“Una ventana de libertad, una meta”: cuando ‘Pink Floyd at Pompeii’ se coló en la España de Franco
El mitificado documental del cuarteto inglés, que se reestrena y edita por primera vez en disco, llegó a los cines de arte y ensayo como una experiencia psicodélica cuando ya se veía el fin de la dictadura


“Nos liamos un porro y fuimos a ver Pink Floyd at Pompeii. Era como estar en un concierto, con una atmósfera humeante entre el público, pero sentados en unas butacas de cine”. El que habla se llama Rodolfo Medina. En 1974, además de melena, contaba 21 años. Hace unos días cumplió 71, y le quedan algunos pelos en la testa, pocos. Medina, que disfruta hoy de una activa vida de jubilado (ayer, después de recoger a su nieto del colegio y dar el relevo a los padres disfrutó viendo A Complete Unknown), fue uno de los españoles que quedaron impactados en su momento por el documental Pink Floyd: Live at Pompeii, la filmación de un peculiar concierto del cuarteto inglés: sin público, en la arena del coliseo romano de Pompeya y justo unos meses antes de que grabara su obra maestra y éxito de ventas The Dark Side Of the Moon.
En un contexto de un mercado musical cada vez más volcado en seducir a un aficionado veterano y con poder adquisitivo, el 26 de abril se estrena en cines “una restauración” de Pink Floyd: Live at Pompeii adaptada a salas Imax (pantalla de gran tamaño) y con un sonido mejorado por el músico inglés, de plenas garantías, Steve Wilson. También se editará, por primera vez, el disco de aquella actuación. Hablamos de un documental musical que cumplió una función casi social en la España de la época. En 1974, con Franco ya en tránsito (falleció en noviembre de 1975), pero aún con crueles energías para dictar sentencias de muerte, se estrenó en España Pink Foyd: Live At Pompeii, un espacio de intersección donde convivían rock, psicodelia e historia.
El filme/concierto, de una hora y dirigido por el francés Adrian Maben, se había proyectado en 1972 en algún festival de cine, pero no tuvo recorrido comercial. Dos años después llegó la versión ampliada por el mismo Maven, con media hora adicional que incluyó escenas del cuarteto grabando en Abbey Road, Londres, The Dark Side Of the Moon. Esta revisión fue la que se exhibió en España, en cineclubs de arte y ensayo.

El periodista y escritor Jordi Turtós (69 años) comenzó justo aquel año la carrera de Ciencias de la Información: “La vi en Barcelona, donde por aquella época se estrenaban muchos documentales musicales, como el de Monterrey Pop o el de Woodstock. Coincidíamos siempre los mismos, unos melenudos fumetas que compartíamos en el cine el concepto de un grupo y una idea revolucionaria, que era la que proponía Pink Floyd en ese momento. Había una sensación de complicidad de cara al futuro: la película nos hacía partícipes de una revuelta, de ciertos inconformismos”.

La idea de grabar en ese escenario no surgió del grupo, sino del director. Maben quería distanciarse de los recitales multitudinarios, realizar “un anti-Woodstock, donde la música y el anfiteatro vacío significaran tanto, o más, que una multitud de personas jaleando al grupo”. El planteamiento era de lo más atractivo: en un escenario poblado por los fantasmas de los rostros con 1.900 años de antigüedad que dominaban las columnas del anfiteatro se trataba de explotar el potencial sónico de Pink Floyd, recrear envolventes atmósferas y conseguir un sonido etéreo. Pero la localización llegó por casualidad. Maben visitó el anfiteatro romano de Pompeya (cerca de Nápoles), sepultada por la erupción del Vesubio en el año 79 d. C, como turista, ya que era un gran aficionado al arte y a la historia. Cuando llegó al hotel se percató de que había perdido, entre las ruinas, la cartera con el pasaporte. Así que volvió al día siguiente, ya sin el convoy turístico. Allí, solo, se percató de la solemnidad acústica y de lo conmovedor del espacio. La cartera no la recuperó, pero la localización ya la tenía.
Contactó con el representante de Pink Floyd, que se lo planteó al cuarteto y aceptó. Pink Floyd se encontraba justo en ese momento, 1971/72, en la rampa de lanzamiento hacia sus niveles más altos de popularidad y también de su carrera artística. Julio Ruiz (72 años), histórico hombre de la música en la radio, trabajaba en aquel tiempo en Radio Popular FM. “Recuerdo que ya había puesto en el programa los discos anteriores de Pink Floyd, Ummagumma [1969], Atom Heart Mother [1970] y Meddle [1971]. En la discográfica nos los enviaban diciendo, entre cariñoso y despectivo: estos discos, para los progres. Imagínate cómo estábamos conceptuados”. Diego A. Manrique (74 años), que también llevaba un tiempo trabajando de periodista musical y vio el documental en un cine club de Burgos, lo corrobora: “La EMI española, en los 60, no quería editar los discos de Pink Floyd, porque les sonaban ‘muy raros’, aunque al final los sacaron de mala gana, ‘para que los periodistas musicales dejen de darnos la lata”. Ruiz cuenta una anécdota de la proyección: “Después de la interpretación de Echoes, aplaudimos, como si lo estuviésemos viendo en directo. Aplaudíamos a la pantalla. Esa película fue un momentazo para todos”.

