Capitanes coléricos JACINTO ANTÓN
No conocí al estricto capitán Bligh, el del motín de la Bounty, cosa lógica porque murió en 1817, pero no nos hubiéramos llevado bien, a tenor de cómo me ha ido con los colegas suyos modernos que he conocido. Patrick O'Brian, por ejemplo, dudó por escrito de que yo fuera un caballero -lo que espero provoque un clamor femenino en mi defensa-, y, más recientemente, el capitán del buque de Transmediterránea Ciudad de Salamanca, Matias Enseñat, me ha calificado de "indocumentado falaz". No es que mi vida haya estado libre de descalificaciones, qué va: Pina Bausch me llamó una vez mentiroso, Peter Brook me tachó de liante y Karl Popper, nada menos, cuestionó que yo fuera capaz de hacer una sóla pregunta inteligente.Pero el juicio negativo de los capitanes me duele especialmente, porque yo valoro mucho a los hombres del mar y sus cosas. Les tengo un respeto enorme que es directamente proporcional a mi miedo a los barcos. Como dijo Conrad, se es marino o no se es.
En fin, yo creía que Patrick O'Brian me apreciaba. Así que me deprimí mucho cuando, tras la muerte en enero del gran autor de novelas marinas, su editor Daniel Fernández me mostró una carta de puño y letra de O'Brian en que este, descontento por una entrevista -en la que yo le describía tendido en la alfombra reproduciendo la batalla de Trafalgar-, escribía pestes de mí. "Estoy disgustado con Mr. Antón", reza la nota, "un caballero no visita a un hombre mayor en su hogar y luego habla del 'el pequeño salón de la humilde casa' o de 'una radio que podría haber pertenecido a Simbad'. Ni tampoco, habiendo comido el pan del anciano y bebido su vino exhibe a su anfitrión en actitudes lúdicas". Yo le estimaba, pero O'Brian era algo quisquilloso.
En cuanto al capitán Enseñat, el destino nos reunió a él, a mí y a un suicida en potencia el pasado agosto a bordo del Ciudad de Salamanca, en ruta de Ibiza a Barcelona. Yo capeaba el viaje como siempre, a base de releer Lord Jim lo más cerca posible de los botes de salvamento. A punto de concluir la singladura, un tipo se lanzó al agua con el peregrino propósito de ablandar el corazón de su chica. Se montó un cirio considerable y entonces, feliz de concentrarme en el trance de ahogarse de alguien que no fuera yo mismo, di en escribir una crónica risueña de los hechos -el individuo se salvó-. Al capitán no le gustó ni pizca y de nuevo un estricto y colérico hombre de mar puso negro sobre blanco un juicio condenatorio de este pobre grumete con pluma. "Impunidad", "falsedad", "ignorancia"," desconocimiento del medio", "infamia", fueron algunos de los términos usados por el capitán para denostar, en una carta, mi escrito. Es verdad que yo confundía babor y estribor, pero eso no es nada comparado con lo que me lío al describir la vela de estay de perico.
Decidí aclarar las cosas con el marino. Prudentemente, puse algo de distancia -el látigo de nueve colas es muy largo- y le llamé por un móvil desde un bosque en el Montseny. Contestó desde el puente de mando de su buque, en medio del Mediterráneo. "Diga ¿Cómo? ¡Usted!". Los primeros minutos se nos fueron en que él diera rienda suelta a su enfado mientras yo tragaba saliva y permanecía firme, para asombro de una liebre que me miraba con las orejas enhistas. "¡Pero hombre de Dios, cómo me escribe usted eso! ¡Tengo a mi tripulación muy disgustada con usted" -anoté mentalmente que no debía volver a pisar los bares del puerto-. "En ningún momento explica usted que lo que se hizo desde el buque fue lo correcto y que si se rescató al suicida fue porque se realizaron, con pericia, las maniobras y operaciones adecuadas. Parece mentira que haya leído usted a Conrad". Algo se removió entonces en mi interior y respondí que podía dudar todo lo que quisiera de mí, menos de eso. Su voz se apaciguó un poco. "¿Recuerda Tifón?", dijo. El capitán MacWhirr, supongo. "Al mando del Nan-Shan, hacia el puerto de Fu-chou, con algo de carga en las bodegas y doscientos coolies chinos que regresaban a sus aldeas natales, en la estación de los tifones, 'naturalmente había conocido tempestades'...". Cerré los ojos e imaginé al capitán al otro lado del teléfono, junto al timón, pidiendo más vapor a la sala de máquinas a través del tubo acústico, silueteado por el clamoroso crepúsculo de los Mares de China. Entendí que MacWhirr era su modelo y comprendí por qué: MacWhirr era un hombre parco, taciturno, desprovisto de fatuidad, y todos los buques capitaneados por él "habían sido la personificación flotante de la armonía y la paz". Matias Enseñat, pues, era de los que creían que lo fundamental en la vida es poner proa al viento y no perder la cabeza. Pensé si para él yo aparecería como el cobarde segundo oficial del Nan-Shan, uno de esos individuos enrolados -como dijo Conrad- únicamente por necesidad, que parecen incurablemente amargados "y llevan estampada en la cara la impronta del fracaso". Hombres que bajan a tierra sin despedirse y y acompañados sólo por un baúl maltrecho. Enredado en una imprevista emoción, musité que yo prefería Lord Jim y estuve tentado de decirle, como aquel personaje de La línea de sombra: "He tenido siempre un miedo horrible en el corazón, capitán".
Oscurecía, en la montaña y en el mar, y la hora favorecía las confidencias. Le hablé a Enseñat de mis muchos antepasados que fueron oficiales en la Marina de guerra, y de la muerte de mi abuelo en 1931 a manos de los amotinados del Dédalo. Escuchó con un silencio grave y a su vez me relató un episodio crucial suyo que se resolvió con un salvamento. Quedamos los dos callados. Yo oía los sonidos del buque, arrullados en el rumor de las olas, y hasta el marino debieron de llegar el silbido del viento entre los arbustos y el grito crepuscular de un arrendajo. Entonces, el teléfono, falto de carga, se apagó. Me quedé solo en el océano de la noche. Alcé la mirada hacia el enorme portulano del cielo, perforado por miríadas de estrellas, y quise creer que desde allí arriba Bligh y O'Brian me guiñaban un ojo.
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