En el corazón de la luz: leer a Joseph Conrad en Formentera
Evocación desde la isla balear del mundo del escritor, de cuya muerte se cumple un siglo el sábado
Como cada año me he llevado estas vacaciones al embarcar en el ferry desde Barcelona rumbo a Formentera (vía Ibiza) Lord Jim. La gran novela de Joseph Conrad sobre el valor, la cobardía, el fracaso y las segundas oportunidades, y todo lo demás, me ha acompañado en tantas singladuras que ya he perdido la cuenta (y el libro importantes páginas, llevadas por el aire salobre: afortunadamente me lo sé de memoria). En las noches de travesía releo una y otra vez mi baqueteado ejemplar apoyado en un mamparo junto a los botes salvavidas mientras el barco se balancea sobre el mar inabarcable y oscuro. “Existen tantas clases de naufragios como hombres”…
Pero en esta ocasión, el viaje conradiano ha tenido un significado especial: la celebración del centenario de la muerte del escritor polaco (Konrad Korzeniowski, nacido en 1857 en la actual Ucrania), el 3 de agosto de 1924. Viajaba por eso al archipiélago malayo, uy, balear, y a la pequeña pitiusa no sólo con Lord Jim (mi novela favorita) sino con toda mi copiosa biblioteca del autor, para ir repasándola, incluidos los Relatos completos en la edición de Valdemar, un voluminoso y pesado tomo que le hubiera hecho el mismo servicio que la bala de cañón al desdichado guardiamarina Hollom de Master and Commander. Por cierto, qué poco hablaba Patrick O’Brian de Conrad: le costaría, imagino, enfrentarse a un marino de verdad (él no lo era) y temería que con sus engaños y fisuras morales —abandonó a su familia— el gran escritor del mar, tan recto, no le considerara “uno de los nuestros”. Aunque es muy probable que Conrad hubiera calificado así a O’Brian precisamente por eso.
Llevaba yo en una gran bolsa a Formentera mi preciado fondo conradiano, que incluye no únicamente sus obras —novelas, cuentos, ensayos— sino libros sobre el autor, como dos de mis favoritos, In search of Conrad, de Gavin Young, un viaje en pos de sus escenarios vitales y narrativos en el Extremo Oriente, y Conrad’s Eastern World, de Norman Sherry, una erudita y apasionante investigación de los hechos y personajes reales que abordó (y no hay mejor palabra) en sus historias, incluidos también los barcos en los que navegó (Palestine, Adowa, Duke of Sutherland, Otago, Highland Forest, Vidar...), y que se transmutaron en los de su ficción. Portaba asimismo la biografía canónica de John Stape (Las vidas de Joseph Conrad), y lo último que ha aparecido, ahora mismo, La guardia del alba (¡qué precioso título!) de Maya Jasanoff (Debate, 2024), una interesantísima exploración de la vida y la época de Conrad, llena de claves sobre su obra (como su admiración por Dickens) y saludada como “un Conrad para nuestra época”.
El libro señala la transferencia que hizo Conrad, noble polaco recubierto de alquitrán británico, como decía él, de los ideales románticos de su padre: de la patria polaca al mar; explica la amplitud de sus viajes en su etapa de marino en la flota mercante inglesa (fue hasta Australia), y que navegó en clípers, como el hermoso Torrens, algo que no recordaba. Imaginar a Conrad en un clíper, esos veleros asombrosos que captaban como nada “la fuerza y la voz salvaje y exultante del alma del mundo” te llena de un raro entusiasmo. La guardia del alba, insisto, es estupendo, cuenta que Conrad voló una vez con un piloto de la marina, que se carteó con la hija de James Brook, el Rajá Blanco de Sarawak, o que Scott Fitzgerald, que admiraba al autor (como Hemingway), trató de colarse en una fiesta para conocerlo. Incluso le perdonas a Jasanoff que vea en Lord Jim “las consecuencias que había dejado la disrupción tecnológica en el comercio marítimo” (el paso de la vela al vapor, un cambio que marcó la vida de Conrad), que ya es forma extravagante de resumir la novela.
Pese a lo que podría esperarse, por ser mujer y tener raíces asiáticas (su madre es india, y profesora en Harvard, como ella misma y su padre), Jasanoff es una gran admiradora de Conrad, al que se le ha tachado a veces de misógino, y eso que tiene personajes femeninos tan inolvidables como Joya, Edith Travers, Freya Nielsen (la Rapunzel de las Siete Ínsulas), la enigmática amante negra de Kurtz, la “bella Antonia” de Nostromo, la Flora de Barral de Suerte, Nina Almayer o Ivy, la hija del capitán Whalley, que había pasado su infancia a bordo del clíper Cóndor. Conrad además ha sido blanco de críticos del colonialismo, como Chinua Achebe, para el que el escritor era “un condenado racista”, o Ngũgĩ wa Thiong’o. Conrad desde luego no era un hombre fácil. Tenía un carácter complejo, era cínico e irascible. De joven, en 1878, intentó suicidarse —curiosamente de un pistoletazo en el pecho: la muerte que le propina Doramín a Jim—, sufría depresiones y entre sus cosas feas, el que no firmara contra la pena de muerte a Casament, su posible implicación en el tráfico de armas y de esclavos, y que no le gustara Melville y denostara Moby Dick. Para tomarle el pulso a Conrad y escribir su libro, Jasanoff no ha dudado en viajar en un portacontenedores y en remontar el río Congo como hizo en su día el escritor en el vapor Roi des Belges.