La intendencia de la grabación en Pompeya no resultó sencilla. Después de transportar el equipo y colocarlo en la arena del anfiteatro se comprobó que no había suministro eléctrico suficiente. Solución: un cableado de un kilómetro hasta el edificio del Ayuntamiento. En la película se ve a David Gilmour (guitarra y voz) y a Richard Wright (teclados y voz) tocando sin camiseta, debido al excesivo calor, que alcanzó los 35 grados. En las últimas tomas la espalda blanquecina del guitarrista adquiere un tono rosado. Ojo: se trata de la filmación de un concierto con trampa, ya que no todas las canciones se grabaron en Pompeya. Con el presupuesto agotado, sin tiempo y con asiduos descalabros técnicos, se tuvieron que registrar en un estudio de París algunos temas, como Careful With That Axe, Eugene o Set the Control for the Heart of the Sun.
Lo notable de la película es comprobar el estado de forma de una banda justo un momento antes de ser catapultada al cielo por The Dark Side of the Moon y luego Wish You Were Here. También apreciar la capacidad de experimentar, herencia de su primera etapa con Syd Barrett, a pesar de considerarse ya una banda para grandes audiencias. El director de cine y productor musical Gonzalo García Pelayo (77 años) también vio la cinta en la época: “Ese documental fue un mito, una ventana de libertad. Yo estaba en aquella época de manager de Smash, y para ellos era una meta: fusionar rock con cultura, ya que el concierto se celebraba en un sitio tan simbólico y tan importante como Pompeya, con calado histórico y cultural. Aquello certificaba la aproximación del rock a la cultura, que ahora puede parecer más normal, pero que en aquel momento era extraordinario”.

Los consultados afirman que no existía temor a acudir a estas reuniones musiqueras, que a esas alturas ellos no formaban parte de los problemas del régimen. “La policía no estaba muy pendiente de los melenudos. No formábamos parte de la escuadra politizada. Éramos antidogmáticos. Estábamos más cerca de los planteamientos anarquistas que de los socialistas y comunistas, que era la gente que quería tener controlada el régimen. Nos interesaba más Frank Zappa que los grupos politizados”, señala Jordi Turtós.
Además de la gravedad del escenario resultan especialmente interesantes algunas imágenes, como Roger Waters (bajo y voz) azotando violentamente el gong mientras Gilmour tortura a su guitarra practicando el slide con un dedal de metal en Saucerful Of Secrets. O una interpretación de Seamus, un blues integrado en el disco Meddle que en el documental se rebautizó como Mademoiselle Nobs, ya que así, Nobs, se llamaba el perro que canta la pieza; literal, ya que Richard Wright se encarga de colocar el micrófono cerca de la boca del can mientras ladra para acompasarse a la armónica de Gilmour.

Aunque Live at Pompeii arrastró al cine a mucha gente en Estados Unidos, el grupo no quedó del todo feliz. “Resultó muy decepcionante en términos económicos”, apuntó el batería, Nick Mason, en su libro Dentro de Pink Floyd. El más pejiguero esta vez no fue Roger Waters, sino David Gilmour, que señaló años después: “Es la clase de película que deberían poner solo una vez y de madrugada”. Lo curioso, o quizá precisamente por esta aversión a la original, es que Gilmour repitió la experiencia en 2017: actuó en el anfiteatro de Pompeya pero, esta vez, eso sí, con público.
Algunos de los que vieron el concierto en aquella dictadura agonizante podrán repetir en 2025 en una situación muy distinta. Una de las variaciones será que en lugar de un cenicero en el brazo de la butaca tendrán un posavasos.
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