Caníbales y recetas de tortuga en Formentera
La lectura de las aventuras del célebre náufrago de Defoe en la isla balear lleva a descubrir inesperadas similitudes
En la aventura (iniciada en la anterior entrega) de recalar en Formentera con Robinson Crusoe para leer la novela, de cuya publicación se cumplen 300 años, el viaje mismo a la isla ya tuvo sus semejanzas con el relato de Defoe, aunque, afortunadamente, sin hundirme. Robinson Crusoe (el nombre original, nos dice el propio protagonista, era Kreutznaer, pues su padre provenía de Bremen) se embarcó contra todos los ruegos de sus progenitores para ir finalmente a parar a su isla tras naufragar a bordo de un barco negrero del que era copropietario (ese detalle tan poco edificante no sale en muchas adaptaciones). Por mi parte, yo tomé un ferry hasta Ibiza, el buque de Balearia renombrado (lo que es bien sabido da muy mala suerte) Bahama Mama. Pasé la travesía, con insidioso mar de fondo, en cubierta intranquilo, leyendo los pasajes del naufragio de Robinson entre corpulentos camioneros tatuados que salían a fumar y contra los que, advertí preocupado, no tendría ninguna posibilidad si había que pelear por un sitio en los botes salvavidas.
A diferencia de lo que yo recordaba, Robinson ya había vivido varias malas experiencias en el mar, entre ellas otro naufragio en las costas inglesas, el abordaje por parte de un barco pirata turco, su captura y esclavitud durante dos años en el puerto marroquí de Salé (que no Porto-salé, la zona de Formentera), la fuga en una chalupa y la precaria navegación en ella por la peligrosa costa africana hasta que lo rescata un navío portugués. Que después de todo eso se volviera a embarcar el tío era desde luego tentar a la suerte.
Su navío, fletado con unos socios en Brasil para ir a buscar esclavos al Golfo de Guinea, naufraga cerca de la desembocadura del Orinoco. Robinson, buen nadador, es el único que se salva consiguiendo llegar a la costa. Allí no tarda en apercibirse de que se encuentra en una isla, de que no hay nadie y de que toca ponerse manos a la obra.
La parte que yo más recordaba (y valoraba) de las aventuras de Robinson antes de esta nueva lectura formentereña del tricentenario era esa en la que, tras conjurar su inicial desesperación, se ponía en modo positivo y en varios viajes sacaba del barco encallado que aún se mantenía a flote, un montón de cosas, incluidos clavos, pernos, mosquetes, pistolas, pólvora, balas, telas, ron, harina, cuerdas, tijeras, tenedores, compases y hasta ropa de cama y tabaco. El navío naufragado se convertía en un verdadero supermercado y almacén de Leroy Merlin, que le surtía de todo, y nuestro hombre se revelaba luego como un maestro del bricolaje, carpintero, sastre, cestero, alfarero y hasta pastelero, además de un crack de la supervivencia que para sí quisieran los SEAL y los boinas verdes. Incluso se construía una segunda residencia.
He de decir que a Formentera yo también he arribado bien provisto: con el coche cargado tipo operación Paso del Estrecho
La verdad, Defoe, lo veo ahora, hizo un poco de trampa: no es lo mismo ser Robinson, con su enorme surtido de herramientas y provisiones, que un náufrago de Forges, para entendernos, sin recursos, a pelo. Además la isla (algún terremoto aparte) es amable con Crusoe, que encuentra no solo los proverbiales cocos sino hasta uva, limones y limas (aunque no se hace gin -tonics), y cosecha con éxito.
