El último aventurero romántico
Héroe de la Segunda Guerra Mundial, viajero incansable, escritor y vividor, Sir Patrick Leigh Fermor fue un Lord Byron del siglo XX. Una biografía recorre la intimidad de su arrolladora existencia
Es el efecto que provoca el recuerdo del viejo aventurero romántico, ¡diablo de hombre! Mientras hablamos de sir Patrick Leigh Fermor (Londres, 1915- Dumbleton, 2011) evocando sus hazañas, sus líos de faldas, sus viajes, la belleza de sus escritos, sus grandezas y debilidades, la admiración y, sí, el amor, que sentíamos por él, su amiga y biógrafa Artemis Cooper se pone de pie extemporáneamente y se pone ¡a bailar una danza griega! Yo diría que un sirtaki.
La escena resulta inesperada y sorprendente en esta tarde londinense en la pequeña librería Nomad Books de Fulham, donde tomamos los dos un té en tazas con portadas de Penguin rodeados de libros y silencio. La librera y los demás clientes nos miran con disimulo. La historiadora y editora Artemis Cooper, autora de la extraordinaria biografía Patrick Leigh Fermor, una aventura, recibida con unánimes elogios en Reino Unido y recién aparecida en España (RBA), es bien conocida en el barrio, donde vive con su marido, el célebre historiador militar Antony Beevor (inmerso, por cierto, en la batalla de las Ardenas), y su arrebato es recibido con británica flema. La observo danzar aferrado a mi cuaderno de notas, sin saber si he de sumarme al baile.
Hablábamos de la vitalidad de Leigh Fermor, el sensible y curioso adolescente que cruzó Europa andando en los años treinta, codeándose con aristócratas y domadores ambulantes de osos, el oficial de inteligencia, el valiente soldado de operaciones especiales que secuestró en un golpe de mano audaz al comandante de las tropas nazis en Creta, el guapo amante que conquistó a tantas bellas mujeres, el refinado, culto y políglota escritor que nos ha dejado libros tan hermosos como El tiempo de los regalos, Mani, Roumeli o Un tiempo para guardar silencio, el filoheleno émulo de Lord Byron que rescató las zapatillas del poeta y cruzó nadando el Helesponto a los 69 años. “Al entrar él en una habitación, todo el mundo se sentía más vivo, ligero”, recordaba la escritora. “En Atenas, cuando era pequeña, íbamos por las tardes a las tabernas y él hablaba con la gente, y pasaban cosas. Empezaba a cantar, canciones griegas que interpretaba de manera fenomenal. Y se ponía a bailar. Bailaba maravillosamente”. ¿Como Zorba?, le he preguntado interrumpiendo sus recuerdos. “Exacto. Mejor. Anthony Quinn bailaba de manera algo dejada, abandonándose. Paddy era más decoroso. Sus movimientos, majestuosos, enérgicos”. Y es entonces cuando Artemis Cooper, una mujer madura (1953), atractiva, culta y de refinada elegancia –no en balde, nacida como la honorable Alice Clare Antonia Opportune, es hija del segundo vizconde Norwich y nieta de Lady Diane Cooper– , ha retirado su silla con resuelta determinación, se ha levantado y ha ejemplificado cómo danzaba Leigh Fermor poniéndose ella a bailar. Observo que calza deportivas.
