No hay mejor herencia que un globo terráqueo y dos pistolas
En ‘El rajá blanco’, Nicholas Monsarrat, autor de ‘Mar cruel’, se basó en la historia de James Brooke en Sarawak para escribir una arrebatadora novela de aventuras
A veces la vida tiene premios inesperados. Recalé en la librería Taifa de Barcelona en busca de algún olvidado ejemplar de Mar cruel, la gran novela de Nicholas Monsarrat sobre la guerra en el mar, que está descatalogada, para hacerle un regalo a un amigo (no le iba a dar el mío y en internet piden desde 190 euros, eso sí es crueldad). No lo encontré, pero —voilà el premio— fui a dar con otro libro del mismo autor, El rajá blanco, en una edición de Plaza & Janés de 1963 algo baqueteada, como si viniera del Este de Java. Con ese título y su promesa de aventuras indonesias —era clarísima la alusión a James Brooke (1803-1868), el histórico rajá blanco de Sarawak, el archienemigo de Sandokán en las novelas de Salgari—, por no hablar del nombre de Monsarrat, era imposible que no me hiciera con el volumen. La verdad, habría pagado lo que me pidieran, incluso con mi cuerpo, pero me costó solo seis euros. Es alucinante la cantidad de aventuras que puedes vivir por seis euros, que es lo que cuesta un lote de calcetines de tenis.
Salí de la librería como un zorro de un gallinero, apretando el tomo contra mi pecho y mezclándose ya por ósmosis los latidos de mi acelerado corazón con los truenos de las tormentas en el archipiélago malayo, los cañonazos de los praos piratas en el estrecho de la Sonda y el barritar de los elefantes pintados de escarlata en los dorados palacios de Borneo.
No sabía que Monsarrat hubiera escrito sobre esas época y zona, de la que Robert Payne, en su ensayo de referencia The White Rajahs of Sarawak (Oxford, University Press, 1986) sobre Brooke y su estirpe (1841-1941), anotó: “Aquellos que no han estado nunca en el Este se han perdido la mejor parte de la Tierra”; imagino que descartaba la pequeña molestia de los cazadores de cabezas dayaks y sus incómodos puñales parang y sus cerbatanas. Para mí, Monsarrat (1910-1979) vive para siempre en el gris océano Ártico, en una helada corbeta en el centro de un convoy acechado por submarinos nazis de camino a Múrmansk y Arcángel. Comprenderán mi expectación por ver cómo se desenvolvía en atmósfera tan diferente. Finalmente, he devorado las 414 páginas de El rajá blanco casi sin respirar y lo he pasado tan bien que estoy investigando si queda por ahí todavía algún reino que conquistar o al menos si están libres las corresponsalías de Sarawak o Mompracem.
El arranque de la novela, tipo El señor de Ballantrae, de Stevenson, no tiene desperdicio. Es 1850, conocemos a Richard Marriott, retoño menor de un baronet con extensas posesiones en Gloucester. Mujeriego, exaltado, jugador y bebedor, orgulloso, susceptible, autodestructivo y pendenciero, el joven e impetuoso Richard vive una existencia de calavera a la espera de heredar para seguir con la juerga. Pero al morir el progenitor se encuentra con que todo pasa a las manos de su hermano mayor, un estirado capitán de la Armada, y a él su padre, además de un vergonzante secreto, sólo le ha dejado un globo terráqueo y dos pistolas, dos armas magníficas, eso sí, con incrustaciones de plata. El chico se lo toma a la tremenda y se marcha dando un portazo, pero no antes de que su viejo preceptor (un personaje maravilloso) le sugiera que su padre lo conocía y amaba más de lo que imagina y que su herencia no es baladí: el mundo y las armas para conquistarlo.
