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La sirena atroz y la muerte de un delfín en Formentera

La lectura de una ingeniosa novela que mezcla a Hans Christian Andersen y la creación de ‘La sirenita’ con un extraño crimen en Copenhague en 1834, invita a retomar el mito de la mujer pez

Jacinto Antón
La agente balear de Medio Ambiente Pepita Cardona sujeta al delfín moribundo en la playa de Llevant de Formentera el pasado 20 de julio.
La agente balear de Medio Ambiente Pepita Cardona sujeta al delfín moribundo en la playa de Llevant de Formentera el pasado 20 de julio.

No hay verano sin sirena. Cada año desembarco en Formentera con una bajo el brazo; no una real, qué más quisiera (y la cara que pondrían en el ferry: ¿le cobrarían pasaje completo?), una sirena preciosa y misteriosa, tipo las que pintaba Waterhouse o las del famoso cuadro de Draper de Ulises escuchando su canto atado al mástil, o las feéricas, bellas y escalofriantes, de Piratas del Caribe 4, en mareas misteriosas. No, las de mis vacaciones son sirenas de libro, las únicas me temo que puedo permitirme y a las que puedo aspirar.

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En 2019 fue la sirena Amelia de la novela The mermaid, de Christina Henry, en la que la protagonista es capturada e incorporada al show de P. T. Barnum (ya saben, el trilero que exhibía una, la famosa Sirena de Fiji, hecha con un trozo de mono y un pescado). El año pasado me acompañaron la seminal Ondina del barón de la Motte Fouque, de hermosos ojos azules, ella, no el barón (las sirenas de verdad siempre tienen los ojos azules); la espléndida antología sirénida The Penguin Book of Mermaids, y un librito encantador con consejos (he estado a punto de poner recetas pero suena a bacalao a la bilbaína) de sirenas, tipo “las corrientes fuertes te hacen más resiliente”, pero también con informaciones tan curiosas como que el creador de los espectáculos de sirenas en vivo (en Weeki Wachee Springs, Florida), Newton Perry, era un veterano de la marina de los EE UU que había entrenado a los Navy Seals para nadar bajo el agua en operaciones especiales. Esa conexión sirenas-Navy Seals pide a gritos ser explorada a fondo, y valga la expresión.

Este verano, de nuevo, una novela. Una historia muy especial, Muerte de una sirena (Suma de letras, 2021), en la que el mismísimo autor de La sirenita y otros cuentos tan inolvidables como La princesa del guisante o El patito feo, Hans Christian Andersen, se ve involucrado en una trama policial en la que es sospechoso de un terrible crimen en la Copenhague de 1834. Pasar del relato canónico, el mito y su erotismo y su romanticismo, a la novela negra puede parecer un salto arriesgado, como mezclar El soldadito de plomo con Bravo Two Zero, pero la verdad es que la historia funciona estupendamente. La firman tres autores: A. J. Kazinski (que es un seudónimo literario que agrupa a dos escritores, Anders Ronnow Klarlund y Jacob Weinreich) y Thomas Rydahl. Por qué hacen falta tres tipos daneses para escribir una novela cuando Joyce y Proust escribieron las suyas solitos es algo para lo que no tengo respuesta.

Muerte de una sirena, de A. J. Kazinski y Thomas Ridal

Curiosamente, te pasas buena parte de las casi 480 intensas páginas de Muerte de una sirena, cuya inquietante portada muestra un esqueleto humano que a partir de la cintura deviene una espina de pescado, tratando de averiguar dónde diablos está la sirena del título. Hasta que entiendes que lo que te cuentan es la historia de un ser que hoy diríamos de identidad queer. Un personaje sin fronteras de género que persigue un cambio tan radical como el que convierte a la sirenita de Andersen en humana para poder materializar el amor que siente por su príncipe. Aquí también hay un príncipe (menos noble que el del cuento y que confunde el sexo con El festín de Babette), un trance extremadamente doloroso y un fracaso, pero no hay redención ni melancolía sino un relato oscuro, macabro y terrorífico del copón, de verdad.

La reconstrucción que hacen los tres autores de la miserable y mugrienta Copenhague del XIX es de un grotesco y desagradable (aunque hipnotizante, y sumamente realista) que da dolor de estómago, tipo Seven. Entre las escenas impactantes están las de la búsqueda de un cadáver en un lago apestoso, la visita a una morgue sin aire acondicionado, la decapitación pública para la que el verdugo precisa de ¡tres! golpes de hacha, y la mutilación de un gato a fin de volverle a coser un miembro (pasaje realmente atroz si tienes un gato).

Para no reventar la trama, llena de guiños a la obra y la vida de Andersen, apuntar sólo que hay un criminal que rebana los senos de sus víctimas (en contraste con la bonita exhibición que acostumbran a hacer las sirenas tradicionales), que guarda parecidos con los asesinos de El silencio de los corderos y El dragón rojo y que se revela en todo su esplendor en un final marinero de apoteosis freak que es a la vez una prefiguración trans, siendo al mismo tiempo una reelaboración mórbida, malsana y retorcida de La sirenita (1837), y chúpate esa Walt Disney.