“Lo lamento, me temo que soy una bailarina muy incapaz, a helpless dancer”, dice luego sentándose de nuevo y atajando con la mano mis protestas, que expreso en un inglés que pretende inútilmente sonar a personaje de Evelyn Waugh –“Oh, no, my God, you’re a delicious dancer indeed”–. “Todo el mundo lo quería”, afirma como para sí. Ahora cae una sombra sobre nosotros. Patrick Leigh Fermor está muerto, y ni todos los recuerdos ni todas las danzas del mundo podrán devolvérnoslo. Nos ensimismamos. No sé en qué momento de la fabulosa vida de Paddy, “el genuino bucanero”, como lo denominó Freya Stark, piensa ella. Se lo pregunto. ¿Aquella vez cuando, en el monte Ida, mientras se escondían de las patrullas alemanas, el general Kreipe, que llevaban preso, recitó el primer verso de la oda 9 de Horacio, Ad Thaliarcum, y Paddy, erudito y travieso, la continuó hasta el final para asombro del militar germano? “Oh, no, es un momento muy típico; quizá aquel reencuentro tan emotivo en un asilo de Budapest con su viejo amigo Elemér von Klobusitzky, exhúsar enfrentado al régimen de Béla Kun, que no le reconoció y se empeñó en insistir en que su amigo Paddy era mucho más joven y estaba en Grecia. O la primera lectura que dio en Corfú tras la guerra de sus aventuras militares y en la que no paró de beber ouzo para regocijo de la audiencia griega”. Yo elijo evocarlo de muchacho, jugando a polo en bicicleta, en compañía de nobles húngaros de etiqueta en el gran salón de baile de la mansión O’Kïgyös, del conde Józsi Wenckheim, uno de los muchos momentos inolvidables de Entre los bosques y el agua, la segunda parte de su gran viaje europeo iniciado en El tiempo de los regalos.
Artemis Cooper es una excelente escritora que ha recopilado las cartas de sus abuelos Duff y Diane Cooper (él fue el primer embajador británico en París tras la liberación, el matrimonio denominaba entre sí a De Gaulle Carlitos el Bilioso). También se ha encargado de seleccionar y anotar los textos de esa maravillosa antología de Paddy que es The words of Mercury. Su libro Cairo at war, sobre la vida en el Egipto durante la II Guerra Mundial, es una delicia, como lo es París después de la liberación: 1944-1949, escrito a cuatro manos con Beevor. Cooper no ha publicado la biografía de Leigh Fermor hasta la desaparición de este. “Teníamos ese acuerdo, que no apareciera hasta la muerte de él y de su mujer, Joan Eyres Monsell. Ambos eran personas cortésmente privadas, especialmente Paddy”. Hay cosas muy íntimas en el libro, y otras que muestran la dimensión muy humana y oscura del héroe y aventurero solar. No hay que olvidar que se tatuó en el brazo una gorgona, la peligrosa sirena de doble cola de los pescadores griegos. Su estrella no pierde brillo en esta profunda, modélica, investigación de su vida –que aclara algunos hechos–, pero no puedes dejar de decirte a menudo: ¡Caramba, Paddy!
“No hay grandes revelaciones ni secretos, aunque sí algunas cosas que él no habría juzgado conveniente ver publicadas en vida, pese a que la gente las conocía”. El tono general es bastante elegiaco. “Es la consecuencia de revisar una vida tan larga, plena y fulgurante, y más si es la de alguien a quien conocías y apreciabas”. La vida amorosa de Leigh Fermor se revela muy prolija, más incluso de lo que imaginábamos. Le muestro a Artemis Cooper una lista que he confeccionado con los nombres de las amantes que aparecen identificadas en su libro. Elizabeth Pelly, con la que perdió la virginidad; Nellie Lemar, la hija del verdulero de Dover Street, el romance que condujo a su expulsión de la King’s School, pese a que la cosa no pasó por lo visto a mayores; Xenia Csernovits, Penka Krachanova, Angy Dancos, la encantadora princesa Balasha Cantacuzeno –16 años mayor, casada con un diplomático español, con la que vivió, apenas veinteañero, un hermoso romance en Baleni, la finca de la familia de ella, en Besarabia–, Denise Menasce; Juliette Gréco –con la que tuvo un asunto durante el rodaje en África de Las raíces del cielo, filme del que fue guionista–, Judy Montagu, Lyndall Birch, Ricki Huston… “Tuvo muchas amantes, sí, solteras y casadas, siempre resultó muy atractivo para las mujeres, obviamente. En su relación con Joan no había celos sexuales. En su caso, el matrimonio era una especie de forma elevada de la amistad. Joan sintió mucho no tener hijos, pero Paddy no demasiado. Eran un poco como Peter Pan y Wendy. Paddy tuvo siempre algo de niño eterno, algo de él nunca creció, y Joan se encargó de cuidarlo”. De hecho, mucho tiempo lo mantuvo. Joan, hija del vizconde Monsell, era una mujer fascinante a la que le encantaban el viaje y la fotografía. Ocho años mayor que Paddy, nunca fue posesiva, ni celosa. Aunque Cooper cita un áspero episodio en el que le lanzó billetes para que se buscara una chica. Paddy pasó etapas desatado, y alguna anécdota del libro es elocuente de su promiscuidad, como cuando una amante le reprochó haberle contagiado ladillas (uno de los felices animalillos se lo encontró la chica en una ceja) y él le explicó, campechano, que se las había pasado “una zorra” en Atenas. La biógrafa recoge íntegra una divertida carta de Paddy sobre los embarazosos parásitos que sorprenderá a los lectores de El tiempo de los regalos.