Comiendo tortugas
He de decir que a Formentera yo también he arribado bien provisto: con el coche cargado tipo operación Paso del Estrecho, hasta los topes de productos de primera necesidad, como latas de atún, Mistol, madalenas, varias cajas de bebidas espirituosas, y otras provisiones que me permiten asegurarme un tiempo la supervivencia y la autosuficiencia frente a los elevados, disparatados precios de la isla. He portado asimismo armas (mi sable, una guitarra), hamaca, libros para varios años (Robinson, ay, solo describe Biblias y devocionarios), un catalejo, máscara de buceo y una cantidad ridícula por elevada (dos), para Formentera, de bañadores. Hay que recordar que, en cambio, Robinson nunca va desnudo: dice que, aunque la idea le tentaba, no podía “por la fuerza del sol”: en mi Formentera, donde ahora Genís Campillo, el líder de la banda de rock de la isla Allsex ha puesto de moda despelotarse en pleno concierto, le consideraríamos un recalcitrante textil. Con todo ello me he atrincherado como suelo en un bungalow en Es Pinar, en Migjorn, que ríete tú de la fortaleza que se construye Robinson. Como él, desde ese emplazamiento meridional seguro exploro y recorro cautelosamente la isla, temeroso de las concurridas playas del norte a las que acuden desde la vecina Ibiza los modernos caníbales con sus yates para sus festines y sus fiestas. Una ventaja adicional es que mi casa, tan a desmano, queda junto al huerto principal de Martí Mayans (Agromartí), con lo cual me ahorro el laborioso trabajo con la tierra de Robinson…
Es el momento de recordar que uno de los principales sustentos de Robinson en la isla, junto con las cabras, son las tortugas marinas
Es el momento de recordar que uno de los principales sustentos de Robinson en la isla, junto con las cabras, son las tortugas marinas. La novela proporciona la fecha exacta en que atrapa la primera, el 16 de junio de 1660, en su segundo año. Al cocerla encuentra que, ¡bingo!, tiene en su interior 60 huevos. La carne le parece la más sabrosa y agradable que ha probado en su vida. Leo el pasaje en mi isla precisamente cuando el Diario de Ibiza publica la sensacional noticia de que una tortuga ha desovado por primera vez (58 huevos) en la historia en las Baleares en el parque natural de Ses Salines, aquí al lado vamos. Al día siguiente desova otra (102 huevos). Están protegidísimas y hasta se prohíben los selfis con ellas así que ni hablemos ya de comérselas. “Aquí de niños jugábamos con las tortugas en la playa y yo las había comido”, me cuenta Carmen, dueña de la librería Tur Ferrer de Sant Francesc, isla de libros en la isla de Formentera. “El sabor, muy fuerte, me parecía asqueroso, a pescado viejo, aunque le ponían pieles de naranja para disimular y hierbas”. No sabría qué decirles, la única vez que me han servido tortuga (terrestre), en China, viva hasta que le asestó un machetazo el camarero en mi propio plato partiéndola en dos (seguía moviendo las patas post mortem), casi me desmayo. La librera me regala el clásico de gastronomía de Formentera e Ibiza Bon profit!, de Joan Castelló Guasch, en el que aparecen antiguas recetas isleñas para preparar la tortuga. Hay que quitarle completamente la grasa, que es amarga y estropea el guiso, leo. El hígado se cuece a fuego lento regado con coñac y se acompaña de patatas fritas. Imposible no pensar tanto en Robinson como en Andreu Manresa.
He de decir que Crusoe, que era uno de mis héroes de juventud y a mí siempre me había caído de lo más simpático por tipo resuelto y emprendedor, ejemplo de actitud ante la desventura, además de valiente y manitas -se hace sillas, mesas, estantes y un aparador con la habilidad de un montador de Ikea-, en una lectura pormenorizada de la novela se revela como un individuo con rasgos discutibles y hasta un verdadero cabronazo, con perdón. Cuando se escapa en chalupa de los moros lleva dos consigo: a uno, Ismael (!) no duda en tirarlo por la borda y al otro, un chavalín, Xuri, con el que comparte muchos peligros en las costas africanas, no duda en regalárselo como esclavo al capitán portugués que los rescata.
Ya he comentado lo de sus negocios de negrero, pero es que además, de los compañeros de su barco al naufragar no se preocupa en absoluto. Despacha sin sentimentalismo su suerte en tres rayas: “En cuanto a ellos, nunca volví a verles, no descubrí ningún rastro suyo excepto tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos desparejados” (esto último le fastidia porque no puede usarlos). No digamos ya lo que le importan luego los caníbales –dice que le sabe mal, y valga la expresión, tener que cargárselos pero después los despacha alegremente-; o el padre de Viernes -sí, yo tampoco recordaba que sale el innominado padre de Viernes (¿Jueves?)-, que desaparece enviado a una misión de rescate entre los caníbales sin que volvamos a saber que fue de él.
James Joyce, no es por comparar, tenía una visión también bastante crítica de Robinson Crusoe. Consideraba al personaje un símbolo del imperio británico y un estereotipo del colono inglés con “su crueldad inconsciente, su perseverancia, la lenta pero eficiente inteligencia, la apatía sexual, la taciturnidad calculada”.
Mañana, tercera entrega: Cabras, sexo y una huella en la arena.