Menos aventurero, yo me embarqué en el Ciudad de Granada de Trasmed (26.916 GT, Gross Tons de arqueo bruto) pertrechado con mi medio centenar de libros para hacer unas vacaciones conradianas, con su dosis de aventuras, barcos, empalizadas y gloriosa melancolía, no sin dejar de pensar en que si naufragábamos todos esos títulos, especialmente Tifón, hallarían un destino muy pertinente, sembrando la mar de Conrad como el Ever Laurel lo hizo de patitos de goma.
Luego, recalado ya en Formentera, aunque no hay casas de té, farolillos rojos, salacots, juncos, sampanes, praos ni piratas malayos (de momento), ni gutapercha, he tratado de identificar lugares y personajes de los libros de Conrad con los de la isla. Es un divertido ejercicio, aparte de que el pareo, si te lo sabes poner, tiene aspecto de sarong, y de que no hay imagen como la de una goleta de tres palos meciéndose anclada sobre las aguas cristalinas frente al Vogamarí. El Patna, el barco de peregrinos donde es puesta a prueba la valía de Jim y que se basa en la historia real del Jeddah, podría ser el viejo Arlequín Rojo, el destartalado ferry que cubría la línea Ibiza-Formentera, y en el que todos hemos pensado alguna vez que íbamos a tener que saltar, como el protagonista. Patusán, el lugar a donde va Jim en busca de redención, sería, claro, Migjorn, el sur, aunque el ambiente colombiano y amenazado del restaurante Pelayo sugiere también la república de Costaguana de Nostromo. Siguiendo con Lord Jim, el rajá Tunku Allang sería el presidente del Consell de Formentera, Llorenç Cordoba, al que se le critica estos días arrogarse competencias excesivas y acaparar poder. El joven Joan, de la librería Tur Ferrer de Sant Francesc, sería el valiente Dain Waris. Qué mejor observador (y dibujante) de la isla y sus vicisitudes que Evelio P.: Marlowe. El artista Gabriel haría un buen Cornelio. Al pirata Brown (“acaso había oído Brown hablar de Patusán”) le pondría las facciones del dueño del bar Ses Roques, Piero Ameli, cambiando la goleta por la guitarra con la que Piero es incomparable versionando Amante bandido o el Wish you were here de Pink Floyd. En cuanto a Jim, tuan Jim, Lord Jim, c’est moi, que para eso lo he leído tanto. No hay duda de qué personaje conradiano encarnaría el belga Vincent, icono formentereño: Kurtz (“se había marchitado, la selva le había cautivado, había penetrado en sus venas, consumido su carne”), aunque no hay corazón de las tinieblas en Formentera pues podría decirse que la isla está situada en el mismísimo corazón de la luz.
Paralelamente a la relectura de las obras de Conrad, se me ocurrió que sería interesante recabar su opinión sobre el escritor a algunos marinos. Hace años, en 2000, tuve contacto con un capitán de Transmediterránea precisamente, Matias Enseñat, que me manifestó su admiración por el capitán MacWhirr de Tifón y cómo aplicaba él al Ciudad de Salamanca las sensatas normas que el personaje conradiano seguía en el vapor Nan-Shan, salvando las distancias que van del Mediterráneo occidental al Mar de China. Traté de hablar esta vez con el capitán del Ciudad de Granada, pero me dijeron que tenía cosas más importantes que hacer esa noche que departir con un fan de Conrad cargado de libros y mareado. Así que sostuve de madrugada, ante un batido de cacao, una charla literaria unidireccional con el camarero somnoliento del desierto bar de a bordo, que parecía una versión flotante de la barra del Hotel Overlook de El resplandor (por suerte mi camarote no era el 217, ni el 237).