"Había un loco valor en él. Su intrepidez le llevaba a pedir fuego en lso bares a los soldados alemanes" Artemis Cooper, amiga y biógrafa de Patrick Leigh Fermor
Cooper recuerda que Paddy había sido casi abandonado a los cinco años al separarse sus padres. Su madre era una actriz y mujer de carácter. “Mi abuela, que era mayor para ser su amante, lo adoptó de alguna manera”. La biógrafa no deja de mostrar en el libro el lado muy triste, amargo y hasta ocasionalmente sórdido que tuvo la (por otro lado, felicísima) relación entre Paddy y Joan. Cuando él consideró que ya estaba maduro para ser padre, ella tuvo que someterse a una histerectomía. “Pero Paddy no era un hombre destructivo”. Cuando había rupturas no entendía nada. La muerte de Joan, en 2003, al resbalar en el baño y golpearse la cabeza, fue una de las grandes tragedias de su vida. Comprendió finalmente cuán irremplazable era.
Le digo a Artemis Cooper que se me hace raro el que con tantas aventuras y hazañas militares –acabó la guerra con el rango de mayor y condecorado–, por no hablar de las águilas doradas, las cigüeñas, los monasterios de Meteora, los vaivodas y los pechenegos, hayamos empezado hablando del corazón de Paddy. “Todo es igualmente interesante en su vida. El héroe arrojado... Había un loco valor en Paddy. Recuerdo a un guerrillero cretense horriblemente asustado de esa intrepidez que le llevaba a pedir fuego en los bares a los soldados alemanes. Le encantaba jugar con el peligro. Había mucho de bravuconería. De gallardía, de panache, lo que los griegos denominan leventeia. Era su lado Lord Byron. Paddy pensaba que no había nada imposible. El secreto de la operación de secuestro de Kreipe fue que Paddy se negó a creer que no pudiera hacerse. En realidad tuvieron mucha, muchísima, suerte; fue algo increíble”. La emboscada, con él y Moss (de gatillo más fácil) vestidos con uniformes de sargentos alemanes, funcionó, y luego atravesaron 22 puestos de control en el mismo coche del general, que calificó la acción de “ardid de húsar”. Las hazañas bélicas tienen su reverso siniestro: provocaban muertes y represalias. Al chófer de Kreipe, en esa aventura con ribetes de película [y de la que precisamente se hizo un filme, con Dirk Bogarde (!) en el papel de Paddy], lo degollaron los partisanos cretenses. “Oh, sí, es algo oscuro, no podían llevarlo con ellos, ni dispararlo, así que usaron el cuchillo”. Otro episodio lamentable, que Cooper explica con detalle, fue el accidente que provocó la muerte de uno de los líderes guerrilleros, Yanni Tsangarakis, al disparársele el arma a Paddy en un escondite y alcanzar toda una ráfaga de seis balas, que ya son balas, al cretense. La cosa sería risible si no fuera tan terrible. Durante muchos años, Leigh Fermor estuvo expuesto a la venganza de sangre de los parientes del muerto. El hermano una vez le acechó con un rifle. Cooper también revela la animosidad entre nuestro hombre y los comunistas, que aprovecharon el suceso para denostarlo como traidor. Muchos años después, alguien le puso una bomba en el coche en Grecia, a él, que tanto amaba a los griegos y tan amado era por la mayoría de ellos.
