El gran secreto de Urdaneta
The Hispanic Council recupera la historia del marino que descubrió en siglo XVI la corriente oceánica que unía el Pacífico con las costa oeste de América y que permitió a Felipe II extender su imperio hasta Asia
La desesperación del emperador Carlos V era absoluta: sus exploradores habían descubierto un océano, el Pacífico, con más de 25.000 islas y atolones, los marinos reales sabían cómo llegar hasta ellos desde las costas de América, pero desconocían cómo regresar al mismo punto desde este inmenso mar que ocupa una tercera parte del globo terráqueo. Las expediciones de los grandes navegantes que envió el monarca para descubrir un camino de vuelta, como las de Jofre García de Loaysa, Sebastián Caboto, Álvaro de Saavedra, Hernando de Grijalva, Rui López de Villalobos, González de Espinosa u Ortiz de Rete habían acabado en el más absoluto fracaso. Centenares de muertos, desaparecidos o la vuelta de los barcos completamente destrozados al punto de partida sin haber logrado su objetivo.
Los vientos les eran completamente contrarios. Sin embargo, había un viejo marino que deseaba acabar sus días como monje y que contaba a quien quisiera escucharlo que él sí sabía cómo regresar. “Más fácil que hacerlo en carreta”, señalaba. Ahora el historiador Borja Cardelús, presidente de la Fundación Civilización Hispánica, recuerda en su informe El Galeón de Manila y la primera globalización del comercio mundial, cómo se logró esta hazaña. Una conferencia en línea organizada hoy por The Hispanic Council, una entidad cultural hispano-estadounidense, ofrecerá nuevos datos.
El primero en avistar el Pacífico fue en 1513 el descubridor extremeño Vasco Núñez de Balboa, que atravesó con un puñado de hombres las selvas de Centroamérica hasta llegar a la costa oeste del actual Panamá. Bautizó el inmenso lago azul que vislumbró como Mar del Sur. Posteriormente, el portugués Fernando Magallanes ―”nacionalizado español”, remarca Cardelús― convenció al emperador Carlos V para buscar un paso hacia las Islas de las Especias (actuales Molucas), rodeando el continente americano, ya que la ruta desde África estaba en manos portuguesas y era sumamente peligrosa por los soldados y marinos del país vecino, siempre al acecho.
Magallanes, finalmente, encontró el paso que buscaba al sur del continente americano (actuales Argentina y Chile) y alcanzó así Filipinas, aunque murió en una batalla contra los nativos. Pero el vasco Juan Sebastián Elcano terminó la empresa y regresó a España, tras llevar a cabo la primera vuelta al mundo y demostrar su esfericidad.
Es decir, se podía atravesar el Pacífico desde América, pero no se podía regresar por la misma ruta porque “sus vientos, sus corrientes, sus calmas, sus tempestades, que dejaron un siniestro reguero de navíos naufragados y marinos sepultados”, lo impedían, escribe en su informe Cardelús.
No obstante, los intentos por lograrlo fueron numerosos, lo que provocó que los galeones españoles se diseminasen por todo el océano, descubriendo los secretos de este mar, aunque “el tornaviaje ―como se le llamaba en la época―, se manifestaba imposible.” Obligatoriamente, parecía, había que regresar por África, lo que contravenía los acuerdos entre los reinos español y portugués. El Pacífico quedaba, por tanto, vedado a los intereses del emperador.
Sin embargo, existía un marino, Andrés de Urdaneta (1508-1568 Ordizia, Gipuzkoa), que había pasado largo tiempo en Molucas y que había puesto en riesgo muchas veces su vida huyendo del gobernador portugués Pedro de Meneses. “Cansado de tantos avatares e imbuido de una profunda vocación religiosa, decidió ordenarse agustino, recluirse en un convento en México y pasar el resto de sus días en oración y retiro”, escribe el historiador.