No me desanimó eso, ni recibir sendos mensajes de mis dos mejores contactos en la Armada, el capitán de submarinos José Piñero, y el teniente de navío en la reserva Jaime Antón Viscasillas, mi primo, en los que ambos coincidían en decirme que no eran grandes fans de Conrad, vaya. Jaime apuntaba que en nuestra Armada, Conrad “tiene poca difusión” y se prefieren “marinos y episodios nacionales”. Mientras que José, al que no se le puede reprochar preferir Así fue la guerra submarina, de Busch, recordaba que leyó Lord Jim por recomendación de un compañero que había sido antes marino mercante. “Tiene un punto interesante sobre la moral de los hombres de mar”, añadía y decía que el lamentable episodio del Costa Concordia le hizo pensar mucho en la novela.
Insoslayable para hablar de Conrad en nuestro país es Arturo Pérez-Reverte. Le llamé llegado ya a Formentera (igual se le ocurría pasarme a buscar con su velero al ferry y me tenían que trasladar con una cesta de transferencia marítima). “Lo primero que leí de Conrad, a los 15 años, fue La línea de sombra, y quedé enganchado para toda la vida”, dice el escritor. “Me encanta de Conrad como retrata a esa gente dura y sencilla, capaz de subir a los palos más altos cuando vienen mal dadas, su resignación fatalista. Esos personajes se parecían a los amigos de mi padre. Nunca los vi como salidos de la imaginación, sino completamente reales. Con la edad dejas atrás a otros autores, pero Conrad sigue siempre ahí, y no cesas de descubrir en su obra cosas nuevas. Es inagotable”. Pérez-Reverte subraya que el único retrato que tiene en su escritorio, y en la camareta de su velero, es el de Conrad. Cita como su personaje favorito al capitán Tom Lingard de El rescate (también llamada Salvamento), novela en la que el protagonista (que aparece asimismo en La locura de Almayer y en Un paria de las islas y al que Conrad creó a partir de un personaje real, William Lingard, el famoso Rajá laud, “rey del mar” en malayo) se enamora de una mujer casada a la que conoce al acudir con su bergantín Rayo en ayuda de un yate embarrancado.
Historia muy romántica y aventurera (no hay que desdeñar la influencia del Lingard de Conrad en Corto Maltés), la novela incluye rescates (como su título indica), contrabando de armas, combates, secuestros y todo lo que uno de los nuestros podría desear. Sin embargo, al elegir un capitán, Arturo prefiere al antes citado MacWhirr de Tifón —para el que Conrad se inspiró también en un capitán real del mismo nombre, el que tuvo en el Highland Forest—, ese hombre sólido, sin metáforas, “el ideal perfecto, redondo, del marino por excelencia” (Arturo dixit). Yo, en cambio, no puedo sino identificarme en Tifón con el joven segundo de a bordo, Jukes (“esto se pone feo, señor”), que creía que todo se encuentra en los libros y del que Conrad escribe, cuando la tempestad estalla como si de golpe se hubiera roto un recipiente lleno de ira: “No tenía experiencia en hombres ni en temporales. Creía estar tranquilo y sereno, inexorablemente sereno, aunque la realidad es que estaba muerto de miedo; no de una manera abyecta, sino simplemente como puede estarlo un hombre de bien sin menospreciarse a sí mismo”.
No sé qué tiene Conrad que ofrece consuelo por tus imperfecciones. Como pasa con Jim, ese modelo de todos los que hemos luchado por una segunda oportunidad solo para volver a pifiarla. Rezagados inconsolables deseosos de recobrar nuestro humilde sitio en las filas. Conrad condena la mezquindad, no el fracaso. Ser “uno de los nuestros” no es estar a la altura de los mejores, sino intentarlo (“nadie, nadie es nunca suficientemente bueno”), y no culpar a los demás del estropicio de nuestras vidas, sino a uno mismo. Ser consciente de lo ilusorio de las realizaciones y el desengaño que siempre las sigue. Maya Jasanoff trata de insuflar a su lectura de Conrad una dimensión contemporánea´, presentando al autor como avanzado del progreso (valga la frase) que avizoró la globalización, incluido el terrorismo internacional y un atentado con bomba en Londres en El agente secreto. Pero no es necesario. Aparte de la aventura (nada desdeñable nunca), y de su conmovedora manera de describir la amistad (“si se encuentra usted sin empleo, recuerde que mientras yo tenga barco usted también tiene uno”) y los crepúsculos incendiados de Oriente, lo que hay de más valioso en Conrad es un modelo de vida, una lección moral —en modo alguno moralizante— para ayudarnos a vivir (¿para cuándo un Cómo vivir con Conrad?). Una explicación de cómo hemos de manejarnos, izando y arriando velas, sujetando drizas, ciñendo, incluso navegando de bolina, en este barco de nuestra existencia, en una travesía que nunca es fácil. No en balde lleva Jim en su viaje de redención a Patusán junto al revólver descargado las obras completas de Shakespeare. La vida, “la conquista del amor, del honor, de la confianza que en nosotros depositan los otros: el orgullo que esto engendra”. Jasanoff lo clava en su libro: Conrad, escribe, “transformó el velero británico en el patrón oro de la conducta moral”.