En la guerra hizo muchas otras cosas que han quedado oscurecidas por el secuestro de Kreipe. Salvó un cañón (lo que siempre es un punto en el historial militar de un británico) durante la retirada de Grecia, comandó un caique armado en el que evacuó al príncipe Peter y abdujo, con su consentimiento, a otro general, el italiano Carta, que se pasó a los Aliados. Se adaptó bien a la lucha clandestina organizando a los andartes, los fieros guerrilleros cretenses, bajo el nom de guerre de Mihali y ataviado un tanto carnavalescamente –le encantaba disfrazarse–. Decía que solo echaba en falta en la dura vida en las montañas el cepillo de dientes. Parece que sus andanzas inspiraron en parte Los cañones de Navarone. Entre las operaciones en las que se vio luego involucrado figuran un intento de rescate en Colditz y la persecución de los Werewolfen, la resistencia nazi. El guerrillero siguió siempre en él y era capaz de moverse con un sigilo asombroso.
Había un punto muy esnob en él. Le encantaba la gente rica y con apellidos, los aristócratas que le invitaban a sus castillos, alternar con la cream de la sociedad, de cualquier sociedad. “Por supuesto. Aunque esnobismo quizá no es la palabra. Le fascinaban los personajes de las grandes familias. Era como una extensión de su pasión por la historia. Los veía como historia viva. La idea de que Balasha estuviera en contacto directo dinásticamente con los emperadores de Bizancio en toda su gloria añadía glamour a su amor por ella. Se sentía cercano a los Cantacuzeno, parte de la familia. Había, claro, una gran dosis de romanticismo en todo eso. Paddy era un gran romántico”. Leigh Fermor tenía el secreto, el knack, de resultar irresistible a toda esa gente, seguramente porque conjuraba, con su alegría, ganas de vivir e insaciable curiosidad, su inveterado aburrimiento. Tenía grandes contactos –era un especialista en creárselos– que le facilitaron la vida. Una vida pijibohemia. Era un hombre optimista y divertido, y junto a los episodios épicos y románticos hay en su vida momentos cómicos dignos de un Tartarin o un Cacaseno. Hay también innumerables farras y borracheras memorables. En Alejandría, él y sus compañeros del Special Operations Executive (SOE) se ganaron una reputación de fiesteros –inventando cócteles con benzedrinas–, paralela a la fama de su arrojo en el mundo proceloso de la guerra de guerrillas.
La biografía recorre magistralmente la vida de Paddy y su obra y está llena de anécdotas apasionantes y de encuentros. Kim Philby, Robert Byron, Paul Morand, Laurens van der Post, John Pendlebury, Woodhouse, Katsimbalis, Seferis, Runciman, Toynbee, Dylan Thomas, Ian Fleming, Lucian Freud, Errol Flynn, John Huston, Balthus, Chatwin… La amistad con Lawrence Durrell ocupa varios pasajes. De Paddy alguien dijo que sería fantástico convertirlo en píldoras para darle a la gente cuando se sintiera deprimida. A veces se le iba la mano, como cuando bromeó con la tartamudez de Somerset Maugham y este lo echó de su casa. Tuvo una vida muy nómada. Le gustaba España y pasó temporadas en casa de amigos en Andalucía.
Paddy, que carecía de estudios, tampoco tuvo nunca un trabajo fijo estable. El dinero aparece como una preocupación constante en buena parte de su vida. “No tenía ningún apoyo económico, al contrario, tenía que apoyar a su madre. Joan le respaldaba, pero la asignación de ella no permitía vivir desahogadamente a dos personas de su nivel. Hizo algo de periodismo, tradujo. La única vez que tuvo un trabajo fijo, en Atenas, fue un desastre. De hecho, lo despidieron. Decidieron irse a vivir al extranjero porque era más barato. Era una vida de artista. En realidad tuvo mucha suerte”. No dudó en vivir del dinero de Joan y en pedir prestado. “Y a menudo no devolvía lo que le daban. Tenía amigos ricos. Vivía en un mundo de ilusiones alejado de la realidad. Al mismo tiempo hay que recordar que era un hombre de una gran generosidad de espíritu, siempre capaz de ofrecer amistad y hospitalidad”.
