendo extractos de la supuesta novela original del mismo nombre.
Me he traído también a Formentera, ya que no podía llevar el libro de artista, que vale un pastón y cualquiera se lo compra (a partir de 450 euros en Amazon), el recuerdo imborrable de las imágenes del filme de Sarah Moon La Sirène d’Auderville, un mediometraje de 25 minutos en el que la fotógrafa recrea a su estilo el cuento de Andersen. En su versión, en blanco y negro con maravillosas imágenes fijas y animadas, de una poética triste, cruel y sombría (“historia de un sacrificio”), la sirena se enamora de un buzo y para poder volver a verlo intercambia su cola de pez por unas piernas. En vez de bruja lo que hay en la obra de Moon es unos mafiosos rusos que sajan a la sirena y cuelgan su mitad escamosa de un gancho como si fuera un atún en una pescadería, en un ambiente más propio de un aborto clandestino de Tiempo de silencio que de un cuento de hadas. Le arrancan también la lengua. Transformada y mutilada, la maltrecha sirena aguarda cada día a su buzo en el puerto de Auderville, un limbo industrial, y flirtean trabajosamente dada la mudez de la chica hasta que ella descubre que él tiene novia y en un día de baile se deja morir en la playa. Pude ver en la Filmoteca de Cataluña, en buena compañía (incluso estaba la propia fotógrafa, algo enfada conmigo por un quítame allá ese titular), esta bellísima y dura plasmación de la gran Sarah Moon del cuento original, que tampoco es que sea una historia muy alegre, y salí muy triste, más aún porque vaya lugar es el Raval barcelonés para citarte con una sirena, incluso peor que Auderville. Mejor, sin duda, Formentera.
Y en Formentera, donde las sirenas se esconden, se metamorfosean y se ríen de ti (o sea de mí) como las pillas seductoras y embaucadoras que son (seguro que una es la culpable del hundimiento de la Ratulita, la querida barca de los Ollé), me encuentro otra inesperada, en una conversación en San Francesc con ese Ulises que es Ernest de Longis. El buceador, única persona que conozco que ha sido atacada por un pez espada y dueño del honesto Sa Pizza, uno de los establecimientos tradicionales de esta isla que los va perdiendo a golpe de talonario —el otrora tan romántico Sa Sequi es ahora el exitoso y cool Cala Dúo (by Vicio, yeah), un beach club al estilo del Beso, o sea otro place to be—, me comenta las novedades de la isla, hablamos del megalodón (Ernest me dice que Manu San Félix tiene un precioso diente fósil de ese escualo Premium) y de los tiburones blancos que se están haciendo habituales en el estrecho de Sicilia a causa de la proliferación de atunes,. Y cuando le pregunto, como quien no quiere la cosa, si no habrá visto alguna sirena, para mi sorpresa, esboza una amplia sonrisa ¡y me dice que sí! Ha recuperado un antiguo amor de su ciudad natal, Benevento, en la Campania, Francesca, que le ha devuelto las ilusiones y a la que está esperando para recorrer juntos la isla. Se le ve envidiablemente feliz. “Es el karma, por portarme bien”, se despide. El karma, jo, qué putada.
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