Pérez-Reverte, que acaba de finalizar su nueva novela, La isla de la mujer dormida, que aparece el 8 de octubre y es precisamente una historia “muy conradiana” de mar, amor y aventuras ambientada en el Egeo durante los años de la Guerra Civil española, recomienda a los que no hayan leído a Conrad empezar por sus relatos cortos, o por Juventud, Tifón o La línea de sombra como él. “Si no te enganchan esos, no sigas, Conrad no es para ti”, zanja. De El corazón de las tinieblas recuerda que hay quienes lo consideran el mejor libro del escritor, “y no lo es, ha pesado mucho Apocalypse Now, pero a Conrad hay que buscarlo en otros títulos, en El rescate, en Lord Jim…”. Coincidimos en que hay que leer El espejo del mar, las preciosas crónicas de Conrad sobre su vida de marino y una hermosa elegía del arte de navegar (“medicina excelente para los corazones dolidos”), recomendadas por Juan Benet y, por suerte para el lector en castellano, traducidas por el añorado Javier Marías. Imposible releer el capítulo de las anclas y el de las “recaladas y partidas” sin pensar en su amistad.
¿Nostromo? “Es la peor novela de Conrad, malograda, fallida. Se le fue de las manos. Nos pasa en alguna ocasión a todos. Solo la he leído una vez. Lord Jim cinco, y Juventud, doce”. Al menos nos ha dejado el nombre de las naves de Alien (Nostromo) y Aliens (Sulaco). Jasanoff, que reconoce que es difícil de leer, la reivindica sin embargo como una de las más obras interesantes de Conrad y en la que prefiguró el auge actual de EE UU. Yo, modestamente, recomendaría La soga al cuello, cuyo final es imposible leer sin que se te haga un nudo en la garganta (es una de las historias más hermosas que existen sobre la relación de un padre, el mermado capitán Whalley del Sofala, que sigue navegando gracias a su increíble destreza pese a perder la vista, con su amada hija); Lord Jim, claro, mi libro favorito de toda la literatura; me apuntó a Juventud (“Judea, Londres, obrar o morir”) y a El rescate. Y añado El duelo, la historia de los dos húsares enzarzados en la que se basó Los duelistas (el abuelo de Conrad había combatido en las guerras napoleónicas). Una humilde recomendación para leer a Conrad: paciencia, hay que dejarse arrastrar por su ritmo, tan parecido, se ha señalado, a navegar. Resignarse a que la acción se ralentice y parezca languidecer y no avanzar, a que el tempo se estire y se espese. Y estar dispuestos a captar toda la belleza de lo que se nos ofrece, la orfebrería del estilo y la rotundidad de las frases.
Sube al estrado ahora, por último, otro capitán, mi cuñado Javier Herrero, que ha vivido la conradiana experiencia de perder su barco, su velero, naufragado con él al timón en la laja de Salmedina, el peligroso arrecife frente a Chipiona, que no es las aguas de Borneo ni la barra de Batu Beru, pero casi. Sostiene Conrad en El espejo del mar que los barcos “son criaturas que nosotros hemos traído al mundo con el objetivo, por decirlo así, de que nos obliguen a dar la talla”. Javier se ha leído Lord Jim estos días en Menorca. “Desde luego, no se lee en tres horas como decía Conrad. Y como todos sus libros, no lo puedes leer en diagonal. Cada frase es relevante, lapidaria”. ¿Qué te ha parecido? “¡Muy bueno!, te dan ganas de meterte en un paquebote y ponerte a navegar por esas aguas. Se nota que se pasó media vida así. Me encanta su forma de escribir, pierdes la noción del tiempo, como al navegar”. ¿Te identificas con Jim? “Sí, es una trama de honor personal y de oficio, la cuestión de qué ha hecho y qué debería haber hecho. Entiendo su vergüenza, su humillación. Yo dejé de ir al Club Náutico. Haber perdido mi barco… Me da una pena enorme. Quedó destrozado, se descompone en tierra, hecho añicos, irrecuperable. Tenía vida y ya no, por mi culpa. Lo quería, no era un ente inerte. Nadie puede entender lo que es haber matado tu barco. No se me va. Le fallé. Entiendo tanto a Jim, que va de puerto en puerto huyendo porque la historia de su fracaso le persigue”.
Querría uno consolar al capitán con unas frases de Conrad, que escribió tan bien de embarrancar (de verdad y metafóricamente) y de “la pesada carga de la culpa y el fracaso”. Hay varadas justificables, dijo, “en medio de nieblas, en mares que no figuran en las cartas, en costas peligrosas, por entre mareas traicioneras”. Así que, capitán, “fatídico azar, ningún deshonor empaña su memoria, subyugado pero nunca abatido, uno de los nuestros”.
Babelia
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