Desde el punto de vista literario, Artemis Cooper confirma algo que sospechábamos: Paddy fabuló mucho de ese inolvidable paseo de adolescente por Europa que recoge en El tiempo de los regalos y su continuación Entre los bosques y el agua (escritos, respectivamente, cuarenta y cincuenta años después del viaje), como de hecho hizo con otros sucesos de su vida. “Hay muchos ejemplos en el libro de interacción entre su recuerdo y su imaginación, por ejemplo, en el episodio de la cabalgada en la llanura húngara, en un trayecto que en realidad hizo a pie”. En la biografía, Cooper reconstruye todo el viaje –que Leigh Fermor, a la vez perezoso y patológico perfeccionista de la escritura, dejó literariamente inconcluso– y recoge la llegada de Paddy a Constantinopla el 31 de diciembre de 1935 y su visita de la ciudad, que era el soñado objetivo de su periplo.
En septiembre aparecerá The broken road, la esperadísima tercera parte del viaje de Leigh Fermor caminando por Europa a los 18 años. Así, después de muerto culminará literariamente ese increíble trayecto que realizó en 1933-1934. “Es un material extraordinario”, dice Cooper, que se ha encargado con Colin Thubron de la edición de ese mítico tercer libro, de cuyas escritura y complejas vicisitudes trata abundantemente en la biografía. El trayecto de The broken road (el título es de Cooper y Thubron y hace referencia a la calidad de la obra inacabada del manuscrito de Leigh Fermor, aunque es un texto bellísimo) lleva desde las Puertas de Hierro del Danubio, donde nos habíamos quedado, hasta la anhelada Constantinopla.
Mientras Artemis Cooper apura su té, abro la carpeta que llevo y extiendo sobre la mesa algunas de las cartas que me envió Paddy a lo largo de los años. Juntos miramos en silencio la letra característica. ¿Cómo fue su muerte? “Murió en paz y plenamente consciente. Los últimos días en Grecia estaba muy delicado. El tumor de garganta que le habían extirpado volvió a crecer, hubo que hacerle una traqueotomía. Quería volver a Inglaterra a toda costa. Traerlo fue muy complicado, casi como una operación militar. Murió a la mañana siguiente de regresar a Dumbleton”. Paddy había seleccionado para su funeral las mismas lecturas que para el entierro de su esposa. La ceremonia fue en la iglesia de Saint Peters. Su amigo, albacea y también grandísimo escritor de viajes, Colin Thubron leyó The garden of cyprus, de Sir Thomas Browne, el complejo discurso neoplatónico sobre el arte y la naturaleza que tan bien se correspondía con la personalidad culta hasta la extravagancia de Paddy. Luego se cantó el Vedrai carino, de Don Giovanni (!), y un músico de los Irish Guards, el que fuera su regimiento, interpretó The last post con la corneta. “Íbamos a ponerle una rosa en las manos, pero al final le colocamos en ellas un ejemplar de El tiempo de los regalos. El regalo que nos hizo a todos. Con su amistad, su vida, sus libros”.
Vuelvo a mirar las cartas, con membrete de Kardamyli o de The Mill House, la casa de Dumbleton, en el Worcestershire, la letra temblorosa, “Dear Jacinto”. Una vez me hizo leerle Horacio en latín para ver cómo sonaba dicho por alguien que hablaba español. Me regaló la edición original de Ill met by moonlight, el libro de Moss sobre la Operación Kreipe. Otra vez le hablé de una atractiva joven rumana que había conocido –seguramente por emularle, ya que no podía secuestrar a un general nazi (no sabría por dónde empezar)- y que me había iniciado en la lectura de Blaga y Eminescu. Yo le consideraba un amigo. Nunca tendré otro igual. “Era una gran persona”. Se me humedecen los ojos, y al levantar la vista veo que a Artemis Cooper, también. ¿Qué había en él? “Era generoso”. Anhelábamos reflejarnos en el héroe, el aventurero, el seductor, el romántico, el hombre que escribía cosas tan hermosas, el niño lleno de amor por la vida. Artemis Cooper se vuelve a levantar, pero esta vez no para bailar, sino para buscar una servilleta con la que se enjuga las lágrimas sin disimulo. Paddy…
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