Y ahí tenemos a Richard Marriot (en su apellido resuena el del famoso capitán Frederick Marryat, marino, aventurero y escritor), en aguas de Extremo Oriente, convertido en capitán pirata, contrabandista y mercenario al mando del bergantín Lucinda D (denominado como su antigua novia tránsfuga, al estilo de la Ethne Eustace de Las cuatro plumas, por cierto el barco de Brooke se llamaba Royalist) y con sus dos pistolas al cinto, bautizadas Cástor y Pólux, al frente de una tripulación de desesperados y recalando en una costa peligrosa para efectuar reparaciones. Es la isla de Makassang, en el mar de Java, a tiro de piedra de Borneo y tan ficticia como Mompracem (aunque se adjunta un mapa, para quien quiera buscarla). Y con muy mala fama. “Makassang… La sola palabra sonaba como una maldición”, escribe Monsarrat, “inmediatamente sugería peligro y horror; de todas las islas de aquellas aguas era la única que había que evitar a toda costa”. En el interior, cubierto por la selva, viven los dayaks, cazadores de cabezas, mientras que la costa septentrional, hacia Borneo, es un nido de piratas; existe una casta de revoltosos sacerdotes guerreros que regentan una extraordinaria pagoda y un rajá, Satsang III, que gobierna con mano de hierro, es un forofo de la tortura y bebe en una calavera. Una de las costumbres locales es fabricar collares “con los más íntimos órganos humanos”. La isla, que vive “encerrada en su maldad”, posee oro, plata, perlas, diamantes, especies y copra (y el caracol afrodisíaco conocido como trepang), pero a ver quién se atreve a coger nada.
Richard, con casaca robada a un almirante holandés y un arete en la oreja a lo Corto Maltés, se ve arrastrado en las intrigas de la isla, combate a los enemigos del rajá sin que nada le arredre (“el mañana le traería las cosas de la vida que más amaba: la lucha en el mar, el peligro y el oro”, sin olvidar a la princesa Sunara) y este le nombra heredero y tunku, príncipe. Vamos, que su carrera sigue los pasos de la del verdadero rajá blanco Brooke, al que ahora se ha dedicado un filme con Jonathan Rhys Meyers como protagonista, El rey del fin del mundo (Edge of the World). En la novela hay una mención al personaje, “pestilente individuo”, dice un agente inglés, y a los quebraderos de cabeza que da a Gran Bretaña: Richard dice no haber oído hablar de él. Es fácil encontrar otras referencias, aparte de que la búsqueda de un reino nos lleva, claro, a los predios de El hombre que quiso reinar, de Kipling. Hay parte del Jim de Lord Jim, de Conrad, en Richard Marriott, también le llaman tuan (señor en malayo); Makassang es su Patusán, hay una joven objeto de amor, unas pistolas significativas (como las de Doramin) y también tiene Richard un enemigo que es su doble oscuro. Si en la novela de Conrad se trata del siniestro capitán Brown, aquí es Black Harris, Harry el Negro, “espectro de un infame pasado”, un filibustero de la peor calaña, con la conciencia de un tiburón, que capitanea su propio barco, el Mystic, de 16 cañones. “Tener un enemigo de esta envergadura era casi como tener alguien a quien querer”, escribe Monsarrat.
No es El rajá blanco, publicada en 1961, la mejor novela de Nicholas Monsarrat, pues carece de la profundidad shakespeariana y melvilliana de Mar cruel, y hay momentos de gran violencia y crueldad. Y supongo que habrá quien detecte en la historia un canto a la supremacía del hombre blanco y a la empresa colonial y un menosprecio a las otras razas (lo que le ha criticado acerbamente a Monsarrat el escritor keniano Ngugi wa Thiong’o). Pero, ¡qué libro! Se ha dicho que toda la aventura se constituye en la frase de Salgari “el brillo del kriss (la ondulante daga malaya) centelleaba a la luz de la luna”. Pues eso es lo que hay en El rajá blanco.
Como suele pasar en las buenas novelas del género, las que nos afectan, podemos ver en ellas no sólo una satisfacción a nuestra sed de aventuras, sino algo que nos concierne personalmente. En mi caso no diré que mi padre me desheredara (en Gloucester teníamos más bien poco) y haciéndolo me convirtiera en pirata y me enviara a pelear por un reino en el Lejano Oriente; pero es cierto que al dejarle la fábrica a mi hermano mayor y a mí los libros y los sueños nos marcó un destino a los dos. El Jim de Conrad partió a forjar su leyenda en Patusán con un revólver sin balas y una edición barata de las obras completas de Shakespeare. No está mal pensar que también nos podemos mirar en el ejemplo más exitoso de Richard Marriott, ese Jim sin fatalidad, rumbo a Makassang con su globo terráqueo y sus dos pistolas. “¡Una ocasión magnífica!”, escribió en su novela Conrad. “Bueno, sí lo era”, añadió; “pero las ocasiones, en última instancia, son lo que los hombres hacen que sean”.
Babelia
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