Policías daneses junto a la estatua de la sirenita vandalizada en el puerto de Copenhague.
Policías daneses junto a la estatua de la sirenita vandalizada en el puerto de Copenhague.Reuters

La idea ficticia de fondo es que Andersen (1805-1875) aprovechó para la creación de su sirena un asesinato que se ve obligado a investigar, junto a una prostituta pelirroja, para que no le carguen el mochuelo a él. El retrato de Andersen, torpe, feo y alelado, te deja algo estupefacto si no conoces su vida real. Era en verdad un tipo muy pero que muy especial (Dickens llegó a evitarlo después de que se le instalara varias semanas en su casa) y que además entraría, a tenor de algunas fuentes, también en la categoría queer o, por ponerlo en términos de La sirenita, ni carne ni pescado sino todo lo contrario. Se enamoró de mujeres que lo rechazaron y se sabe que le atrajeron varios hombres, entre ellos su amigo e hijo de su protector Eduard Collin (que sale en la novela), un duque y un bailarín. Collin le habría inspirado El muñeco de nieve, el cuento en que el frío protagonista se prenda de una estufa. En Muerte de una sirena no se salva ni La pequeña cerillera y perdonen el espóiler.

Influenciado por la lectura de tamaña novela revisionista de los cuentos de hadas y las sirenas, mi estancia en Formentera se está tiñendo de oscuridad. No es sólo que los campos de cerca de mi casa huelan a sirena muerta (los abonan con algas, a la manera tradicional), sino que Carmen, la dueña de la librería Tur Ferrer de Sant Francesc, me ha contado lo del cachalote que embarrancó en Migjorn cuando era pequeña y que fue a contemplar con el colegio y la reciente visión de una tortuga marina a la que los peces le habían comido toda la cara hasta dejarle a la vista el cráneo.

Buscando yo en la isla una historia a la altura de la lobreguez, tristeza y duelo de la novela danesa, he conversado con Pepita Cardona, Pita, la agente de Medio Ambiente del Gobierno de las Islas Baleares que acompañó en sus últimos momentos al delfín enfermo arribado para morir a la punta de la playa de Llevant el pasado día 20. Fue a la altura de Es Ministre, lo que ha hecho que algún bromista desalmado se pregunte si el mamífero marino no se puso malo al ver una cuenta del chiringuito. La imagen de la chica ibicenca con el agua por la cintura sosteniendo al delfín moribundo es de las que hacen tragar saliva y te empapa de la magia y aflicción de un cuento de Andersen. En las fotos, además, mujer y criatura marina parecen fundirse en un sólo cuerpo: una sirena, efectivamente.

Escultura de una sirena realizada para el filme 'Piratas del Caribe 4: En mareas misteriosas'.
Escultura de una sirena realizada para el filme 'Piratas del Caribe 4: En mareas misteriosas'.

“Se me mezcla lo personal y lo profesional al recordarlo”, me explica Pita, a la que he localizado gracias a otra sirena balear, Cristina Martín. “Nos dieron aviso, cuando llegué, pasadas un poco las diez de la mañana, dos personas lo estaban tratando de ayudar, lo habían devuelto hacia lo hondo dos veces y el delfín había regresado, lo hacen instintivamente para morir. La primera vez, hacia las 8.30 horas, lo oyeron gemir varado en las rocas”. El animal, un delfín listado, medía 1,90 metros, era un macho. Estaba cubierto de parásitos, Xenobalanus globiciptis, un crustáceo comensal típico de los cetáceos y sobre todo de los delfínidos. Parecen algas enganchadas. Al arrancarlos dejan tiras de sangre en la piel, como latigazos. Son un indicador biológico de la salud de los delfines: cuando estos están muy parasitados, mal asunto. “Apliqué los protocolos de seguridad, un animal enfermo es un peligro y más en tiempos de pandemia. Comencé a enviar vídeos a los veterinarios del Cofib (consorcio de recuperación de fauna de las islas Baleares) y a informar a las autoridades medioambientales. Me metí en el agua vestida (a partir de entonces llevo siempre el neopreno en el coche) y lo tomé en brazos, a unos cinco o seis metros de la playa, mirando el animal al mar, una mano bajo la cabeza, la otra bajo la aleta caudal con cuidado de no tocarle los genitales. Tenía los ojos cerrados, era evidente que se estaba muriendo”.

¿Qué sentía ella? “Estás ahí por la ciencia y por el medio ambiente, haces tu trabajo. Pero no puedes dejar de sentir algo muy profundo, una pena. Su piel es muy suave y la mano se desliza sobre ella. Lo acaricias. Tratas de calmarlo”. ¿Le hablaba? “Sí, le musitaba ‘ya está, ya está, tranquilo’, en catalán ibicenco, mi lengua materna”.

Esperó así hasta que llegaron los veterinarios. Al final eran cinco alrededor del delfín. Ahora no hablaba nadie. No había nada que hacer. Lo adormecieron y luego lo sacrificaron con una inyección. Pita lo explica con un tono que intenta ser neutro, pero al que traiciona la emoción. Luego se queda callada. No encuentro qué decir. Carraspeo y le digo, algo tontamente, que una vez, hace veinte años, entrevisté al entrenador de Flipper. Se anima: “¡Flipper, me acuerdo mucho, marcó mi infancia!. ¡Flipper!”. De alguna manera encontramos una salida, la tristeza se atenúa entre un recuerdo de saltos felices y salpicaduras refulgentes. La luz parece abrirse paso y estallar en el cielo puro de Formentera. La bruja del dolor y el pesar se abisma en sus profundidades recónditas, llevándose pócimas y cuchillos. Y en algún lugar de la isla las hermosas sirenas, arreglándose el cabello con sus peines de nácar y sus espejos de plata, vuelven a cantar.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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