Sin embargo, durante su vida como marino había ido acumulando información y experiencia acerca de los vientos y las corrientes que imperaban en el Pacífico, lo que le llevó a extraer sus propias conclusiones. Alardeaba, ante quienes extrañados le escuchaban, que él conocía el camino de vuelta, el ansiado tornaviaje. Tantas veces lo repitió que sus palabras llegaron hasta Felipe II.
Incursiones depredadoras de Drake
Mientras tanto, este monarca era consciente “de que dominar el vasto océano suponía proteger el flanco oriental de América, que se había creído inexpugnable hasta las incursiones depredadoras de Drake [pirata británico] por la fachada sudamericana. De modo que Felipe II decidió controlar el inexpugnable Pacífico, lo que requería dos requisitos: ocupar el archipiélago de las Filipinas, en las puertas de Asia, y asegurar la ruta del tornaviaje”, se lee en el informe. Para lo primero, eligió a “un prudente Miguel López de Legazpi”. Para lo segundo, el rey escribió personalmente a un lenguaraz monje agustino retirado en un convento mexicano, llamado Andrés de Urdaneta.
Urdaneta, a su vez, puso una condición al rey: la base de las operaciones de búsqueda del tornaviaje no debía estar en Filipinas, que caía en el área portuguesa, sino más al sur, en Nueva Guinea. Como el monarca no estaba de acuerdo, pero necesitaba de sus conocimientos, le engañó. Aceptó falsamente sus exigencias: “El destino oficial sería Nueva Guinea, pero navegadas cien millas, se abriría un cofre cerrado con tres llaves que contendría un pliego con el rumbo definitivo a seguir”. Al abrir el arcón, se descubrió la trampa: la expedición que había partido el 17 de noviembre de 1564 de Nueva España, actual México, al mando de Legazpi tenía como objetivo las Filipinas. Urdaneta aceptó resignado.
Así llegaron Legazpi y Urdaneta hasta Filipinas. Legapzi fundó la Villa de San Miguel, lo que dejó el archipiélago bajo soberanía española. Faltaba entonces cumplir la segunda parte del viaje. Legazpi entregó a Urdaneta el San Pedro, de 500 toneladas (la Santa María de Colón cargaba 100). “Había llegado el momento de revelar lo que había detrás del secreto del vasco”, escribe el historiador. Pero “la tripulación estaba convencida de que una vez más el rumbo fijado sería el mismo que el de la ida, la corriente ecuatorial donde soplaban los alisios contrarios, la misma que habían seguido los demás navegantes anteriores, con el desastroso resultado conocido”.
Fue entonces cuando el marino vasco ordenó un sorprendente viraje: rumbo directo hacia el norte, aunque existiera el peligro de morir congelados. “Pues en la latitud 39º 40′ [Japón], ya había hielo en las jarcias”, explica Cardelús. Allí encontró, como Urdaneta defendía, “nuevos vientos, esta vez favorables, y una nueva corriente, la de Kuroshivo, que circulaba en el sentido de la navegación, justamente lo que buscaba el cosmógrafo. Por si fuera poco, esta corriente era cálida, con lo que neutralizaba en parte el frío de una latitud tan alta”.
A partir de ese momento, la singladura fue sencilla, pero con los habituales problemas: sed y escorbuto, lo que ocasionó las muertes del piloto Esteban Rodríguez y del maestre Martín de Ibáñez, además de 16 tripulantes de los 44 iniciales. La corriente de Kuroshivo les empujó suavemente hasta la costa estadounidense, hasta California. Desde ahí, continuaron bojeando y descendiendo en latitud, hasta Acapulco (México), adonde arribaron tras 130 días de travesía.
Urdaneta había encontrado la vuelta desde el poniente, en una ruta que se mantendrá 250 años y que será conocida como Galeón de Manila. Tras su hazaña, regresó a España, se entrevistó dos veces con Felipe II, y se retiró de nuevo a un convento agustino hasta su muerte. El rey había conectado dos mundos.
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